Un largo martes nublado
El bombardeo a La Moneda no se ha detenido en medio siglo. La derrota que se selló ese día negro sigue siendo cada día de estos largos años. Las Alamedas anunciadas como previsión de futuro siguen esperando por ser abiertas. Gobiernos que se han dicho de izquierda la han plagado de rejas y cerraduras.
Los muertos siguen muriendo cada día en que no se les honra en la medida que sus sacrificios ameritan, exigen, gritan, esperan.
De a poco, se ha venido imponiendo la versión de los vencedores. Y que solo el amor es fecundo.
Cabe preguntarse si el enemigo fue tan poderoso y capaz como para haber clausurado toda opción de reiniciar ese paréntesis dramático, o que, en forma de fracaso, se nos metió por medio del aire que respiramos la convicción de que no podemos. Si se considera que, de todo lo intentado, nada ha servido.
Quizás lo que mejor gráfica la derrota haya sido la conmemoración de los cincuenta años de la asonada.
Lo que se logró como propósito fue mostrar lo amaestradas que están las víctimas como para aceptar una puesta en escena, una performance con toques de un gran sentido del espectáculo que al otro día no dejó sino la sensación de la nada más absoluta. Una resaca en seco.
Nos acostumbramos a lo que las buenas costumbres y la buena vecindad cívica imponen. Y la faramalla que intenta ser memoria y recogimiento no es sino una sumatoria que da cero. O menos que eso.
Cuando la memoria se amaestra y no ofrece caminos, se transforma en un museo al que de vez en cuando puedes ir a ver la condición estática, fría, inofensiva y distante que puede llegar a ser la historia.
Los onces de septiembre se han venido transformando en un día de reflejo condicionado desprovisto de la vibración trágica que le dio vida.
Salvador Allende ha llegado a ser un trozo de piedra distante a la que la costumbre lo ha transformado en un buen momento para la fotografía de rigor. En cuya base se marchitan las flores honorables como una especie de significado secreto que gira en redondo.
Cada once de septiembre vuelve a ganar no solo la traición, sino que vuelve a perder la razón. Y se rinde la pasión sin ofrecer batalla.
La contrarrevolución que sería capaz de refundar el país se alza victoriosa y despliega su cultura que, a pesar de su profunda huella inhumana y corrupta, ha logrado entender con precisión los mecanismos de dominación con los que ha logrado acorralar a un pueblo castigado. Y ha sabido con maestría anestesiar a sus líderes.
Los intelectuales del régimen lograron sintetizar a nivel de la molécula del sentido común, lo que para la izquierda más avanzada cuesta un mundo y la mitad de otro explicar.
La medida más efectiva para imponer la hegemonía de los poderosos ha sido por la vía de descontinuar la cultura popular, quitarle su sentido pedagógico, eximirla de su propuesta contestaría, anular su capacidad de combate, deshacerla en el tráfago de lo que no se puede. La enmarcaron junto con las cosas inútiles.
A la historia la despojaron de su peligroso potencial de aprendizaje.
El impulso que ofreció la lucha contra la dictadura no fue entendido en su capacidad constructora de un poder diferente. No se creyó en la fuerza del pueblo, en su capacidad de sacrificio, en su honesto pacto con la muerte como posibilidad real si lo que se enfrenta es una opción humana.
Y, como lección bien aprendida entrenados en el arte de olvidar, se descontinuó lo que se había logrado construir en diecisiete años de laboriosa resistencia.
Lo que se avanzó durante la dictadura en favor de un mística popular a favor de un proyecto de país diferente, ha quedado otra vez en el desván de lo inofensivo, desprendido de su pulsión inicial, de aquello que hizo temer al desalmado y que alimentó la esperanza de la gente castigada.
Ahora se ofrecen disculpas por haber luchado. En breve, se pondrá en duda aquella épica.
Más bien acostumbrados a la derrota, estrenados en el miedo a asumir algo que no sea marchar higiénicamente, el estallido de octubre nos recordó cuán lejos estamos de entender lo que pasa. Lo que nos pasa.
La generación inofensiva y aguachenta que asumió la posta es gente que ama y odia poco. Hay muy poca sangre ahí. Escasa pasión.
Medio siglo dura ya la venganza cotidiana del poderoso que castiga a diario al pueblo su osadía de haber querido otra vida. Los ritos desgastados de estas fechas postulan como sucedáneos de lo que debiera ser una activa y motivada reacción a un orden que castiga y explota.
Por donde lo miremos, sigue siendo un martes once, nublado, con aviones y traidores.
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