Alejandro Méndez Casariego: El siglo 20 no fue peor que el 19 o el 18
Nuestro entrevistado, Alejandro Méndez Casariego, poeta, traductor y gestor cultural, afirma, por ejemplo, que “Uno atraviesa momentos de ‘fertilidad’, que son una especie de estado de celo”, así como que “La preocupación por la propia trascendencia, siempre me produjo asombro, y hasta cierta irritación”.
—¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba?
—Supongo que, más allá de algunos monigotes que representaban a mi familia y mi casita, lo primero destacable fue un poema que escribí a los siete años, y del cual creo que aún conservo una copia que mi madre pasó a máquina en aquella época. Se llamaba “La tristeza de los nidos”. Trataba de describir el sufrimiento de una madre pájaro al encontrar destruido el nido en el que había dejado a sus pichones. Literalmente, una lágrima. Años más tarde, a los doce, escribí un poema basado en una experiencia personal que me cambió definitivamente en más de un sentido. Por primera vez, sentí que quería a alguien más que a mí mismo. Eso es, para mí, la enseñanza del amor adolescente. Escribí un poema al que llamé, más tarde, “La chica de la polio”. Muchas décadas después lo retoqué un poco, y aún lo leo.
—¿Cómo te llevás con la lluvia y cómo con las tormentas? ¿Cómo con la sangre, con la velocidad, con las contrariedades?
—Para ser preciso, diría que me llevo bien con la lluvia torrencial, descontrolada, salvaje, pero muy mal con la lluvia persistente, rala, molesta e interminable de la ciudad. La velocidad no me seduce. Con la sangre tengo una relación natural; soy de los que miran cuando le clavan la aguja para una extracción, pero no de los que se succionan la sangre de la herida con placer. Con las contrariedades también tengo una relación natural: las odio.
—“En este rincón” el romántico concepto de la “inspiración”; y “en este otro rincón”, por ejemplo, William Faulkner y su “He oído hablar de ella, pero nunca la he visto.” ¿Tus consideraciones?…
—Prefiero decir que uno atraviesa momentos de “fertilidad”, que son una especie de estado de celo. Considero que esto no es exclusivo de la actividad artística: a veces, esa fertilidad está presente en actividades menos sutiles. Como cuando nos despertamos y decimos: Qué ganas de limpiar tengo hoy o de salir a correr, o de tener sexo. Es difícil determinar qué elementos influyen en ese estado, pero he llegado a pensar que intervienen no pocos elementos físicos (corporales), además del contexto y algunos estímulos externos.
Cuando digo esto, estoy diciendo que de alguna manera uno puede “ayudarse” a lograr esos momentos: ciertas lecturas, dormir bien, entorno sosegado. A veces, incluso los olores. Ojo, también he sentido el “relámpago”, la inmediatez, la urgencia, pero no creo que por sí solos estos fenómenos garanticen un buen trabajo. Prefiero una mezcla de estado de fertilidad y manejo certero de las herramientas que uno ha ido aprendiendo a usar. Y sobre todo tener qué decir, y voluntad para hacerlo.
—¿De qué artistas te atraen más sus avatares que la obra?
—Soy honesto si afirmo que, si no me gusta una obra, no ahondo demasiado en los otros aspectos de la vida del escritor o del artista en general. Por el contrario, si la obra me seduce me empiezan a interesar algunos otros aspectos de su vida, y suelo escarbar un poco por allí.
—¿Lemas, chascarrillos, refranes, proverbios que más veces te hayas escuchado divulgar?
—Nada. Quien me conoce sabe que rechazo todo tipo de frases. Por lo general, las frases encierran un aspecto de la cosa, y nunca la cosa entera, y son, por lo tanto y casi siempre, parcialmente falsas e ineficaces. Si debiera elegir una, sería aquel “Sólo sé que no se nada” que se le atribuye a Sócrates.
