LA REVOLUCIÓN SE CONSOLIDA (II)

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

En su oportunidad planteamos que para que México pudiera acceder a los nuevos tiempos, los vigentes al principio del siglo pasado, era menester cumplir con siete medidas; pero, como hemos visto a lo largo de esta serie de reflexiones, las condiciones para el desarrollo de una nación determinada no pueden explicarse por sí mismas, ya que forman parte de un contexto global; mucho menos en un periodo marcado por las disputas entre los países poderosos en ascenso en la fase imperialista del capitalismo como el que coincide con la Revolución Mexicana, la que –por tanto- devino antiimperialista.

Y mucho menos en México, país atrasado en el que sus clases privilegiadas fueron herederas del pensamiento más retardatario porque sus legatarios europeos, españoles, así lo fueron. Mucho menos en México, país dominado militar, política y económicamente desde el exterior consecutivamente por España, Francia y Estados Unidos e Inglaterra. Mucho menos en México, el país más veces agredido, impunemente, por el imperialismo norteamericano en toda la historia mundial y al que este último debe –merced a los territorios que le arrebató al primero– gran parte de su riqueza actual (recordemos que en tales territorios abunda el petróleo, el oro y el uranio, así como tierras de cultivo; y, en otro aspecto, significaban poco más del doble de la extensión actual de México y hoy son algo menos de la tercera parte de la de Estados Unidos: Texas, California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah, parte de Colorado y Wyoming).

Hay algunos autores que afirman no se explicaría el poderío de este último país, Estados Unidos, sin ese capítulo de la historia. Y, desde luego, si el gobierno de Porfirio Díaz no hubiera abierto sus puertas, indiscriminadamente, al capital norteamericano y al inglés, las potencias capitalistas más voraces y poderosas de entonces.

Veamos: entre finales del siglo XIX y principios del XX, el periodo que correspondió a Díaz, México constituyó el blanco principal del avasallamiento económico del imperialismo yanqui; la inversión total sumaba el 60% del total invertido en América Latina. La dictadura porfirista otorgó concesiones y privilegios excepcionales en nuevos latifundios, minas, ferrocarriles y petróleo.

Por ejemplo: para la construcción de vías férreas, otorgó en gratuidad terrenos y subsidios en dinero (de 6 a 10.000 pesos por kilómetro); para 1910, la red sumaba 15.360 millas, de las cuales sólo 3.000 fueron construidas con capital de particulares mexicanos, el resto por extranjeros. Se entiende que la finalidad era facilitar el saqueo de los demás recursos y bienes obtenidos por el imperialismo rapaz en tierras mexicanas.

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Por aquellos años, la industria minera quedó casi toda en manos de compañías norteamericanas: les pertenecía el 90 % de las minas. En 1900, un empresario norteamericano de apellido Doheny compró 280.000 acres –a precio vil, un dólar por acre– y posteriormente adquirió –mediante despojo de tierras comunales favorecido por el gobierno de Díaz, quien usó a conveniencia de este inversionista, y otros que luego llegaron, las leyes que Juárez y la ilustre generación de liberales que le rodearon promulgaron para arrebatar el poderío económico al clero terrateniente– otros 150.000.

Esas tierras, se había descubierto, eran ricos yacimientos petrolíferos, y a partir de ello se levantó el primer consorcio “mexicano” del hidrocarburo; se eximió a la compañía del pago de impuestos por un periodo de 10 años y se autorizó la importación de maquinaria y enseres para el efecto sin el correspondiente pago de aranceles. Luego llegaron nuevas empresas (Standard Oil, Half Refining, Sinclair Oil Groups), a las que se otorgó similares canongías. También arribaron las compañías inglesas (Royal Dutch and Sell), aunque antes de la Revolución el 85% de las compañías petroleras eran norteamericanas.

En 1909 se extrajeron cerca de tres millones de barriles de crudo y en 1911 12.5 millones de barriles. El petróleo mexicano, ya refinado en el extranjero, inundaba el mundo; y desde luego, regresaba al país de origen. Negocio redondo.

