Chile, buenas ondas. – BACHELET Y EL MONUMENTO

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La noticia de que la presidente estará presente en la jornada del primero de abril en la Avenida Vitacura entristece –en casos enfurece– a las pocas personas de izquierda que todavía apoyan al gobierno de la Concertación. «Es el colmo», dicen algunos, «rendir homenaje a los asesinos de su padre».

Bacahelet habría respondido de manera afirmativa a la invitación que le hiciera el dirigente de la UDI Pablo Longueira –el que habla con el espectro de Guzmán.

Sin dudas la lingüística puede explicar por qué se utiliza el término nominado para significar candidato, chequear cuando se quiere decir revisar o memorial en vez de monumento u otra construcción en homenaje y recuerdo a alguien. Pero los asuntos del idioma que hablamos carecen absolutamente de importancia para políticos, la mayor parte de los periodistas y en lo fundamental –porque de otro modo no se puede entender tanta corrupción– entre los educadores.

Pero hay otras expresiones cuyo origen es más oscuro y cuyo uso más siniestro.

Hablar de la Constitución promulgada por el presidente Pinochet, por ejemplo, es una vergüenza; referirse al régimen militar sin aclarar que fue una dictadura, una estupidez y atrasada cobardía; decir ley constitucional en referencia a la de educación (LOCE), un desatino –entre otros ejemplos–. La dictadura militar-cívica no promulgó una constitución, la impuso a sangre y fuego; Pinochet no fue un gobernante, fue un asesino que mandó asesinos y se rodeó de asesinos.

Si aquellos –y otros que deben sus bienes y posición a la dictadura– lo hacen, vaya y pase: dejan en evidencia que esconden su atroz pasado en subterfugios; pero que lo hagan los medios periodísticos, los políticos –¡que gobiernan!–, escritores, artistas, burócratas, en fin, es penoso.

Y si a uno de esos asesinos le levantan un monumento (¡perdón: memorial!) y pretenden inaugurarlo con la majestad que suele asociarse –o solía– a las grandes ceremonias cívicas, no se puede menos que pensar en una burla.

Asesino, en rigor, es el que mata («el cobarde con un beso –recordaba Wilde–, el valiente con la espada»; entre gobierno y ¿oposición? se cruzan demasiados besos, dicho incidentalmente). Pero cuando hablamos de crímenes cometidos por integrantes de los aparatos represivos y armados del Estado, que no se extralimitaron en sus funciones, sino que cumplieron –con gozo o no– órdenes precisas, convengamos en extender el calificativo a quienes dieron esas órdenes –o callaron cuando otros lo hicieron.

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Jaime Guzmán –con su carita de niño bueno tal vez un poco imbécil, las fisonomías engañan– fue un tipo brillante, un genio del mal; él acuñó la frase de que la dictadura era un caballo chúcaro al que había que domar, controlar. ¿Nadie le preguntó qué quiso decir con eso? No importa: nadie tampoco se pregunta por qué colaboró hasta el final con la perversión humana e ideológica que mantuvo unida a la piara de 1973, y la mantiene todavía, hasta hoy, unida, próspera y con buena salud.

¿Le dará un beso Michelle Bachelet a la escultora María Angélica Echavarri? Si Bachelet es la Presidente de la República de Chile y Echavarri la responsable del engendro guzmancista, tenemos todo el derecho, la obligación ciudadana, de considerar que ese beso no es una expresión de afecto personal, sino un acto protocolar que envuelve al Estado. «No en mi nombre» le dijeron al presidente de EEUU millones de estadounidenses.

No en mi nombre, digo también, pero a la presidente de Chile. No en mi nombre. No en nombre de mis muertos. Basta de canalladas.

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