Mi vida como muerto

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Cuando uno se muere por fin entiende la vida. Uno sabe por qué suceden las cosas y comprende la inevitabilidad de todo; no queda otra que reírse de las inscripciones en las lápidas, de todos los epitafios que se han escrito. Uno, como muerto, aprecia la vida de forma distinta. Algo redondo, cerrado, perfecto.

Fui un hombre cualquiera, más bien pobre que rico. Sufrí diabetes. Fui rondín, nochero, vigilante, guardia. Todo al mismo tiempo, sin antes ni después. Eso se comprende una vez muerto. Todo a la vez. Podría pensar que la diabetes me quitó la vida, pero me parece que no hay un antes ni un después, no hay causas ni consecuencias.Imagen relacionada

Fui rondín, ya se dijo. Me pagaban por cuidar cosas ajenas. Entre los muertos nadie roba nada. Entre los vivos es otra historia. Mi vida consistió básicamente en permanecer largas horas de pie o bien girando en círculos. Pues las rondas suelen ser circulares, dado que el mundo es redondo y uno debe abarcarlo en 360 grados cuando se trata de vigilar o cuidar los bienes de los otros. Se roba mucho en la Tierra. Y se vigila el doble.

Hubo un tiempo en que inventaron los relojes de control. Esto se veía venir y yo diría que fue la perdición de los rondines. Había que pasar regularmente por el mismo punto y marcar una tarjeta donde quedaba en evidencia cuántas vueltas daba uno alrededor, cuánto se demoraba y todo eso. Luego cambiaron las tarjetas por los llamados huelleros biométricos, cosa de que nadie pudiera suplantar a otro. Tu dedo índice o nada.

A nadie se le ocurrió que yo iría perdiendo los dedos uno por uno. Por culpa de la diabetes, ya se dijo. Primero los de los pies y luego los de las manos. En mi vida como muerto pienso que fue una manera de rebelarme. Ofuscada, sin duda.

Digo que la enfermedad empezó por abajo. Una herida que me causaron los bototos o acaso las heladas de invierno. O ambas cosas. Los dedos se entumecen. Cuando uno está vivo. Luego no vuelve a suceder.

Para mi gusto la vida de los muertos vale la pena. Yo era muy bruto cuando estaba vivo. Me dejé estar y empecé a curarme las heridas con un desinfectante para pisos y baños. Tomaba el envase y me rociaba el líquido en los pies. No quería mirarme las heridas, tenía esa convicción idealista o infantil de que aquello que desaparece del horizonte visual deja de existir. Sólo como muerto puede uno darse esos lujos.

Resultado de imagen para muerteUna mañana mi mujer sintió el olor a podrido y al quitarme el bototo se encontró con las llagas. Pobrecita, era tan bruta como yo. También está muerta pero ya no nos vemos, pues aquí uno no se encuentra con nadie y tampoco echa de menos a nadie. Vale la pena estar muerto, insisto. Las curaciones no dieron resultado, avanzó la podredumbre y debieron amputarme tres dedos del pie izquierdo. Mientras no te corten el dedo gordo puedes seguir caminando. Te bamboleas y todo, pero puedes dar un paso tras otro, que así se camina en el mundo de los vivos.

Junto conmigo progresó la diabetes. Esto se comprende de muerto. Es como una música donde los instrumentos suenan al mismo tiempo y en pleno acuerdo. Uno oye la melodía. Cuando ya está muerto, digo. Aquí nada desafina. Al mismo compás nos íbamos mudando de casa, pues nos subían el arriendo o nos echaban porque sí. En vida fui rondín, vigilante y nómade.

Ahora me expreso en la lengua universal de los muertos y todos pueden entenderme. En dos años perdí los diez dedos de los pies y me quedé en silla de ruedas. En el hospital no se molestaban en avisarme. Despertaba de la anestesia con los pies vendados preguntándome cuántos dedos faltarían. Cada vez que me mudaba de casa terminaban por amputarme algún pedazo del cuerpo. No entiendo por qué era así, pero sucedía. También es parte de la melodía que puedo oír desde este lugar. El cuerpo es una molestia sonora.

La diabetes me soltó por abajo y empezó a atacarme por arriba. Me quedaron dos muñones en las manos con los que seguí empujando la silla de ruedas con ayuda de unos guantes especiales, de cuero muy áspero. Me habían jubilado por invalidez pero necesitaba dinero. Así de bruto era yo. Me dejaban en la silla con un pito en la boca para soplar en caso de cualquier movimiento sospechoso.

Luego me amputaron los pies, tras los pies siguieron las piernas, hasta las rodillas, y luego me cortaron los muslos y me quedaron dos tocones grotescos. Me quitaron el pito de la boca y me pusieron frente a un botón que podía presionar con el chongo de una mano si alguien entraba a robar. No me despedían por caridad; ahora de muerto lo comprendo muy bien. Pero cuando uno está vivo se cree siempre útil, y siempre desea sentirse útil.

La utilidad mueve al mundo y los corazones. Nada que hacer. En lo poco que me restaba de vida no tuve oportunidad de presionar aquel botón; ¡no saben lo que me habría gustado escuchar su sonido! Pasé horas en silencio pidiendo ser útil. Esperando a los ladrones, digamos.

Entretanto la diabetes me visitó por arriba de nuevo. Fuera ambos brazos. No había nada más que amputar, mi mujer lo sabía y miraba con una especie de horror compasivo a ese bofe que era yo botado encima de la cama. Mi gran problema era estar vivo. Mi problema, diría yo, era haber nacido. ¿Cómo se les había ocurrido a mis padres la idea de concebirme?

Todos mis hijos apartaban la vista de mi cuerpo lamentable, dándome mayor razón. Yo no creía en Dios y la muerte me ha dado mayor razón aún. Yo los invito a morir.

 

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