—¿Qué obras artísticas te han —cabal, inequívocamente— estremecido? ¿Y ante cuáles has quedado, seguís quedando, en estado de perplejidad?
—Me estremecieron, o tal vez, mejor dicho, me impactaron fuertemente“Romancero gitano”, de Federico García Loca, “El Quijote de la Mancha”, “Las almas muertas” de Nikolái Gógol, parte de la poesía de Dylan Thomas.Entre otras innumerables obras literarias. Perplejidad, en el sentido de asombro y duda, me produjeron y me producen buena parte de la obra de Fiódor Dostoievski, de Victor Hugo, de Franz Kafka. Las novelas “América”, “El proceso” y “El castillo”, de este último, me dejaron realmente en un estado alterado.
—¿Tendrás por allí alguna situación irrisoria de la que hayas sido más o menos protagonista y que nos quieras contar?
—Tengo situaciones irrisorias como para hacer un manual, porque soy un despistado de origen, el típico distraído que no sabe en qué día vive y no puede recordar ni su propio cumpleaños. Además, tuve un período de la vida en que solía hablar sin reflexionar mucho (debo decir que esa etapa quedó, por suerte, superada), lo cual me llevaba a metidas de pata épicas. Pero relacionados con la actividad poética, se me hace presente un caso que en una de esas vale la pena mencionar: cuando Gerardo Curiá y Lidia Rocha me invitaron a hacer tres presentaciones de libros simultáneas. Eran libros recientes de Leticia Hernando, Leonardo Martínez y Daniel Muxica.
No tuve mayor dificultad con Leticia y Leonardo, a quienes había leído y escuchado profusamente y con quienes tenía amistad cercana. Muxica, en cambio, era un descubrimiento para mí: no había leído nada de él, y seguramente “El elogio de la dispersión” no era su obra más transparente. Fue arduo. Me hizo sudar como nunca nadie. Pero, finalmente, quedé conforme con el resultado: me pareció haber encontrado el meollo, la fuerza motriz del libro. Terminadas las presentaciones, charlando en rueda, Daniel, me felicitó afectuosamente, con las siguientes palabras (aprox.): “Es la reseña más brillante que haya escuchado sobre un tema que no tiene absolutamente nada que ver con lo que quise decir en el libro”. Tendamos un manto de piedad.
—¿Qué te promueve la noción de “posteridad”?
–La preocupación por la “posteridad”, en el sentido de la preocupación por la propia trascendencia, siempre me produjo asombro, y hasta cierta irritación. Como buen ateo, siempre pensé en la posteridad como en algo que no me incluye y a la que, por lo tanto, tampoco incluyo yo entre mis inquietudes. Honestamente, si alguien lee o no un poema mío cuando yo ya no esté, me es completamente indiferente.
—“¿La rutina te aplasta?” ¿Qué rutinas te aplastan?
–Las rutinas que me aplastaban, y que por suerte ya dejé atrás, fueron las laborales. Siempre tuve un problema con cumplir horario, viajar todos los días al mismo lugar, la “repetición de los saludos”, como diría Thomas, la tarea poco satisfactoria. Sufrí con todo eso. En cuanto a las rutinas que yo mismo me impongo, las que establecen una serie de rituales diarios que me son entrañablemente familiares, me dan mucha paz, y las atesoro.
—¿Para vos, “Un estilo perfecto es una limitación perfecta”, como sostuvo el escritor y periodista español Corpus Barga? Y siguió: “… un estilo es una manera y un amaneramiento”.
—Lo de Barga, a quien no conocía hasta hoy, lo incluyo dentro de la opinión que me merecen las frases: intentan abarcar en una sola definición, algo que tiene muchas, que es subjetivo, y por lo tanto inabarcable. No creo que exista algo a lo que pueda caberle la calificación de “perfecto”. Yo podría arriesgar que, desde mi punto de vista, un estilo es una forma de decir que intento variar permanentemente; en eso consiste la exploración, la experimentación, el ensayo. A lo que es más difícil escapar es a la propia voz, que generalmente se hace notar a través de los distintos estilos por los que uno va transitando.
