Un poeta recuerda: – EL 11 DE SETIEMBRE DE 1973 ESPERABA UNA REACCIÓN

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

El poeta, escritor y periodista Marco Antonio Campos (1949) hizo una pausa en sus vacaciones de Pascua, para esta entrevista. En 2004 recibió la medalla presidencial Pablo Neruda y en 2005 el Premio de la madrileña Casa de América por su libro Viernes en Jerusalén. Histórico Director de Difusión Cultural de la UNAM e integrante de su Instituto de Investigaciones Filológicas. Llegó a la cúspide poética –en México– con el Premio Xavier Villaurrutia 1992.

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Al final, no fue difícil hacerle 10 preguntas a Marco Antonio Campos, lo complejo era descartar las dudas que quedarían sin editar; es un gran amigo mío, siempre solidario y dispuesto a colaborar en las ocurrencias que le propongo (regalando inéditos para mi proyecto en turno); lo considero, en estilo periodístico y ética política, mi gran gurú, aunque yo no pasaré de ser un aprendiz de gurí.

Los temas propuestos son: 1968 como inicio de su poesía; sus traducciones de Baudelaire y Rimbaud; su fallido viaje a Chile en 1973; finalmente Neruda, “el mejor poeta de occidente del siglo XX”.

–¿Qué características definieron su formación literaria?

–En un principio yo no creí que iba a ser escritor. Eran fines de 1967. Terminaba la preparatoria. Empecé a intercambiar libros con un amigo del barrio (leíamos a Hesse, a Maugham, a Papini) y empecé a leer con curiosidad y gusto, no excluyendo los «best-sellers». Quería hacer algo en la vida pero me sentía paralizado. Me sentía insatisfecho y vacío. En enero entré a la Facultad Derecho de la UNAM porque pensaba más tarde dedicarme a la política. Pero ese fue uno de los años claves del siglo en México, y perdón, lo fue para mí también: 1968.

«Empecé desde enero a escribir poesía y escribía muchísima. Leía a Lorca, a Neruda, a León Felipe, a románticos y modernistas de nuestra lengua, y mucha buena y mala poesía, porque cuando uno empieza no sabe a veces distinguir dónde empieza una u otra. Durante dos años escribí pilas y pilas de páginas, las que, años más tarde, por fortuna, junté en el patio de mi casa y quemé. Entre los 18 y los 30 años leí muchísimo. No fui, desde luego, un joven culto, pero sí muy leído.

«El año 1968 fue clave, como le decía, en mi vida: en enero empecé a escribir y en ese mes murió el gran amigo de la adolescencia, y poco más tarde me enamoré desoladamente de una hermosa muchacha leve que me llagó más de un año, y luego, a partir de julio y agosto se me revelaron en los meses del movimiento estudiantil varias caras de la política: la crítica y la libertad, el sueño y la tragedia.

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«Estas experiencias, en general muy transformadas, están contadas en mi primera novela (Que la carne es hierba, 1982), la cual, cuando se publicó tuvo cerca de 25 notas y de la que ahora nadie se acuerda. Luego de 1968 decidí no trabajar más para un gobierno de asesinos (mi vida ha sido en las universidades) y la vocación se definió: sería escritor y no abogado. Terminé la carrera en 1972 y nunca volví a abrir un libro de Derecho».

–Al igual que Julio Cortázar, Sergio Pitol y José Emilio Pacheco, usted es traductor, casi, de tiempo completo ¿Cómo influyen los usos de distintos tiempos verbales del francés a su escritura en español?

–No quisiera compararme con ellos, pero luego de haber traducido cerca de 25 libros de poesía, creo haber hecho una obra de traductor. Eso me enorgullece. Aunque he traducido más del francés, creo que siento más, estoy más cerca, me es más afín el italiano. Lo aprendí a los 17 años y muy joven –claro, en broma– solía decir que era un italiano desplazado, porque las bellezas de Italia me llegaban hasta la raíz del alma: ciudades, paisajes, mujeres, poesía, pintura, cine… Dante y Leopardi fueron mis dioses.

«Pero ninguno de los libros de poesía italiana que he traducido me han marcado tanto como los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire, Una temporada en el infierno de Rimbaud o la antología que hice de la lírica de Georg Trakl. ¿Pero hasta dónde pasa algo escrito en otra lengua a nuestra poesía? Es una pregunta que siempre tiene respuestas fragmentarias o insatisfactorias».

