Una larga faja de injusticias: la muerte de los hermanos Carrera y de Manuel Rodríguez

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fusilaVicente Pérez Rosales era un niño cuando fue llevado a ver el fusilamiento de los Carrera, así lo testimonia en Recuerdos del pasado:
«¡…Había yo de servir de valla al tétrico recinto donde debían de ser fusilados los íntimos amigos de mi familia, don Luis y don Juan José Carrera!»
El mismo Vicente hubiera podido ser uno de los fusileros. | VIRGINIA VIDAL.*

 

Dice que los hijos de los chilenos desterrados en Mendoza, escolares de arriba de diez años, por orden del gobernador Toribio Luzurriaga, recibieron instrucción militar para el servicio ordinario de la guarnición de la plaza. Las autoridades mendocinas escogieron a unos cuantos niños para formar el pelotón y alistarlos para asesinar a sus compatriotas.
A última hora, se cambió esta decisión, pero los pequeños escolares hubieron de presenciar el asesinato.

 

Alcanzar la verdad sobre  las muertes de los hermanos Carrera y de Manuel Rodríguez –sin contar a otros patriotas— es un intento de llegar a las raíces de la infamia y la crueldad que nos han asolado. Tras esos asesinatos hay una red de resentimientos, venganza y discriminaciones de toda laya que ha impedido esclarecerlos y los ha convertido en una suerte de tabú.

 

Javiera Carrera, a espaldas de José Miguel, quien ha ido a Estados Unidos con el fin de armar una flota, urde el plan de dar un golpe contra las autoridades en Santiago de Chile y apoderarse del gobierno. Para ello, su hijo mayor Manuel de la Lastra, sus dos hermanos, y otros patriotas viajarán clandestinamente a Chile. Pero de nada les sirven los disfraces. Juan José y Luis son detenidos y acusados de conspirar e intentar el asesinato de O’Higgins y San Martín. Van a dar a prisión en la cárcel de Mendoza. Luego, son sometidos otros integrantes del grupo.

 

En cuanto toma conocimiento de ello, don Ignacio de la Carrera dicta una carta para su hija señalándole lo descabellado e insensato del plan. La misma reacción tiene José Miguel al conocer tales propósitos y dice a su amigo Pedro Nolasco Vidal:
«Mis hermanos se pierden. No son hombres para estas empresas. No tienen ni discreción ni recursos ni es ésta tampoco la época».
Le cuesta creer que Javiera impulsó semejante idea. Pero es incapaz de recriminar a sus seres amados. Tuerce su propio rumbo y diseña un plan de emergencia.

 

Javiera, la primera en saber la prisión de sus hermanos, sin disimular la zozobra, le avisa a José Miguel, el veintiséis de agosto de 1818: «Quisiera con mi vida ahorrarte la noticia que te voy a participar. Nuestro infeliz Luis dicen que está preso en Mendoza con dos barras de grillos». A los pocos días debe comunicarle:

 

«Después de innumerables pasos he descubierto la idea del Director. No quiere juzgar a mis hermanos aquí; quiere que los juzgue San Martín o los demás, que todo es lo propio. ¿Cuál será la suerte de esos desgraciados?
«Trabajo incesantemente por mover a tres individuos del Congreso en mi favor, y haré por mí una enérgica presentación, pidiendo, como debo, que se les traiga aquí, se les oiga y castigue si son delincuentes; pero como en nada tengo suerte, puede que no lo logre, pero me quedará el consuelo de hacer lo más posible.
«Ya mis pies son sangre y ojalá que la de mis venas fuese la suficiente a salvarlos. Juan José tiene otras dos barras de grillos. Dios te conserve a ti feliz y libre y no precipitado.
«¡Adiós, adiós!»          

 

La infeliz Javiera se humilla y acude a interponer un recurso para que nombren defensores y advierte:
«Los Carreras no han cometido delito en el Estado de Chile para que debiesen ser juzgados por aquellas autoridades y éstas usasen de sus facultades, bien requiriendo por los reos, bien pretendiendo las expuestas diligencias en territorio ajeno».

