Una de vampiros, el entretenimiento y la realidad

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Rivera Westerberg

Cuando los tiempos venían borrascosos o, peor, pasaban de largo tras los ayes y crujir de dientes, la especie humana solía consolarse por la magia y consultar augures para enfrentarlos; es decir: buscaba una explicación al infortunio e intentaba fijar un derrotero para superarlo. La civilización erradicó la magia –o casi, más bien la reemplazó– y cambió el augurio por el cálculo que permite planificar. Pero no para todos, que levemente fuera de su eje el modo antiguo de pensar está vigente.

a magia, antaño una ciencia esotérica, suerte de física sagrada, resiste en los restos de su naufragio merced a hechizos de amor, "limpìas" de casas y presuntos mal de ojo; los oráculos terminaron por desaparecer –con los últimos dioses sociales– allá por el XVII o XVIII en la Europa que descubrió el culto a la razón y hurgar el futuro quedó reservado a la lectura amable del horóscopo o la bastarda utilización de caracolas, runas y arcanos del Tarot.

Lo que no quiere decir que temores, curiosidad y otros modos, distintos a los de nuestra época, de intepretar y actuar sobre la naturaleza hayan muerto. Antoine-Laurent Lavoisier tuvo más razón de la que creía cuando afirmó que nada perece, que todo se transforma; es, también un vivo ejemplo de su aserto, aunque de una manera que jamás concibió: mandó a la alquimia en boga al cajón de las supercherías y él mismo fue sepultado sin cabeza tras su decapitación en los llamados "días del terror" que tanta sangre hizo correr cuando la Revolución Francesa.

Presencia de la sangre

Es que la sangre cruza, une y separa –a veces simultáneamente– la aventura de nuestra especie. Con una metáfora bíblica la describen como el mar rojo que es menester atravesar para acceder a otra vida; como el verdadero elixir de la vida la define Paracelso. Por eso en otras épocas el guerrero rendía su último tributo al enemigo bebiendo su sangre; oscuramente comprendía la diferencia entre combate y asesinato; el primero debe ser festejado y recordado, el segundo permanece en la oscuridad y carece de celebración y homenaje: es castigado.

Ajenos a estas disquisiciones los "gurúes bélicos" de la actualidad la hacen brotar como si jugaran junto a un manantial inagotable. Sólo que mientras el guerrero la derrama con sus manos, vibrando con la agonía del derrotado, las tropas mercenarias o ignorantes de por qué luchan en este entrado siglo XXI lo hacen a distancia, maquinalmente –porque se sirven de máquinas para lograrlo–. Serán, sin duda, castigados por ello.

Y, sin embargo, pese a ser una "commodity" más, como en el lejano antaño la sangre tiene hoy usos mágicos y augurales, aunque por vía negativa. No para encontrar consuelo, tampoco para escudriñar lo que vendrá; al contrario: hoy es panacea para no ver lo que sucede y para no vislumbrar la posibilidad de un camino futuro. La sangre es sucedáneo –o requisito– del olvido incluso de actos que todavía no se perpetran, partiquina en la magna función del entretenimiento que nos sorbe el seso. No es gratuita la ola vampírica que lame la conciencia juvenil en forma de películas y relatos escritos.

Criaturas de la noche

La información es escueta. HBO –canal pago de los sistemas de TV cable y satelital– estrenará el 18 de enero para América Latina la serie estadounidense (¡no faltaba más!) True Blood (Sangre verdadera). Sus personajes son vampiros librados de la obsesión de andar mordiendo personas gracias al invento de un tipo de sangre sintética.

En EEUU, donde la serie se estrenó en setiembre próximo-pasado, se la juzgó excelente. Y debe de serlo, allá saben muy bien –aunque no son los únicos– cómo alimentarse de sangre ajena. Está basada en una novela mediocre Southern vampire, de Charlaine Harris, y la produce un señor Alan Ball.

Así como el chiste suele esconder su rastro de crueldad, del mismo modo la ficción esconde un cierto reflejo –a veces sublimado, cierto– de lo que en verdad sucede allí donde se la produce.

Una vez más la "industria" del entretenimiento se juega desde la realidad que es el derramamiento universal de sangre para transformarlo en actividad que se sienta inocua y sea divertida.

El primer gran vampìro de la literatura moderna, el Conde rumano que conocimos a través de las cartas que son la novela de Stoker, caminó por un Londres donde se venía chupando por generaciones y sin misericordia la sangre de obreras y obreros, mientras los vampiros contemporáneos de la serie, no podía ser de otra laya, caminan aparentemente libres gracias a la "globalización" –la sangre sintética se inventa en Japón.

Quién sabe, alguna vez el anónimo autor que son los pueblos volverán a esgrimir crucifijos –o medias lunas o metralletas– para clavar la estaca simbólica en estos diferentes vampiros concretos del mundo real.

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