–¿Por qué lo inquietó la poesía de Arthur Rimbaud?

–Yo era un joven demasiado pegado a la tierra como para aspirar a ser un vidente y buscar el desarreglo de los sentidos para llegar supuestamente a esa condición. Jamás tuve la ocurrencia de querer ser un ladrón de fuego. Pero la lectura de biografías sobre él y su poesía me afectaban aun en el comportamiento diario, y si lo traducía, aún más. Me volvía agresivo, violento, despreciativo, o más bien, hacía salir de mí esas partes que estimo muy poco en mí. Yo traduje su poesía en prosa (Una temporada en el infierno e Iluminaciones); era la que más admiraba a los 20 años y la que más sigo admirando a los 59.

«Después de los treinta me atraía menos el poeta que el hombre solitario y feroz en Adén y Harar: el joven de los pies de viento y el aventurero sin dirección. Aquel que, quizá sin saberlo muy bien, purgaba una culpa sin cristianismo por los años terribles y ofensivos vividos en Francia, Bélgica e Inglaterra. En Yemen o en Abisinia la civilización era para él o una nostalgia perdida o una palabra sin sentido.

«Rimbaud no fue considerado ni un rebelde ni un subversivo en el curso de su vida; esas designaciones vinieron luego de su muerte. Se olvida que el periodo de rebeldía intratable duró a lo máximo cinco a seis años. Pero, para resumir su pregunta ¿le podría decir una frase de René Char? ‘Si yo supiera quién es Rimbaud, sabría lo que es la poesía, y no tendría por qué escribirla?’”

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–Rosario Castellanos en su poema Telenovela describió con aflicción las desaparecidas conversaciones alrededor del fuego ¿En la posmodernidad la poesía es un acto casi subversivo?

–Quizá ella pensaba en los inviernos fríos chiapanecos en San Cristóbal de las Casas. En la Ciudad de México de mi infancia y mi adolescencia, es decir fines de los cincuenta y los años sesenta, no recuerdo esa suerte de conversaciones. Yo no sé, Mario, si vivamos en la posmodernidad. Yo vivo, por una parte, en un tiempo lineal, es decir, en 2008, en el tercer milenio, cerca de cumplir los sesenta años, edad que me pesa en la espalda como la roca de Sísifo. Por otra parte, sueño o imagino en un mundo paralelo donde pienso que he llevado la vida feliz que no he tenido en el tiempo lineal, y eso me consuela y me alivia. No: en este tiempo la poesía no es para mí un acto subversivo; es simplemente –lo fue antes, lo ha sido siempre– una posibilidad de añadir un poco de belleza al mundo.

–Hablando de «abZurdos», percibo en su ensayística un oficio de cronista de la Izquierda , revisando la antología Nosotros los de entonces (2005), o cuando conmemora la escritura de Operación masacre, de Rodolfo Walsh ¿Qué pasa en usted 40 años después del 2 de octubre en Tlatelolco? ¿Escribe para evitar que la Historia se repita?

–La parte política se me da mucho más en la narrativa, en la crónica o en el periodismo que en la poesía. Está sobre todo en cuentos o en mis novelas Que la carne es hierba y Hemos perdido el reino. El movimiento estudiantil del 68 me volvió un hombre vivamente interesado por la política, pero no soy un político ni un politólogo.

«Mi generación estuvo marcada por dos experiencias que terminaron en dolorosas derrotas, explicables ante el poder de las armas pero humillantes para el alma: el movimiento estudiantil, que terminó con la matanza de Tlatelolco, y la experiencia chilena del socialismo democrático, que terminó el 11 de septiembre con la muerte de Salvador Allende y el ascenso despreciable de una Junta Militar infame.

«Los izquierdistas de mi generación estaban más cerca del experimento chileno que de la Revolución Cubana (…) La historia de cualquier modo y para mal se acaba repitiendo con infinitas variaciones. Lo mío es un compromiso moral; trato simple y sencillamente de dejar un testimonio de la injusticia en un mundo que quisiera mejor y que no sé si alguna vez lo ha sido».