 

Desde Montevideo, José Miguel se devana los sesos fraguando un plan para salvarlos, consciente de que está contra el tiempo. Una de sus ideas consiste en conseguir la ayuda de su cuñada Ana María Pérez-Cotapos, esposa de Juan José. Le manda un mensaje el veintiséis de diciembre de 1821 para que vaya a Mendoza  a visitar a su marido, lleve dinero e intente sobornar a un guardia. Piensa en la fuga y le dice: “Trae aguafuerte y sierras para cortar las chavetas de los grillos”.

 

Toribio Luzurriaga, gobernador de Mendoza, había resuelto mandar a los Carrera a Buenos Aires, pero San Martín le advirtió del peligro que se correría si resultaban ciertos los rumores de que Osorio viniera del otro lado a liberar a los presos realistas. Había que fusilarlos en el acto.
Para tal efecto, Luzurriaga nombra una comisión de tres letrados: Juan de la Cruz Vargas, Miguel José Caligliana y el doctor Bernardo Monteagudo; este último  decide el fusilamiento de los hermanos Carrera.

 

Asesinato de Manuel Rodríguez

MRodriA todo esto, tras la derrota de Cancha Rayada, en Santiago, Manuel Rodríguez gritó: “¡Aún tenemos patria, ciudadanos!”, cuando los patriotas adinerados huían del país,  pero la plebe atendió su llamado. Formó el batallón de los Húsares de la Muerte. Sede de su cuartel fue el conventillo de los franciscanos, en la esquina de San Diego con la Cañada, a cinco cuadras del palacio de gobierno (allí  está hoy la casa central de la Universidad de Chile).
Sin uniformes, ni armas ni bestias suficientes,  los voluntarios demostraron su coraje en la batalla de Maipo.

 

Las autoridades en Chile toman diversas  medidas, entre otras, alejar del país a Manuel Rodríguez proponiéndolo para una misión a los Estados Unidos, con muy buen sueldo. Pero éste no acepta por «no permitirle sus amores dejar el país» (no lo dice, pero su mujer Francisca de Paula Segura está esperando un hijo).

 

Llama la atención que O’Higgins hubiera designado aquí en Santiago a Bernardo Monteagudo como auditor de guerra y encargado de los servicios de policía (Manuel Rodríguez fue el primer auditor de guerra de la república, bajo el gobierno de Carrera). Manuel Rodríguez estaba indignado porque el Director Supremo quería disolver a los Húsares de la Muerte. Consideraba una injuria liquidar ese escuadrón heroico de doscientos combatientes que sólo habían demostrado estar dispuestos a morir por la libertad…

 

Al ser llamado a palacio, Manuel  no sospechó ninguna intriga y decidió expresar su protesta. Pero O’Higgins no toleró lo que consideró una insolencia y lo metió preso el 17 de abril de 1818, confinándolo en el cuartel de San Pablo, en calle Teatinos.
Al alba del 25 de abril, sacaron a Manuel esposado y se lo llevaron. Para impedir que se fugara, dispusieron nada menos que un batallón de quinientos hombres del Regimiento Cazadores de Los Andes. Soldados españoles y argentinos lo rodeaban, al mando del batallón del comandante argentino Rudecindo Alvarado.

 

En la tarde del 26 de mayo, llegaron hasta la Hacienda Polpaico, donde acamparon entre la casa patronal y el estero de Lampa.

 

Condujeron a Manuel Rodríguez a través de un campo de tunas al lugar llamado la Cancha del Gato y allí un soldado le disparó por la espalda, cerca del cuello. No se sabe con exactitud si fue Antonio Navarro o el mismo comandante Rudecindo Alvarado…
Como Rodríguez no cayó muerto de inmediato, le dieron de bayonetazos para aniquilarlo… El autor del disparo recibió setenta onzas de oro en pago por su crimen. Los demás esbirros se repartieron el reloj, el anillo, los zapatos, la ropa del héroe dejándolo desnudo.

 

El campesino Hilario Cortés, por orden de su patrón había seguido sigiloso a Alvarado y compañía y fue testigo del crimen. Luego regresó donde su patrón Tomás Valle a contarle lo que vio. Cuando el batallón partió, Tomás Valle con  Hilario y  otro peón de confianza, José Serey, partió a buscar el cadáver y no descansaron hasta hallarlo. Ya las alimañas se estaban ensañando con su cuerpo desnudo. Retobaron los restos en un capacho de cuero y fueron a enterrarlo en un lugar secreto.