—¿Qué sucesos te producen mayor indignación? ¿Cuáles te despiertan algún grado de violencia? ¿Y cuáles te hartan instantáneamente?
—Siempre me produjo una intolerable indignación, y a la vez reacciones apenas contenidas de violencia, el hecho de que sea aceptado como natural que en el mundo coexistan las enormes fortunas, con la miseria más dolorosa. Y me sorprende que este hecho no desate estados de permanente rebelión. Es algo que no puedo concebir. En algunas casas se tiran restos de una fiesta que podrían alimentar a una familia por varias semanas; en otra casa, niños se mueren de hambre por no tener acceso a lo básico. La sola idea me subleva. Sea perdonado si caí en la obviedad o en el cliché, pero las cosas como son: no se me ocurre nada que me disguste más. Esto fue así desde mis quince años.
Me harta la vocación de figuración, la lucha por espacios que no significan absolutamente nada, que suelen darse en el ambiente poético. Cansan, repugnan, hastían.
—¿Qué postal (o postales) de tu niñez o de tu adolescencia compartirías con nosotros?
—La infancia: galopando en caballos de remonta, por las calles del barrio militar en Jujuy, en malón con mis hermanos. Esto intenté retratar en mi libro “Pieles rojas”. La adolescencia me trae la primera (y tal vez única de esa intensidad) sensación de enamoramiento: el mareo, el vértigo, la incontenible euforia. A esto nunca pude retratarlo.
—¿En los universos de qué artistas te agradaría perderte (o encontrarte)? O bien, ¿a qué artistas hubieras elegido o elegirías para que te incluyeran en cuáles de sus obras como personaje o de algún otro modo?
—Acá viene una respuesta tal vez inesperada: a Sandokán, a bordo de la Mompracem o de La Perla de Labuan, con la tempestad bramando a su alrededor. En cualquiera de los tres libros: “Sandokán”, “El tigre de la Malasia”, “Los dos tigres”. Ergo, a Emilio Salgari.
—El silencio, la gravitación de los gestos, la oscuridad, las sorpresas, la desolación, el fervor, la intemperancia: ¿cómo te resultan? ¿Cómo recompondrías lo antes mencionado con algún criterio, orientación o sentido?
—Por partes: el silencio me es grato, pero no me molestan los sonidos opacos, la música de la vida aconteciendo.
Me parece que los gestos gravitan desde su autenticidad; porque es tanto un gesto lo espontáneo, como el que se realiza desde la composición de un personaje, pero no tienen el mismo valor.
En cuanto a la desolación, me resulta fuertemente poética, tiene un peso descriptivo que ninguna otra palabra es capaz de igualar; de hecho, su sola mención nos exime de otras consideraciones.
El fervor me produce perplejidad. Nunca logré sentirlo plenamente, no es lo mío. La intemperancia es daño, es pequeñez, y desemboca en crueldad y vileza.
—¿A qué artistas en cuya obra prime el sarcasmo, la mordacidad, el ingenio, la acrimonia, la sorna, la causticidad… destacarías?
—A Shakespeare, al Miguel de Cervantes del Quijote, al Gógol de “Las almas muertas”.
—¿Qué apreciaciones no apreciás? ¿Qué imprecisiones preferís?…
—No aprecio las verdades de perogrullo, el falso sentido común, que suele ser el superficial, el poco reflexivo. Prefiero las imprecisiones que derivan a veces de la libertad creativa. Los flecos, digamos, sin abusar.
—¿Viste que uno en ciertos casos quiere a personas que no valora o valora poco, y que en otros casos valora a personas que no quiere? ¿Esto te perturba, te entristece? ¿Cómo “lo resolvés”?