[La práctica de despojo de tierras comunales, pertenecientes principalmente a indígenas, fue una constante desde antes del arribo de las compañías: se verificaba a favor de la camarilla gobernante (los “Científicos”), de caudillos militares regionales incondicionales del régimen y familiares del presidente Díaz; así, el general Luis Terrazas, gobernador del estado de Chihuahua –de quien, en tono de broma, se decía que “…no era de Chihuahua, sino que Chihuahua era de Terrazas…”– y su yerno, Enrique Creel –por cierto, ascendiente de un recientemente frustrado aspirante a la candidatura a la presidencia (fue derrotado por Felipe Calderón) por el PAN y que actualmente es coordinador de la bancada de ese partido en el Senado– quien fue –aquél- ministro de relaciones exteriores.
Y así, y de símiles formas legaloides se apadrinaron muchas otras riquezas, entre las que se pudiera contar la de la familia Madero, la del mismísimo jefe antirreeleccionista –a quien se le llama apóstol de la democracia–, familia de la que provienen otros políticos miembros del PAN en nuestros días. El asiduo lector de esta serie –amable y paciente– ya podrá ir dilucidando quiénes son y de dónde provienen los “ilustres” personajes del partido actualmente gobernante y que forman equipo con Poder Ejecutivo desde el año 2000].

Para 1910 operaban en México 32 bancos extranjeros, de los cuales los grupos financieros norteamericanos realizaban el mayor número de actividades: 64% en ferrocarriles, 78 en la minería y 58 en la industria petrolera.

Es por ello que al estallido revolucionario Estados Unidos conspiró contra el gobierno de Madero, con las funestas consecuencias que ya relatamos; y por ello, también, las intervenciones militares en 1914 y 1916, no obstante que ya se había desatado la primera conflagración mundial, la primera gran guerra entre los países imperialistas por el reparto del mundo; o quizá por ello; aunque no prosperaron gracias a habilidosas maniobras diplomáticas de los mexicanos y que las potencias imperialistas se mostraban más interesadas por lo que estaba ocurriendo en Europa: la guerra imperialista y las revoluciones rusas de 1917, la segunda de las cuales acarrearía el surgimiento del primer Estado socialista inspirado en el marxismo. No era para menos: la sentencia del sabio alemán se concretaba: “…un fantasma recorre el mundo…”. Y ya lo recorría desde tiempo atrás; pero ahora tomaba la forma de Estado.

Mientras tanto, en México ocurría lo que en el capítulo anterior relatamos. Volvamos al punto.

Asentamos que a la muerte de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles se convirtió en el Jefe Máximo, y que creó un partido unificador de todas las corrientes revolucionarias y –justo es decirlo– hasta de las contrarrevolucionarias a fin de pacificar un país en que se había hecho de la asonada una forma de vida.

Al amparo de tal institución y con el pretexto de la pacificación y unidad a toda costa Calles devino cuasi Dios, a quien todas las fuerzas sociales y políticas debían consultar qué hacer hasta en las tareas nimias de gobierno. Y a su sombra se instalaron nuevos caciques con poderes omnímodos que dominaban sus cotos, ya fueran el sector obrero, agrario, empresarial, etc. Calles impuso en la presidencia a incondicionales, personajes a quienes la opinión pública bautizó como “presidentes nopalitos” (por lo baboso de ese cacto). Llegado el momento de una nueva sucesión (1934-1940), sugirió la candidatura de Lázaro Cárdenas, la que después quiso retirar; pero las fuerzas progresistas del partido terminaron por imponerse decidiendo a favor del joven general. Sin embargo, Plutarco Elías logró colocar a su gente en el nuevo gabinete.

Cabe señalar que si para los inicios de la revolución el anarco sindicalismo era la guía ideológica de algunos grupos revolucionarios, en el periodo cardenista el socialismo impulsado por la Tercera Internacional era la influencia determinante en las nuevas generaciones revolucionarias.

Calles acusó a Cárdenas de estar favoreciendo a esos grupos tratando de volver la opinión pública (y desde luego, la de los empresarios nacionales y extranjeros) en contra del presidente, insinuando que era pro comunista.

El conflicto se agudiza. Don Lázaro destituye a todo el gabinete y lo reorganiza con gente de su entera confianza. Una noche se presentan en la residencia de Calles fuerzas militares con la orden presidencial de que saliera del país, suerte que corren líderes comprometidos con el Jefe Máximo, como Luis Nepomuceno Morones, secretario general de la central obrera oficialista CROM. Reorganiza el partido y lo rebautiza como PRM (Partido de la Revolución Mexicana).

Pero las conspiraciones se suceden. Mas las nuevas fuerzas se agrupan en torno del presidente. Forma una nueva central obrera, otra campesina. El ejército le da su aval, y en ese acto termina con una larga historia de levantamientos y golpes de Estado; tan larga, como la del país como nación independiente (sólo habrá una intentona, la que referiremos adelante).

