Capitalismo, cultura, negocio, internet: ¿ha fenecido la «era del acceso»?

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Como no pocos de los entusiastas de las transformaciones posmodernas, a inicios del siglo XXI Jeremy Rifkin propuso en su obra TheAge of Access una serie de ideas que replanteaban las condiciones del triunfo del “capitalismo cultural” luego del ciclo histórico del mercado. Habíamos arribado al fin a un punto en que las nuevas circunstancias de mercantilización invertían la representación del objeto-mercancía.
| JORGE ÁNGEL HERNÁNDEZ.*

 

Así, según sus tesis y a diferencia de como ocurriera en la era industrial, el producto representaba a la imagen, una vez que las marcas definían calidad y cualidad de las compras. Y aunque esto es cierto, no ocurría de igual modo con las condiciones del capitalismo, que solo se disponían a adaptarse al emergente impacto tecnológico y emprendían de inmediato el giro que las reacomodara, desde esos nuevos escenarios de redes globales, al ciclo reproductor del capital. 

 

Lo que sí estaba aconteciendo era una nueva ola de empresarios jóvenes cuya virtud consistía en conocer los intersticios de la revolución tecnológica y usarlos aceleradamente para su beneficio.

 

La empresa tradicional estaba, desde ese punto de vista, atrasada, acostumbrada a fetichizar la imagen por medio del producto. Y centralizar desde su fábrica el producto. Un auto Ford era un objeto que solo la Ford producía. Pero la transnacionalización globalizada redujo esta responsabilidad a producir etiquetas y, cuando más, alguna pieza clave, fueran autos, ordenadores, ropa o enseres domésticos lo que se fabricaba.

 

Al no observar con esta perspectiva el fenómeno, Jeremy Rifkin se incluía en la tradición que pretendía rescatar el “capitalismo cultural”, de Weber a Bell a otros muchos teóricos de la postmodernidad.
Para Rifkin, un desafío de la Era del Acceso sería “restaurar un equilibro adecuado entre el ámbito de lo cultural y el de lo comercial”, pues le preocupaba que, a diferencia de las relaciones anteriores, donde, según él, lo cultural precedía a lo comercial, el monopolio de acceso a la cultura se estaba dedicando a generar el comercio como fuente del comportamiento, como valor cultural.

 

Si la esfera comercial devora a la esfera cultural, advierte Rifkin, quedan en peligro “los fundamentos de las relaciones comerciales”. Es decir, el repentino impacto participativo pone a prueba las bases esenciales del capitalismo. 

 

A juicio del propio Rifkin, la nueva comercialización cultural se transforma por completo en entretenimiento, pues el acceso masivo a las redes deja de tener un valor de producto para convertirse en un ofrecimiento de servicios.

 

¿La información y la cultura convertidas en servicios, como antes de la expansión de la sociedad de redes de la internet han sido objetos-mercancía? ¿Qué se cambia en la Era del Acceso que ponga en crisis al capitalismo?

 

Rifkin describe el panorama de este modo:
“Avanzamos hacia un nuevo período en el cual se compra cada vez más la experiencia humana en forma de acceso a múltiples y diversas redes en el ciberespacio. Estas redes electrónicas, en las cuales un número creciente de personas basan buena parte de su experiencia cotidiana, están controladas por pocas y muy poderosas compañías multinacionales de medios que son las propietarias de los canales de distribución mediante los que nos intercomunicamos y que controlan gran parte de los contenidos culturales que configuran las experiencias de pago en un mundo posmoderno.” 

 

El planteamiento entre las fuerzas del comercio y las posibilidades de democratización y retransmisión de la cultura, con libre acceso y libre poder de exhibición, ha dado un giro hacia la lógica del capital y ha puesto a esos monopolios de la industria cultural a legislar a su favor. El punto de vista del capitalista ha demostrado hasta qué límites ha de llegar el orden que la cultura debe ocupar en el devenir social y, sobre todo, cuántas son sus posibilidades de reconvertir las perspectivas de democratización que las redes de acceso pudieran ofrecer.

 

Apenas una década después de que el siglo comenzara con encumbradas fanfarrias que proclamaban el advenimiento de la «era de la información», el punto de vista del capitalista reclama el terreno que había dejado yermo, una vez que está siendo cultivado por entes que pretenden cambiar sus fuentes de financiamiento. Se pretendía que la propiedad se haría superflua, que las tecnologías que ofrecían las autopistas del ciberespacio, desplazaran la esencia de la propiedad hacia la compartimentación masiva y espontánea.
La más socorrida palabra de las redes sociales de la internet es compartir (share), lo que genera una espejismo de democratización. 

 

Pero tanto las tecnologías como sus geografías expansivas son propiedad, y asimismo los contenidos que en ellas se intercambian. El mapa de interconexión sigue dejando fuera periferias, no solo aquellas sin acceso absoluto a las redes, sino además quienes acceden bajo analfabetismo tecnológico funcional o, incluso, con alfabetización elemental.

