Conducta a contrapelo de los tiempos

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Las olimpíadas recuerdan cosas —quizá porque vienen de lejos en el tiempo—; recuerdan, por ejemplo, que no todo es competencia, y que incluso la competencia requiere de la solidaridad. Que gane el mejor está bien, pero en igualdad de condiciones. ¿Quién asegura esa igualdad?

 

Entre personas solas nadie o eso que llamamos «espíritu humano». Al fin y al cabo la competencia es una suerte de guerra privada, y a la guerra se va con respeto. Nunca —y es lo que ha olvidado nuestra contemporaneidad— contra uno más débil: no habrá honra en derrotar al que está perdido antes de comenzar.

 

El afán de ganar a toda costa que se inculca desde la más temprana infancia no solo es una estupidez. Es anunciar la derrota futura. La imagen que vemos, en cambio, refleja lo mejor que somos. Aunque no esté a la moda.

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