 

El cadáver de Manuel Rodríguez desapareció. Hasta la fecha no lo hallan… Fue el primer ciudadano detenido desaparecido.

 

Cobran las balas al padre de los fusilados
BernarDe todas las vilezas concebibles, la mayor es el cobro que de las balas por la muerte de los hermanos Carrera hizo Bernardo O’Higgins al infeliz padre don Ignacio de la Carrera. El 29 de  octubre de 1819, O´Higgins le envía a don Ignacio de la Carrera por intermedio de un funcionario un oficio escrito de su puño y letra para “…Que exija a don Ignacio de Carrera el pronto pago a los derechos que se cobran”.

 

Dice dicho oficio, por firmado por el Director Supremo:
“Tengo el honor de acompañar a V.E. la planilla de que hace cargo el escribano de gobierno en la causa seguida a los criminales don Juan José y don Luis Carrera, cuya totalidad asciende a ciento noventa y cinco pesos y cinco reales…»
Añade:
«…Acompañando asimismo a usted tres testimonios a saber: uno de dos fojas de ciento setenta y cinco pesos y tres reales de los gastos que se causaron en la aprehensión y remisión desde…» También incluye: «… la planilla de ciento cuarenta y siete pesos y dos reales que se deben al escribano…»

 

Don Ignacio de la Carrera no pudo resistir tanta saña y crueldad. Pocos días  después, murió. Aún quedaban vivos sus hijos Javiera y José Miguel.

 

Asesinato de José Miguel Carrera

El cuatro de septiembre de 1821, por decreto del arriero Albino Gutiérrez, vencedor de los invictos chilenos en la Punta del Médano, sería asesinado en la plaza de Mendoza, don José Miguel Carrera, llamado “anarquista” por las autoridades.

 

JMCarrHabía caído prisionero cinco días antes, el treinta y uno de agosto en el arenal de Punta del Médano, en San Luis, junto a José María Benavente y Felipe Álvarez, sorprendidos por el coronel mendocino José Albino Gutiérrez, quien los trasladó para juzgarlos a Mendoza, cuyo gobernador era Tomás Cruz Godoy, grande amigo de José de San Martín.

 

El tres de septiembre un consejo compuesto por mendocinos los condenó a muerte y fusilamiento debía realizarse en la plaza de armas. La sentencia se cumplió al día siguiente y sólo se salvó Benavente porque fue indultado.

 

El general Carrera estaba preso junto con Benavente y Domingo Álvarez, un viejo soldado. Pidió hablar con el cura Peña y solicitó una entrevista con suegra Rosa Valdivieso, la madre de su esposa.
—Vamos a ver—, se le contestó.

 

 

Cerró el sótano y no fue abierto hasta las seis y media de la mañana del día cuatro. A esta hora, entró el hermano de Cabrero y le dijo a José Miguel que no había remedio, que iba a morir. Volvió el general a demandar la entrevista con Peña para comunicarle asuntos de su familia.
 —Peña cayó enfermo, lo mismo su suegra; no pueden venir, pero afuera lo esperan unos religiosos.

 

Pidió entonces papel y tintero para escribir a su mujer y le dijo a su compañero de prisión, Benavente, que pensaba recomendarla a O’Higgins y San Martín para que le devolviesen sus intereses. También le hizo otros encargos de su familia.

 

Le trajeron papel y tintero y principió la carta para su mujer en una esquelita de un jeme de ancho; luego de escribirla, la escondería dentro de su reloj:
“Sótano de Mendoza. Mi adorada pero muy desgraciada Mercedes: Un accidente inesperado y un conjunto de desgraciadas circunstancias me han traído a esta situación triste; ten resignación para escuchar que moriré hoy a las once.
«Sí, mi querida, moriré con el solo pesar de dejarte abandonada con nuestros cinco hijos, en país extraño, sin amigos, sin relaciones, sin recursos. Más puede la Providencia que los hombres. No sé por qué causa se me aparece como ángel tutelar el oficial Olazábal con la noticia de que somos indultados y que vamos a salir en libertad con mi buen amigo Benavente Y el viejecito Álvarez que nos acompaña.
«Miro con indiferencia la muerte, sólo la idea de separarme para siempre de mi adorada Mercedes y mis tiernos hijos, despedaza mi corazón.
«Adios! Adios!».

