Uruguay: La diáspora de un país de inmigrantes

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Nicolás Grab*
El Uruguay formado por inmigrantes sufrió un transformación traumática al convertirse en el país de origen de una diáspora. Mantuvo por largo tiempo criterios y normas que se concibieron para realidades distintas por completo, y todavía le falta completar su ajuste a la nueva situación.
Eric Hobsbawm, extraordinario historiador de la era contemporánea, respondió una vez a la pregunta de cuál fue, a su juicio, el hecho de mayor trascendencia histórica del siglo XX. No mencionó las dos guerras mundiales ni el nacimiento de la era atómica. Ni el fin de los imperios coloniales, ni la confrontación de la Guerra Fría. Tampoco el estallido de la tecnología, la producción, la información y las comunicaciones, ni la globalización. No; dijo que el siglo XX probablemente sería recordado ante todo por sus acontecimientos demográficos: la evolución extraordinaria de la población mundial y sus consecuencias.

Esto sorprende porque lleva a segundo plano todos los hechos que en su tiempo se vivieron como más extraordinarios. La trascendencia histórica de un acontecimiento se refiere a su proyección en el futuro y sus derivaciones en germen; y el vaticinio de Hobsbawm contiene toda una lección en el ejercicio bien difícil de ponderar las cosas con perspectiva. ¿Cuántas veces hemos visto los veteranos, a lo largo de nuestra vida, que un hecho se proclamara como el umbral de una era totalmente nueva? La bomba de Hiroshima, la fundación de las Naciones Unidas, la píldora anticonceptiva, el trasplante de órganos, el SIDA, la caída del Muro de Berlín, el ataque contra las Torres Gemelas de Nueva York….

Y bien: sería interesante plantearnos, recogiendo la lección que lleva implícito el dictamen de Hobsbawm y situándonos en nuestra escala reducida, la misma pregunta respecto del Uruguay: ¿cuál fue el hecho de mayor trascendencia histórica del siglo XX en este rincón del mundo?

Por supuesto que corresponde a otros responder a semejante pregunta. Pero, sin más credenciales que la de haber sido testigo de ese siglo XX uruguayo durante un 60% de su duración, me atreveré a aventurar una hipótesis aunque solo sirva para que la refuten quienes pueden hablar con más autoridad. El hecho de mayor trascendencia histórica del siglo XX en el Uruguay tal vez haya sido la transformación de un país de inmigrantes en el país de origen de una diáspora.

Que el Uruguay era un país de inmigrantes fue siempre una verdad demasiado obvia para buscarle demostraciones. El territorio apenas tuvo, hasta avanzado el siglo XVIII, más pobladores que los indígenas que después fueron exterminados. La inmigración europea, aunque irregular y por oleadas, fue impresionante en todo el siglo XIX, y en 1860 más de un tercio de la población total era extranjera.

Pero el inmigrante típico cambió profundamente en el novecientos. Antes, en el siglo XIX, el inmigrante había sido esencialmente un extranjero. Buscó prosperar y lo logró en tal grado que controló prácticamente la economía del país: más de la mitad del valor de todos los inmuebles llegó a pertenecer a extranjeros, incluidos los campos. Pero esos inmigrantes optaron masivamente por mantener su condición de extranjeros y no nacionalizarse. En ese Uruguay que hasta el último tercio del siglo fue un país caótico con un Estado impotente, el inmigrante prefería el amparo de su bandera y de su cónsul dejando a las familias patricias (venidas algunas generaciones antes) el monopolio total de la política, sin inmiscuirse en sus querellas y sus guerras civiles.

Aunque estas caracterizaciones puedan ser una reducción a la caricatura, es indudable que el inmigrante típico del siglo XX asumió una actitud diferente, porque era distinto el país que encontró. Llegó a un país formado y estable, organizado y orgulloso pero abierto a recibirlo, y se vinculó con esa sociedad por lazos de otra naturaleza. Fuera español o armenio o centroeuropeo, cultivó la relación con sus coterráneos y no dejó de ser el tano o el judío o el gallego, pero tramitó en cuanto pudo su Carta de Ciudadanía y se sintió parte de ese Estado, ligado a él por el más fuerte de todos los sentimientos posibles de vínculo entre una nación y su gente: la satisfacción íntima y orgullosa de integrarla. Se forjó así un país que parecía consustanciado con esta peculiaridad. Un país en que Maracaná o las elecciones movían y conmovían a todos por igual, y al mismo tiempo los inmigrantes se distribuían en una profusión tal de clubes y sociedades que las había hasta por provincias de España y regiones de Italia, entrecruzadas con las afinidades políticas. Las radios trasmitían una cantidad inverosímil de programas en idiomas diversos, que las colonias respectivas no se privaban de mantener. Y esas colonias eran tan numerosas que un catalán, un libanés o un húngaro podía resolver todos sus asuntos (comprar pan, transportar sus muebles, cortarse el pelo o lo que fuera) recurriendo a sus coterráneos y hablando su idioma. Puedo dar fe.

Pero también en el siglo XX el último tercio marcó un cambio, y su profundidad fue mucho mayor aun. El péndulo osciló brutalmente. Cuando en 1971 el Frente Amplio lanzó en su primera campaña electoral la consigna "Hermano, no te vayas: ha nacido una esperanza", ya hacía tiempo que funcionaban clubes uruguayos en Toronto y en Sidney. La emigración entre 1963 y 1975 se ha estimado entre 220.000 y 290.000 personas: solo en esos años se fue, como mínimo, uno de cada 13 habitantes del país. Los uruguayos que emigraron solo en 1974 fueron más que los habitantes de la ciudad de Paysandú. Solamente a Australia se fueron ese año 10 uruguayos por día. Y hoy los residentes uruguayos en el exterior son más de 550.000.

Quinientos cincuenta mil emigrantes significan que hay un uruguayo emigrado por cada seis que residen en el país. En ese "Departamento 20" de la diáspora viven más uruguayos que al norte del Río Negro. Si la diáspora fuese de verdad un departamento más, elegiría 14 diputados.

Sicólogos y sociólogos han enfocado en detalle las peculiaridades sociales e individuales de los emigrantes. Pero sus elementos manifiestos y típicos, que tienden a ser generales en todo el mundo, son notorios. El emigrante adopta en su nuevo entorno algunos rasgos que pueden no haberlo caracterizado en su ambiente de origen: ante todo, una disposición excepcional al esfuerzo, el sacrificio y la frugalidad, que puede combinarse con aspiraciones ambiciosas a largo plazo. Esta actitud, que en tiempos lejanos fue tan patente en el Uruguay en almaceneros armenios, guardas de ómnibus gallegos o quinteros italianos, la presentan desde hace décadas con la misma evidencia los emigrantes uruguayos en Málaga o en Nueva Jersey.

Establece el artículo 73: "El Ministerio de Relaciones Exteriores, a través de la Dirección General para Asuntos Consulares y Vinculación, tendrá a su cargo la coordinación de la política nacional de vinculación y retorno con la emigración. Planificará, programará y ejecutará dicha política en el exterior a través del Servicio Exterior de la República, el que considerará especialmente las sugerencias que al efecto emitan los Consejos Consultivos en cuanto fuera pertinente."

*Publicado en vadenuevo.com.uy

 

 

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