Daniel Pizarro/ Nosotros, la clase media

1.949

Ella es pálida.
Exangüe, digo yo.
Se levanta a la cinco para hacer pan amasado que lleva a la oficina, donde todos la quieren.
Ella está separada hace poco.
Vive en uno de esos edificios de veinticinco pisos cerca del centro.
Con tres hijas de doce a cuatro años.
La niña del medio no quiere crecer.
El jefe la llama a su oficina, y ella no para de hablar. Digo yo, que la observo entre las persianas moviendo los brazos y la boca, gesticulando.
Yo me apasiono con el trabajo. Dice ella.
Ella aprende de su jefe calvo, que sabe ser severo y sabe contener. Qué sabe cuándo y cómo, y señala un camino.
Ella estudia un MBA de finanzas, para seguir aprendiendo.
No descansa los sábados pero está feliz. Me dice ella.
¿Cuándo nos tomamos un café?, me pregunta.
Al otro día se olvida, le cambia el ánimo, me habla de los hurones. Uno es regalón y el otro salió huraño. Duermen con las niñas, van de una cama a la otra toda la noche.
Me cuenta: me fracturé la tibia haciendo taekwondo.

Ella trabaja demasiado. A veces se ausenta varios días y nadie sabe por qué.
Ella pide licencias médicas.
Ella no se entiende con el ex. Digo yo, que al pasar la oigo discutiendo de platas por teléfono, ahuecando una mano sobre el auricular.
Nosotros, la clase media, me dice.
Ella es minuciosa en el trabajo, ella se defiende a su manera.
La niña del medio no crece por un tumor en la hipófisis.
Ella la controla cada tanto, nadie le pregunta si el tumor es maligno.
Cada uno es como es, le dice ella a la niña chapada en carne.
El ex marido tiene régimen de visitas.
Ella vive en el piso diecinueve, sin miedo a los temblores.
El sábado en la noche se junta con las amigas, comparten un picoteo, no paran de reírse. Dice ella.
A las cinco del lunes se levanta a preparar un kuchen de manzana o de nueces.
Todos la quieren en la oficina.
El jefe la anima a estudiar, a seguir adelante.
Ella me cuenta: uno de los hurones –el más loco– se metió a la cocina y trepó hasta la ventana, que esa tarde había quedado abierta.
Los niños que jugaban abajo lo vieron rebotar en los estacionamientos.
Ella los amenazó: Pobre del que diga algo a las niñas.
Todos asintieron con la cabeza.
Al día siguiente subieron al departamento y pegaron en la puerta montones de papelitos de colores con frases para las niñas. Como un réquiem para el hurón. Digo yo.
Se armó una fiesta, dijo ella, y nadie dijo nada del hurón muerto.
Ella estaba radiante. Me dijo.
Eso dijo.

*Publicado en Politika

También podría gustarte
Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.