–Para quitarnos el amargo sabor de la derrota, qué delicia saber lo que dicen los escritores entre líneas y copas ¿Cuántos secretos traerían sus memorias entre tabernas y estaciones de trenes? y ¿de su amistad y viajes con José Agustín, Eduardo Lizalde, Juan Gelman, Paco Taibo II, Hugo Gutiérrez Vega, Juan Bañuelos, Javier Sicilia, Eduardo Galeano, Gonzalo Rojas y tantos de entonces?

–A mí me enorgullece la cantidad de amigos que he dejado por el mundo. Yo trato de conservar hasta lo indecible la amistad, pero cuando llego a perder un amigo, no lo lamento. Yo le contestaría con una suerte de aforismos que escribí en un libro llamado Árboles. Uno: “La amistad tiene serios inconvenientes y no pocas incomodidades pero es lo más honorable en las relaciones humanas”, y el otro: “Los lenguajes de la amistad son mucho menos complejos y profundos que los del amor, pero más duraderos”. Esos que usted nombra son amigos verdaderamente entrañables y solamente tengo una mano franca para ellos.

–¿Cuál de sus libros grabaría a Voz viva? ya sea en la UNAM , Entre voces del FCE; Visor o bajo el sello Pentagrama ¿Qué poemas, de usted, debieran ir en una mínima Antología de voz?

–Si fuera un libro, Viernes en Jerusalén (2005); si fuera un conjunto de poemas de 1972 a la fecha –me es muy difícil decírselo– quizá escogería “Declaración de inicio”, “Los poetas modernos”, “Llegada a Roma”, “Mi odio”, un par de “Monólogos”, “Un recuerdo por la bandera de Utopía”, “El país” (1), los dos primeros “Grabados españoles”, “Mi casa hacia 1960” , “Los padres”, “Arles 1996-Mixcoac 1966” , “El forastero en Austria”, “Mi casa quemada”, “Cefalonia”, “Hotel-Dieu”, “Viernes en Jerusalén”, “Pero en serio ¿valió la pena?”, “Lápida”… No sé, quizá la lista debió ser mucho más reducida, y si me hiciera la misma pregunta en algunos meses, muy probablemente la modificaría.

–Ahora que menciona su libro Viernes en Jerusalén, dedica dos poemas, al Parque Forestal y otro a La Moneda ¿Cómo vivió, siendo usted un muchacho, su fallido viaje a Chile en tiempos de la Unidad Popular?

–El poeta Óscar Oliva, que se desempeñaba como director de literatura del INBA, me dijo en junio de 1973 que había una beca de cuatro meses para ir a Chile, si mal no recuerdo, a partir de octubre. Juan Bañuelos viajaría también con otra beca. Dije de inmediato: sí, pero por los infinitos conflictos en Chile, intuía que era un viaje imposible. Y así desoladamente fue. Tardaría 31 años para que conociera Santiago.

–Siguiendo el ejemplo de su libro de entrevistas El poeta en un poema (1998) ¿Nos hablaría “Entre dos plazas”? ¿Sus viajes al Sur le producen una angustia parecida al poema en cuenta regresiva que escribió Gonzalo Millán?

–Recuerdo el 11 de septiembre de 1973. Fue un día depresivo para mí. Desde la mañana me la pasé oyendo la radio y viendo la televisión. Mucho de lo que no veían o sabían los chilenos lo sabíamos en el exterior. Esperaba la reacción del pueblo chileno. Creí que buena parte del pueblo estaba armado. Pronto me di cuenta que no.

«Cuando avisaron de la muerte de Allende no lo podía creer. Por muchos años creí que no se había suicidado sino había muerto por las balas del ejército. Cuando en noviembre de 2004 entré al Palacio de la Moneda sólo fue para imaginar lo que pasó ese día. Me sorprendió a la entrada que los carabineros no me apuntaran sino me revisaran con un detector. Como no se podía entrar a las oficinas daba vueltas en el Patio de los Naranjos. Me señalaron donde estaba el despacho de Allende.

«De pronto empecé realmente a sentir miedo. Empecé a imaginar a Allende dirigiendo las operaciones y veía llegar los aviones y a mirar la caída de las bombas y luego el fuego y las humaredas. Los tanques rodeaban el palacio presidencial. Y me vinieron entonces los recuerdos de la noche sudamericana (así la llama Juan Gelman) de los años setentas y de la Yugoslavia de los noventas y empecé a decirme: “La historia se repite, la historia siempre se repite para mal”. Lo demás sólo fue producto de una realidad modificada.