En los párrafos precedentes expusimos la situación del país en relación a su sometimiento y dependencia frente a los capitales extranjeros. En especial de los consorcios petroleros. Mientras se beneficiaban de la rapaz explotación de los pozos mexicanos, pagaban sueldos misérrimos a los obreros. Uno de los derechos consignados en la Constitución de 1917 respaldaba el derecho de huelga, al que se acogieron los trabajadores. La petulancia y prepotencia de las compañías petroleras se obstinó en la negativa a aceptar el dictamen de una comisión gubernamental constituida para resolver el diferendo, comisión que determinó que las empresas sí estaban en posibilidad de incrementar los salarios demandados.

Ante tal escenario, el presidente se vio obligado a decretar la expropiación de la industria petrolera y asumió la responsabilidad de ese acto histórico. Golpe al imperialismo. Pero el imperialismo tenía muchas formas de tratar de echar atrás las medidas decretadas: patrocinó un levantamiento –el último– para derrocar al presidente; un antiguo correligionario del presidente, el general Cedillo, se levantó en armas; pero fue derrotado y en el intento perdió la vida. También retiró a sus técnicos y obreros calificados. Y llevó a cabo embargos, boicots y bloqueos económicos.

Pero ya eran tiempos en que soplaban vientos de guerra, de la segunda gran guerra imperialista. Así que otras tareas tenían prioridad. México se salva de correr la misma suerte que tuvo –y sigue tendiendo– Cuba.

México supo asumir, con su presidente –el más grande después de Juárez– el compromiso de su decisión. Se trataba no sólo de rescatar para la nación –tal como lo avalaba la Constitución– los recursos del subsuelo, sino de rescatarse a sí misma como nación independiente.

La expropiación constituyó, en lo interno, la derrota de los sectores reaccionarios y entreguistas a los capitales extranjeros, (sectores que el día de hoy vuelven a hacerse del poder político). Y hacia lo externo, el cariz antiimperialista de la Revolución Mexicana.

Hay más: la expropiación se convierte en el motor disparador de toda la economía mexicana. El nuevo México se forja a partir de la industria petrolera nacionalizada: crea un mercado interno con raíces propias y, merced a la liberación de la mano de obra de las haciendas ocurrida con el estallido revolucionario –lo que constituyó lo que el marxismo llama acumulación originaria del capital– se forja –in situ– el capitalismo en México.

El acto trae como consecuencia la instauración de un capitalismo monopolista de Estado, lo que a decir de Lenin (ver: La Catástrofe que nos Amenaza y Cómo Combatirla) es la preparación más completa para el socialismo. No es casual; la naciente burguesía mexicana, heredera de los dineros y la mentalidad criolla (a la que hemos aludido a lo largo de estas reflexiones) hija del conquistador avasallador, acostumbrada a enriquecerse a partir de la renta, es incapaz de crear un capitalismo autóctono y deja la tarea en manos del Estado; crece a expensas de éste convirtiéndose en parasitaria, tal como continúa, con muy pocas excepciones, hasta la fecha.

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Hay todavía más: se lleva a cabo la reforma agraria (anhelo de los revolucionarios del sur comandados por el ya fenecido Emiliano Zapata) a favor de la población históricamente más desfavorecida y explotada: la indígena, la que empieza a nombrarlo “Tata Lázaro” (Papá Lázaro).

También se nacionalizaron los ferrocarriles.

Una de las tareas prioritarias de la revolución era la educación de las masas; la educación básica, pues la inmensa mayoría de los nacionales era analfabeta. La tarea fue iniciada durante el periodo obregonista; pero Cárdenas la acelera cabo llevando a los profesores hasta los rincones más recónditos de la República implementando programas basados en el profesorado rural, no sin el descontento y oposición de los sectores más reaccionarios –entre ellos la Iglesia– que atentan contra la integridad física de los mentores y tilda a la educación como enemiga d las buenas costumbres, la religión y favorecedora del pensamiento comunista.

De otra parte, el exilio de los españoles republicanos perseguidos por el franquismo encuentra acogida en México. Los centros de educación superior se ven beneficiados por esa pléyade de prohombres que hacen del país que los recibe su segunda patria. Igual que aquellos jesuitas españoles que antaño forjaron el pensamiento humanista y liberal en lo más granado de los independentistas y reformistas, esta nueva intelectualidad forja una nueva generación de brillantes mexicanos.

Así se consolida la Revolución Mexicana.

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* Escritor, periodista, cantautor, músico y creador de íconos a partir de la fotografía.
El capítulo anterior de este ensayo y enlace al texto que lo antecede, se encuentran aquí.

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