 

Otra esquela la destinó a su amigo español don Francisco Martínez Nieto, residente en Montevideo, pero éste no la recibió jamás, pues el cura Lamas la puso en manos de Tomás Godoy Cruz, junto con el morral donde iba su Diario de Guerrillas. Este gobernador, más que ligero, mandó a O’Higgins el respetable encargo del fusilado que en lenguaje escueto había expresado:

 

«Hoy, antes de las 12 seré víctima en la Plaza. Fui entregado por mis soldados después de la derrota del 31. Apenas me dejan tiempo para recomendar a Ud. mi desgraciada familia aislada y sin recursos, en un país desconocido con cinco hijos; toque Ud. todos los recursos imaginables para atenderla y consolarla: hable Ud. a todos los amigos; hágala conducir a Montevideo y de allí, si hay permiso, a su país, donde quizás consiga la devolución de sus bienes.
«José Miguel Carrera».

 

Luego el condenado le preguntó al cura sobre su vestimenta:
—¿Y cómo se va a esta ceremonia, padre? ¿Con el sombrero puesto o quitado?

 

A fray José Benito Lamas le había correspondido el doloroso deber acompañar a la hora de la muerte a Juan José y a Luis. Le costó sobreponerse ante la cortesía de este hombre dispuesto a respetar la liturgia de la muerte como el soldado y el diplomático respetan el protocolo. Este temerario no sólo tenía demasiado valor, sino también desconocía el desespero.
—Con el sombrero quitado— respondió procurando que su voz sonara entera.

 

José Miguel decidió no confesarse y salió del calabozo. Llevaba el uniforme de húsar confeccionado por su mujer y, sobre el hombro, el poncho de estilizada decoración roja sobre fondo blanco, como corresponde a un lonco, regalo de sus amigos pampas cuando lo invistieron de pichi-rey.

 

Al oír las injurias y advertir el montado espectáculo, reprendió con desprecio a quienes transformaban la inmolación de un hombre en función y orgía obscena y regocijante aun para las mujeres.

 

Su belleza, juventud y arrogancia humillaban a la muerte. Caminaba haciendo rechinar los grillos. Esos fierros no le impidieron dar un ágil salto para sortear un escalón ni erguirse en toda su apostura ni repeler al que trató de atarlo y vendarlo.
Llevándose la mano al pecho, indicó dónde apuntar.

 

Un verdugo fue encargado de disecar el cadáver. Le quitó la casaca y la camisa, desnudó esos músculos recubiertos de piel trigueña.
Primero, taló el brazo derecho sin separarlo de la mano. Esta mano firmó decretos y cartas de amor, acarició, advirtió, abatió; pagó gustos y pertrechos para combatir por la libertad, mas no traiciones ni vilezas. Y no tembló para indicar el sitio del corazón.

 

El verdugo, de un tajo, cercenó la cabeza. La ensartó en un palo puntiagudo y clavó más abajo brazo y mano para instalarlas en lo alto del Ayuntamiento de Mendoza. Luego de sajado, el otro brazo completo sería trasladado al interior para exhibirlo y amedrentar a los seguidores del prócer.

 

Por tres días  fue dejada la cabeza en la jaula  y allí habría quedado si la señora María Ruiz de Huidobro no hubiera rogado desesperadamente tuvieran a bien darle autorización para sepultarla…
Al fin, logró conseguir le fueran entregados  los despojos para depositarlos en la iglesia de la Merced donde yacían los restos de don Juan José y de don Luis Carrera.
——
* Periodista, ecritora.
En http://virginia-vidal.com
Publicado también en Revista Punto Final N° 774.

 

Addenda
JavieraNo es doña Javiera Carrera una luz que se ilumina a sí misma; al contrario, es un ejemplo —un alto ejemplo— de lo que hicieron y hacen las mujeres las mujeres de América. Sobre ellas —las olvidadas ellas— pede leerse una rápida reseña en este portal, Setiembre, América, mujeres.
A veces, cierto, sus fuerzas, su talento o sus compromisos no las acompañan, y sobre ello puede leerse, también en este portal, Males menores, males mayores y otras realidades.

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