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«Al salir y cruzar la Plaza de la Constitución me puse a creer y a sentir que los soldados iban detrás y –lo más importante para el poema– que en la huida se caía “el cuaderno de los sueños”, es decir, la pérdida de la utopía, o si se quiere, al menos en ese momento, de la posibilidad de una nueva vía al socialismo.

«Cuando llegué a la Plaza de Armas pensé lo que significaba en 1973 la caída de Allende y la derrota de los millones que creímos en él. Como sabe, en la Plaza de Armas de Santiago están el correo y la catedral. Quise en el poema dar en dos imágenes, mirando esos dos edificios, la desolada escena de la derrota: “En el aire las cartas vuelan como palomas que no saben dónde ir. Un Cristo en llanto sale de la catedral”. Yo, sentado en medio de la plaza, veía los ceibos y la tarde se volvía roja –sangrienta– como las flores del ceibo.

«Traté poco a Gonzalo Millán pero hubo una relación muy querible. Nos tocó varias veces estar en mesas redondas o en lecturas en Santiago, en Ciudad de México y en Aguascalientes. El año anterior a su muerte vino con María Inés Zaldívar a México. Poco antes de morir me escribió un correo muy afectuoso agradeciéndome que me preocupara por su salud. Cuando muere alguien querido se siente que le arrancan a uno un pedazo del alma. Su libro sobre su enfermedad terminal (Veneno de escorpión azul) es impresionante porque está contado con distancia, lo cual lo hace mucho más emotivo. No, no pensé en nada en su poema de la cuenta regresiva al escribir Entre dos plazas, o si así sucedió, fue de una manera inconsciente. Lo que cuenta él es una tragedia personal y la tragedia de un país; lo mío es una angustia verdadera pero una vivencia imaginaria por la tragedia de decenas de miles de chilenos».

–En Confabulario y La Jornada Semanal publicó un par de extraordinarios ensayos sobre la desconocida amistad de Neruda & Alfonso Reyes; y el Neruda clandestino (de José Miguel Varas) Cuando usted lee a Neruda ¿Prefiere hacer crítica literaria o abordar la contigüidad psicobiográfica? o ¿la simbiosis de ambas?

–Neruda es un gran poeta tanto en verso como en prosa. Su libro de artículos (Para nacer he nacido) y sus memorias (Confieso que he vivido) son tan bellos como los Veinte poemas, las Residencias, gran parte del Canto General, Los versos del capitán, Estravagario y Memorial de Isla Negra. ¡Cuánto diera por escribir esa prosa deslumbrante o tener la capacidad metafórica de Neruda para transformar el mundo y crear un nuevo mundo en un orbe verbal! Creo que soy de los pocos que leí y he releído su vastísima obra poética, aun sus libros panfletarios.

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«Lorca, pero sobre todo él, fueron fundamentales en mis inicios, salvo una diferencia: Neruda, a diferencia de Lorca, es de hecho infinito. Para mí es el mejor poeta de occidente del siglo XX, y mire, que admiro muchísimo a Huidobro, a Vallejo, a López Velarde, a Paz, a Sabines, a Eliot, a Drummond, a Elytis, a Ritsos, a Montale, a Ungaretti, a Perse, a Cernuda.

«Sobre Neruda escribí, además del estudio que usted nombra, cuatro ensayos, que tienen algo o mucho que ver con México, los cuales están en el libro Los resplandores del relámpago (2000): “Los poemas mexicanos de Pablo Neruda” (el que más me satisface), “El libelista Neruda”, “Dos grandes almas latinoamericanas” (que es su relación con el gran músico Silvestre Revueltas), y “Los últimos días de Pablo Neruda”. He escrito no sé cuántos artículos y notas y reseñas sobre sus libros y sobre lo que se ha escrito sobre él. Escribí un poema en forma de diálogo Conversación imaginaria con Pablo Neruda, que alguna vez leímos juntos en Santiago, en la feria del libro, Gonzalo Millán y yo. Uno, frente a Neruda, se siente un villorrio o un pequeño pueblo frente a quien es un orbe literario».

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* Periodista.
El texto transcrito se publicó originalmente en el diario digital chileno www.elclarin.cl. Se reproduce aquí por gentileza de su autor.

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