Tiempo presente: la encrucijada y el miedo

Piensa uno qué realmente sucede a lo largo de las geografías, cuál es la idea que sirve de sostén, parapeto o justificación a la miseria imperante, a la que viene volando sin que nadie parezca llamarla; miseria de los cuerpos hambreados, de la mente hambreada, del amor hambreado… ⎮RIVERA WESTERBERG.

…Y aquella otra, la peor, la miseria de los que no saben obedecer —o que obedecen a un patrono, oculto, ajeno a su soberano.

Apuntado de otra laya, ¿por qué este salto de algunos que quieren el Cielo y ese otro, el salto que inducen aquellos que empujan al abismo? Lo cierto es que los ciudadanos no son representados por entidad alguna; los partidos políticos no pueden hablar en nombre de nadie —salvo de sus dirigentes y diligentes funcionarios—.

Lo cierto es que es éste un tiempo de curiosa y furiosa ira; todavía algo logra expresarse en el canto, el abrazo, el baile, el beso. Pero no resulta muy grande absurdo suponer que canto, brazo, baile, beso y risa trocarán pronto en rictus, amargura, violencia para asir lo que sienten y saben los pueblos que pertenece a todos: la tierra, las aguas, el aire, la risa.

Cabe preguntarse qué pasará, qué mierdas pasará en verdad, si esto sigue, si el saqueo no se detiene; qué pasará si los indignados de España se convierten en iracundos en Italia, en Grecia, en Gran Bretaña; si los pobres de Estados Unidos —o de Francia, o de Polonia, o de Alemania…— siguen esa ruta. Y si sus pares también pobres de América Latina echan a andar —que es sendero que marcaron los estudiantes chilenos.

La hipocresía del Tío Tom de la avenida Pensilvania de Wáshington no convence a nadie —ni como mal menor, viejo anzuelo para pescar cuando los peces andan revueltos—, tampoco convencieron las explicaciones bolivarianas de Caracas cuando entregaron a la carnicería a un periodista y a un poeta y cantor, como no convenció a nadie la mala farsa de un presidente con el papelito de 33 mineros.

Oír hablar a los poderosos —así sean pequeñuelos— de democracia o del pueblo libio da asco. Se escuchó lo mismo cuando Vietnam, Checoslovaquia, Hungría, Guatemala (o cuando ahorcaron a media docena de nazis y procuraron visas para los todavía útiles). Es demasiado obvio el señor Obama, es demasiado repugnante la entrega al camión de la basura de los ideales que Europa asegura son su legado.

El legado europeo —¿cual de ellos?— se disuelve, evapora, adquiere su verdadero rostro: podredumbre, vicio, rapacidad; el disfraz de viejo asesino exótico queda en primer plano.

Y si algunos dan asco, la conducta y la lectura de la anquilosada izquierda religiosa-marxista sobre la realidad no es menos repugnante por ese afán décimonónico de ver una sola entrelínea de los mensajes de la realidad social, por ese afán de infiltrar, para cambiar banderas y dirigir y poner al servicio de un pasado que fracasó como el horóscopo dominical, por esa inútil voluntad de poder de profetas de cartón que saben que tras el triunfo vendrá la represión. En ellos mil gulags esperan a la criatura humana.

En este mundo mundializado quieren se desvanezca el mismo concepto de lo local —salvo cundo se habla de lo que "producen" los mercados locales. En esta dimensión más asco es el brindis que propone el señor Piñera en el lejano (de todas partes) Chile. Sólo una mente prostibularia podría dejar que tres o cuatro decenas de chicas y chicos se vayan apagando en una huelga de hambre porque la autoridad que él representa y maneja no los quiere escuchar —brutal actitud criminal lo que iguala a su amada dama Thatcher.

Hace tres, cuatro en verdad, generaciones en Vietnam se mostró que un pueblo armado y unido puede no ser derrotado por una máquina bélica tecnológicamente superior; en Afganistán tal apotegma parece superar la prueba y en Irak la "madre de todas las batallas" está todavía en curso. En un planeta aldeízado son buenas lecciones para América Latina.

La historia es el relato de la dirección elegida ante cada encrucijada —o el recuerdo del funeral debido a una decisión errónea—; tal vez sea hora de perder el miedo a arrojar cosas por la borda. Los pueblos no son el resultado de una especulación financiera ni tienen por qué vivir como aquella ordene. Los pueblos no tienen miedos prolongados, al fin de cuentas no hay más que cadenas que perder.
 

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