Chile, setiembre: hablando de recuerdos a ellas no se las olvida

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La documentación al alcance señala nueve jóvenes mujeres embarazadas prisioneras de las fuerzas de la dictadura militar-cívica en Chile que nunca más aparecieron. Tampoco sus hijos. No se conoce castigo específico a ninguna bestia por esas muertes, al menos dieciocho. Pensar en ello es una llave para recobrar —o recuperar— la memoria; que es lo que hacen Róbinson Avello y otros artistas en el barrio Yungay. | MAGALÍ SILVEYRA.*

 

Sobre la Autopista Norte-Sur, en la Alameda de Santiago, una plazoleta aislada —cedida por el gobierno— alberga una estructura liviana que es el único memorial físico dedicado a sus nueve nombres —que debieran ser a lo menos dieciocho. Quizá el fatal listado deba corregirse con el tiempo, es muy probable que hayan sido más de nueve las desaparecidas en estado de gestación.

 

Más, porque no consta en los escasos registros de las cárceles, campos de concentración y centros clandestinos de tortura y asesinatos detectados datos sobre el estado físico de las mujeres apresadas y luego «desaparecidas»; ni siquiera hay constancia de todos los que fueron detenidos, envenenados, fusilados o sucumbieron sobre la mesa de tortura.

 

Un viejo muro, sobreviviente de lluvias y terremotos en el Santiago Viejo —barrio Yungay, calle Erasmo Escala al llegar a García Reyes— sirve hoy de asiento a un mural que recuerda a las mujeres embarazadas y sus hijos nonatos masacrados por la dictadura. Dirigió la realización del mural el artista plástico Róbinson Avello.

 

Resulta al menos curioso que en ninguno de los «defensores de la vida» desde el «instante mismo de la concepción» —muchos hombres y varias mujeres actualmente jubilados o todavía en el gobierno, en municipios, en el Parlamento, en la burocracia pública, en la educación— que en los días de la dictadura la refrendaban a los gritos o trabajando en sus estructuras, nunca haya dicho una palabra sobre los crímenes que el mural del barrio Yungay recuerda.

 

Acaso esos niños que no fueron jamás merecieron su testaruda e hipócrita voz porque iban a ser hijos de aquellas y aquellos a quienes ellos y ellas —o sus padres— persiguieron hasta quitarles la vida.

 

Peor, si cabe, es el caso general de quienes «movidos por los más altos intereses de la patria» pactaron con la dictadura para sucederla: fueron los primeros en querer olvidar y buscar que los demás olvidaran. De no haber —convenientemente— olvidado, ¿habría sido el que fue el presidente de la regresada democracia formal en 1990?

 

La memoria a veces se convierte en un guerrero invisible que como un mito de otras épocas nunca deja de vigilar. Puso la mirada esta vez en los pinceles de un artista que dejó el caballete y el moroso terminado de la obra para recuperar la vergüenza del país —y bien puede que también como homenaje a su propia primera formación en la Escuela de Educación Experimental Artística, cuya agonía comenzó con el primer bando de la dictadura en 1973, y que en la actualidad arrastra su muerte por los arrabales de Santiago.

 

Y ahí están esas detenidas-desaparecidas, como en un tiempo suspendido en el barrio Yungay. No pocos colaboraron en la realización del mural; Alexandra Acuña, por ejemplo, que cantó para ellas en plena calle —quién sabe, puede que recordando los días en que fue eximia artista amada en la Nicaragua sandinista (donde dejaron la vida, pero de otro modo que las retratadas en el mural, los que cayeron en combate).

 

No fue la única en llegar. Nadie intenta demostrar o probar cosa alguna. La calle, al fin, es el lugar de los pueblos, y en la calle muestran simplemente lo que son.

 

Esas nueve mujeres, empero, es posible que no hayan muerto inocentes y en vano; yerran quienes piensan que quienes batallan por las ideas y el futuro son plantas de invernadero para solaz de los ociosos: ahí están, en las calles, apaleados y gaseados sus herederos: los estudiantes que recién vienen a enterarse que en Chile hubo antes que ellos otros que lucharon.

 

La memoria no es un tallo a cortar. Al final de cuentas los pueblos no son domesticables. Los pájaros —negros o no— mueren en prisión.
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Nueve nombres, nueve jóvenes mujeres desaparecidas con sus hijos:
Jacqueline Drouilly
Nalvia Rosa Mena Alvarado
Ximena Delard Cabezas
Gloria Esther Lagos Nilsson
Elizabeth Rekas Urra
Cecilia Bojanic
Michelle Peña Herreros

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