 

A esto se suman los niveles y tradiciones culturales, y educativas, de los internautas. La opinión pública que rige el panorama digital se halla mediada, también, por intereses de las grandes compañías que necesitan ocupar ese espacio para su propio beneficio. Menos de un veinte por ciento las poseen y controlan sus flujos de intercambio. 

 

Jeremy Rifkin lo decía claramente en esa obra desde el mismo comienzo del siglo XXI:
“No hay precedentes en la historia de este tipo de control tan amplio de las comunicaciones humanas. En la era que viene las gigantescas agrupaciones de compañías de medios y de proveedores de contenidos se convierten en los vigilantes que determinan las condiciones y los términos en los que cientos de millones de personas se aseguran poder acceder entre sí.
«Se trata de una nueva forma de monopolio comercial global, ejercido sobre las experiencias vitales de un amplio porcentaje de la población mundial. En un mundo en el cual el acceso a la cultura esté cada vez más comercializado y mediado por las corporaciones globales, la cuestión del poder institucional y la libertad resulta más importante que nunca.” 

 

Esa importancia se traduce en reparto del ciberespacio, en un nuevo proceso de conquista que será validado mediante el control del ejercicio de la ley de propiedad y, sobre todo, de la posesión de derechos de propiedad intelectual.

 

Lejos de reemplazar la propiedad por la participación, como lo suponía Rifkin, el uso de las geografías cibernéticas se transforma en un entramado de redes comerciales. Si bien se concurre libre y espontáneamente, de inmediato es patente que hay un mundo vedado por las convencionales relaciones mercantiles, aunque las autopistas sean en efecto distintas y plurales.

 

Del mismo modo en que el paganismo grecolatino cometía al ciudadano a la vigilancia de múltiples dioses, para cada gesto de sus vidas, el ciberespacio cuelga sobre el internauta el sempiterno peligro de ser demandado por la ley. 

 

Las redes de libre acceso, como pudieran ser las calles, se han estado dotando de comercios que estarían al alcance solo de aquellos que puedan permitirse el pago. Ahora bien, mientras que, cuando compro en un DVD una película, puedo prestarlo, o regalarlo, a quien desee, pues ha pasado a ser de mi exclusiva propiedad, no me está permitido hacerlo en la red de redes, y no se considera que ese objeto, adquirido en acto comercial legítimo y legal como unidad, pueda pasar gratuitamente a manos de otro, también como unidad.

 

Para las empresas del entretenimiento, la red de redes digital adquiere el mismo valor que la naturaleza para los monarcas, de ahí que consideren que una unidad deba ser pagada en todas y cada una de sus reproducciones y, para la era digital, en todas y cada una de sus representaciones. Como la muestra en red socializa el producto, las compañías necesitan absolutizar el alcance del derecho. 

 

Se trata de un esfuerzo eficiente de recuperación de la lógica del capital, la cual solo puede reproducirse a través del ciclo de alienación del empleado. Pero, en tanto el usuario del ciberespacio no es precisamente un empleado de los monopolios del entretenimiento, se hace imprescindible convencerlo de que no es propietario del producto ni, por consiguiente, tampoco la cultura le pertenece en propiedad.

 

Para Rifkin, la cultura es anterior al comercio y, aunque reconoce que apenas el 20% de la humanidad consigue formar parte de este en el ciberespacio, anuncia un nuevo desplazamiento de ambos elementos con la Era del Acceso. Pero el acceso está siendo dominado por los monopolios y, también contrario a lo que él mismo exponía en otra obra, el mundo del trabajo sigue presentando su perfil de explotado.

 

Slavoj Žižek le señalaba su paso acelerado de la sociedad industrial a la “posindustrial”, además de su supina ignorancia de la explotación laboral, y mercantil, aún en el ciberespacio. Así, según apunta Žižek, “lejos de desaparecer, la producción material sigue entre nosotros”. 

 

La Era del Acceso, de Jeremy Rifkin, se suma así al conglomerado de obras que, ante las posibilidades de transformación que la tecnología anunciaba, inquirían un nuevo escaño de legitimación para el capitalismo, avocado ya a la crisis que hoy estremece al Orbe.

 

Afincado en la más heterodoxa tradición weberiana, aunque mezclado con los químicos del sirope finiquitador posmodernista, aportó, precisamente, ilusiones.

 

Si apenas una década después las condiciones de dominio de los contenidos de la red de redes las convierten en perdidas ilusiones, importa poco a aquellos exégetas del “capitalismo cultural”, pues siempre habrá sellos editoriales que pongan en comercio el producto libro y, con él, el sublime ejercicio de expresar ideas, que bien pueden pagarse, a fin de cuentas.
——
* Escritor.
En http://www.cubarte.cult.cu
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