Teódulo López Meléndez / Recuento de un simulacro de representación

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Si la posibilidad de un pensamiento nuevo abreva en la imagen o en su ausencia es una vieja discusión. Durand lo remite al imaginario, mientras Deleuze nos sostiene uno sin ellas. Otros, más arriesgados, sostienen que es necesaria una desubicación estructural para dotarse de visión. La imagen puede ser vista como engaño, deformación u opacidad, viejo tema recurrente, aunque también como efecto de realidad o como voracidad posmediática.

En la tradición cultural que nos movemos andamos sobre lo enunciable y lo visible, sobre la pantalla todopoderosa que permitió a algunos construir un imperio de órdenes y de imposición superior al de los editores de periódicos impresos. Se puede inducir historia a partir de una realidad política ficcional y producir una ciencia de las soluciones imaginarias. Llegamos al punto en que sólo se podía pensar desde la perspectiva de la dictadura presente. Lo que no se permitió jamás en el mundo del recién caido zar mediático fue un contrapensamiento que sacara la dicotomía perdida de una estrategia política centrada sobre el fracaso hacia la emersión de nuevas actitudes e ideas. De esta manera su canal pasó a convertirse en la imagen del presente permanente, uno insuperable.

Esta hipertrofia comunicacional acabó con la posibilidad de toda mirada y, por supuesto, con todo reconocimiento de una oportunidad diversa. Una que terminó convirtiendo el uso de las imágenes reales en mera apariencia. Así, Venezuela fue convertida en una imagen entre paréntesis, en un mundo desrealizado jamás convertible en factibilidad. Todo sucedía en la pantalla, nada fuera de ella. Convirtió al país, desde su mirada oblicua, en una cámara de vacío y de descomprensión.

Una simulación de la realidad fue lo visto, con sus “invitados predilectos” que repetían la necesidad de la participación electoral o que convertían las imágenes del dictador pronunciando sus contradicciones en una ilusión óptica. Esto es, una obsesión por la imagen en su artificialidad hasta convertirla en fetiche. Las imágenes de algunos micros se convirtieron en copia de la copia. Baudrillard lo explica muy bien con su teoría de la simulación, que no es otra que un mundo donde las referencias y los referentes han desaparecido, algo así como una constante simulativa. Ahora bien, es obvio que tal mecanismo no afecta sólo al mundo que se narra sino también a las ficciones que lo hacen, todo en un proceso de transfiguración adulterada. Imposible así el surgimiento de un nuevo discurso que creciera fuera de la sombra del poder.

Al fin y al cabo la representación estuvo instalada y perdimos la capacidad de distinguir el territorio del mapa conforme a la acertada expresión de Baudrillard. Disimular deja intacto el principio de la realidad, pero enmascarada. O en otras palabras, se nos construyó una hiperrealidad. Se produjo una recreación desenfrenada de imágenes donde no había nada que ver. Es lo que se ha denominado con una palabra alemana, doppelgänger, que no es otra cosa que el doble fantasmagórico de una persona.

Es cierto que vivimos el tiempo de la imagen. Ello implica que las finalidades concretas sean innecesarias, como bien se practicó, de manera que la simulación se convierte en la cabeza de algunos poderosos extraviados en el nuevo principio, una donde está el modelo mismo que se muestra, lo importante, y donde se enseña a los espectadores deseosos de esperanza un juego al que ya han sido habituados a jugar que termina convirtiéndose en dispersión y anulación de lo político. En suma, un Apocalipsis  de canal de televisión y no más.

El actual régimen venezolano ha logrado crear una imagen del pensamiento en el cual ya casi no se puede pensar sino desde dentro de la centralidad pensamiento-Estado. Por ello en su discurso hay siempre elementos de verdad, una muy minoritaria, pero que crea efectos de verdad. De allí su permanencia a pesar de sus errores y de su incompetencia. Hay que oponerle un nuevo pensamiento, una organización simbólica distinta, mientras el caso que comentamos fue lo contrario: una repetición constante, la muestra en pantalla del doppelgänger, en pocas palabras, un simulacro de representación que reforzaba la imagen y el original en una simbiosis tal que podía conducir a pensar si el monstruo en realidad existía.

A falta de una estrategia política original el gobierno funciona a sus anchas con la puesta en escena de sus “cadenas” o de sus “Aló, Presidente” de solicitación espectacular ahora impregnada de expropiaciones semanales. La presentación de pantalla, la copia que hacía el canal de la catástrofe ayudaba al mantenimiento de la catástrofe. La propia conversión de la imagen en realidad.

Si hay incoherencia o contradicción en el discurso del dictador es simplemente porque no hay necesidad de discursos articulados. Su único interés es el desarrollo de una estrategia de poder basada en el ansia de espectáculo, el que vemos haciendo delirar a las masas comprometidas previamente y arreadas al lugar del espectáculo. Romperla no pasaba por la vía del doppelgänger porque el orden original de la imagen copiable era la de cambiar la escala entre sistema político y la esfera masiva. Reproducir era, como hemos dicho, convertir el propósito en un instante perpetuo.

TLM es escritor.

Codirige en Caracas con Eva Feld la editorial Ala de Cuervo.

 

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