La insalvable contradicción del sionismo “de izquierdas”

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Algunos sectores de las izquierdas europeas, latinoamericanas o estadounidenses aùn postulan que se puede ser “sionista” y “de izquierdas”. ¿Es cierto?

 

Al respecto de Israel, no obstante, desde algunas “izquierdas” en Estados Unidos, Europa y América Latina, esto se tiende a pasar por alto. Figuras como Bernie Sanders, los Verdes alemanes o algunos sectores del progresismo en Argentina defienden que, pese a la extrema derecha israelí, el proyecto nacional de Israel no debe ser impugnado en su totalidad. No conciben el sionismo como un crimen en sí mismo y, en consecuencia, defienden “otra forma” de definir al Estado israelí.

Paz y supremacía etnorreligiosa, dos conceptos incompatibles

La Corte Suprema israelí dictaminó que los ultraortodoxos deberán servir en el ejército - InfobaeIndudablemente, en su planteo no hay malicia, sino posiblemente ingenuidad. Defienden la “democratización” de Israel y la coexistencia con los palestinos y el resto de actores de la región, si bien no cuestionan casi nunca el fondo —histórico, constitucional y político— del Israel. Concebido en origen como un Estado-nación de mayoría judía, tanto la sociedad civil israelí como su arco político —incluida la “izquierda”— defienden que Israel debe ser un “etnoestado” que se preocupe activamente por conservar la mayoría etnorreligiosa de la comunidad judía.

La “paz” del sionismo “progresista” se funda sobre la idea de una democracia que solo sería sostenible si la colectividad judía es mayoría en oposición al resto de grupos que alguna vez poblaron ese suelo. De alguna forma, el sionismo “progresista” defiende que esta noción puede ir de la mano de una política integradora, pacifista y no-segregacionista. La célebre abogada israelí Ruth Gavison, presidenta durante años del Instituto de Democracia de Israel, lo expresó de forma cruda: “Mi país tiene el derecho de controlar el crecimiento natural de la población minoritaria. Controlar las tasas de natalidad no es racismo”.

En realidad, la propia arquitectura legal del Estado de Israel evidencia en sus propias contradicciones esta macabra lógica. Según la Ley de Retorno de 1950, cualquier miembro de la colectividad judía, nacido en cualquier parte del mundo puede obtener la ciudadanía israelí si así lo desea. Por contra, los palestinos tienen negado sistemáticamente el retorno a sus hogares, usurpados por el proyecto colonial israelí tras la primera nakba.

Si se acepta que “izquierda” es sinónimo de anticolonialismo y de solidaridad internacional de clase, entonces es difícilmente defendible cualquier tipo de adjetivación progresista junto al término “sionista” —con la excepción de “anti”—. El Estado-nación israelí no solo se fundó en la práctica sobre la expulsión forzosa, la limpieza étnica y la supremacía etnorreligiosa, sino que lo hizo también desde lo teórico: así, como un Estado de mayoría judía, fue como los fundadores del Estado de Israel y sus continuadores lo defendieron. Incluso los laboristas, socialdemócratas y socialistas sionistas.

La crítica coyuntural

Por supuesto, la posición de la “izquierda” sionista es, si acaso, éticamente menos reprochable que la defendida por la extrema derecha israelí y por sus aliados en Europa, América Latina o Estados Unidos. Pero tampoco es tan lejana. A menudo, la condena es coyuntural: rechazan las versiones más crudas y agresivas del proyecto colonial israelí. Se desprecian las ocupaciones en Cisjordania, se condena el apartheid allí y, lógicamente, se repudia el genocidio en Gaza —aunque no siempre se le define como tal—.

Normalmente, no se va más allá. No se cuestiona la discriminiación estructural dentro del propio Israel, ligada de manera orgánica a su institucionalidad, a su Constitución y a su mismísimo proyecto nacional. El cuerpo legal israelí está diseñado para sostener la mayoría etnorreligiosa de un grupo determinado en detrimento de otros que habitan aquella región. En consecuencia, ya sea que se apueste por la expansión de esa supremacía, por su “humanización” o por su “moderación”, la mera defensa de tal engranaje es difícilmente asociable a los criterios de la izquierda occidental.

Plantean alternativas menos bestiales que las de Netanyahu y la extrema derecha israelí, pero no defienden una nueva arquitectura política regional ni la refundación política de un Estado que, desde sus orígenes hasta la actualidad, ha postulado la supremacía etnorreligiosa de la colectividad judía.

Sucede que Benjamin Netanyahu y el genocidio en Gaza no son ni una desviación ni una “nueva forma” de sionismo: son la evolución lógica del proyecto colonial israelí en la particular coyuntura actual, con una región en la que enfrentan varias resistencias y contra una resistencia armada palestina que había logrado una notable imbricación en la Franja de Gaza.

Ciertamente, parece bastante sencillo de comprender: la idea de un Estado-nación de mayoría etnorreligiosa, fundado sobre la base de una limpieza étnica y sostenido gracias a sistemáticas políticas como el apartheid, la usurpación de terrenos o el control de natalidad es incompatible con ser “de izquierdas”.

 

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