Fin de la Unión Soviética: ¿por qué?

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Jorge Gómez Barata

  Ningún hombre y ninguna agrupación de tropas en el planeta tenían la capacidad ni la fuerza necesarias para destruir a la Unión Soviética ni había organización o doctrina política con suficientes argumentos para seducir al pueblo soviético. Roosevelt, Churchill, Adenauer y De Gaulle la respetaron.
 
Hitler se equivocó y no sobrevivió al error. De los hechos y las circunstancias que acompañaron a la perestroika y la glasnov, se desprenden dos conclusiones: o bien las instituciones soviéticas y todas sus nomenclaturas en el partido, el Konsomol, el gobierno, los soviets, las fuerzas armadas, la seguridad, los sindicatos etcétera, respaldaban incondicionalmente el pensamiento reformista de Gorbachov, o no estaban preparadas ni calificadas para oponérsele. 
 
Hasta donde se sabe, las instituciones soviéticas, incluyendo al partido, el gobierno, la cúpula militar y la seguridad del Estado, en sus esencias diseñadas desde la época de Lenin, recibieron con beneplácito las propuestas de Gorbachov, aplaudieron sus consignas. Por añadidura, en lugar de ocultar sus fines, Gorbachov promovió un clima de transparencia informativa real y proclamó a los cuatro vientos sus intenciones.

Descartada la posibilidad de que en torno a Gorbachov existiera una unanimidad absoluta, cosa imposible cuando se involucra el destino de cientos de millones de personas, de una sociedad avanzada y de un proyecto político con 70 años de vigencia en una sexta parte del planeta y de un accionar que inevitablemente lesionaba grandes intereses creados, el misterio radica en saber por qué las instituciones soviéticas no se percataron del peligro que las amenazaba y no reaccionaron a tiempo y con la energía necesaria para conjurarlo.

Todo parece haber comenzado cuando en fecha tan temprana como 1924, a la muerte de Lenin, Stalin usando métodos que los bolcheviques consideraban inadmisibles, se atrevió a desconocer el  testamento del fundador del partido y de la Nación. En aquellos decisivos momentos, en el Comité Central que eligió Stalin estaba presente toda la vieja guardia bolchevique, incluso Trotski, que inexplicablemente, no objetó su candidatura.

No obstante, la idea de atribuir la incapacidad para la autodefensa a las deformaciones introducidas por el stalinismo, aunque atendibles, no son conclusivas. Entre la muerte de Stalin en 1953 y la elección de Gorbachov en 1985, transcurrieron 32 años, se efectuaron 8 congresos del partido y hubo 4 secretarios generales. En ese período a partir de 1956, Kruschov avanzó en la desestalinización. Hubo tiempo y oportunidades para rectificar.

Una enfermedad, hasta hoy de origen desconocido, convirtió a aquella probada, valiente y eficaz vanguardia, políticamente definida e ideológicamente cohesionada, en un grupo de gente divida, confundida e incapaz de enfrentar a uno de ellos mismos. El mal minó las entrañas y las estructuras de la sociedad soviética, deformó sus instituciones y les restó idoneidad.

Tal vez fuera que los principios organizativos y las normas de funcionamiento que resultaron eficaces en la lucha por el poder, la confrontación con la contrarrevolución armada y la intervención extranjera, no fueron viables en tiempos normales ni fue acertado transformar al partido de entidad política en aparato de gobierno, definiéndolo constitucionalmente como autoridad suprema del Estado y la sociedad.

Tal vez el crecimiento de las filas del partido que pasó de unos 25 000 militantes en 1917 a 20 millones en los años noventa, unido a los efectos de prácticas políticas e ideológicas erróneas, contribuyó a que la enorme organización se deformara convirtiéndose en una inmensa burocracia que fue incapaz de reaccionar y de luchar, acatando una tras otras las iniciativas y decisiones de Gorbachov, aceptando incluso la arbitrariedad de Boris Yeltsin quien, con un decretazo la disolvió y la ilegalizó.

Algo semejante ocurrió con los órganos de gobiernos, las entidades legislativas y las organizaciones obreras, juveniles y sociales, minadas por el formalismo y la obediencia y también incapaces de levantar la voz para advertir de los peligros que amenazaban al sistema.

Obviamente, al amparo del clima de confusión, tolerancia y desorden institucional creado por las reformas, elementos que actuaban con otras intenciones, en todos los campos, asociados a fuerzas externas, incluso a los servicios especiales del imperialismo, se empeñaron, no en perfeccionar sino en destruir al socialismo.

 
Las evidencias tangibles descartan la sospecha de que, consciente y premeditadamente, Gorbachov conspirara para destruir a la Unión Soviética. Todo lo que el Secretario General hizo entre 1985 y 1991 para reestructurar la sociedad soviética, fue realizado desde el poder que el Partido Comunista le confirió, colegiado con sus cofrades y usando las instituciones del poder soviético. En caso de haber sido una conspiración, nada más parecido a Fuente Ovejuna. 
 

 

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