—No me pasa. No quiero a personas que no valoro. Para ser preciso: para querer a alguien le tengo que encontrar algún valor, sea del tipo que sea: talento artístico, bondad, generosidad, simpatía, solidaridad, algún tipo de destreza. Lo que fuera. Hay personas en nuestro ambiente a las que quiero mucho, y cuya obra poética no me convence para nada. Pero son generosos, solidarios, cariñosos. Valores que pongo muy por encima del talento para escribir poemas.
—¿El mundo fue, es y será una porquería, como aproximadamente así lo afirmara Enrique Santos Discépolo en su tango “Cambalache”?
—Me temía esta pregunta. Me parece un hermoso tango, en muchos aspectos. Pero creo que, si vamos a profundizar, carece de rigor histórico. El siglo 20 no fue peor que el 19 o el 18. A medida que vamos hacia atrás en la historia nos encontramos con atrocidades cada vez más difíciles de concebir. No comparto aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. La historia es un compendio de aciertos y errores. De todos modos, me gusta cantar ese tango, como nos gusta cantar, a veces, canciones cuyas letras no nos representan demasiado, pero que suenan maravillosamente bien.
—Por la fidelidad y entrega a una causa o proyecto, ¿qué personas (de todos los tiempos y de todos los ámbitos) te asombran?
—El Ché, Galileo Galilei, Karl Marx, Saladino, Rosa Luxemburgo, Hypatia de Alejandría, Juana de Arco, Giordano Bruno, Thomas Moore, Espartaco, Sócrates.
—¿Qué te hace“reír a mandíbula batiente”?
—No me río mucho. La risa es otra de las cosas que me producen alguna perplejidad. Sonrío ante la ironía, lo gracioso, lo bueno, pero no tengo carcajada. Lo que más me divierte, hablando en general, son las buenas imitaciones.
—¿Cómo afrontás lo que sea que te produzca suponerte o advertirte, en algunos aspectos o metas, lejos de lo que para vos constituya un ideal?
—Desde el punto de vista profesional, laboral, o poético, lo tomo con calma. No le doy demasiada importancia. Lo que tuvo valor, sigue conmigo. Respecto a mi visión ideológica del mundo, reconozco sentirme desalentado, decepcionado.
—El amor, la contemplación, el dinero, la religión, la política… ¿Cómo te has ido relacionando con esos tópicos?
—Si hablamos de amor romántico, para mí es una aleación de necesidades y sensaciones múltiples, un sentimiento compuesto. Me cuesta verlo como entidad separada, como concepto con límites precisos. Más o menos lo mismo me pasa con el odio.
En cuanto al dinero,luego de una infancia y adolescencia bastante regalada, fue escaso el resto de mi vida, en algunos momentos incluso muy escaso, pero pude sobrevivir a los peores años. Parte de la carestía se debió a decisiones conscientemente tomadas, a un desclasamiento por causas ideológicas. Lo relaciono estrictamente con la supervivencia y con darse algunos gustos. No mucho más que eso. No requiero mucho más.
Respecto a la religión, siempre me produjo extrañamiento ver a millones de personas moviéndose en torno a lo imaginario o inexistente. Esa enorme parafernalia que rodea lo religioso, me deja atónito, me impresiona mucho. Esto no implica que no respete las creencias; jamás se me ocurriría tratar de hacer escéptico a un creyente. Por otro lado, hay aspectos de las religiones que me interesan y me seducen. Los evangelios, particularmente el de San Juan, me parecen hermosos poemas. Parte de la liturgia católica, y el canto gregoriano, me resultan maravillosos.
La política fue mi vida durante por lo menos tres décadas. Hoy, sin renegar de ella, me pregunto sobre los frutos de toda la energía que le dediqué.
—¿A qué obras artísticas —espectáculos coreográficos, films, esculturas, música, pinturas, literatura, propuestas teatrales o arquitectónicas, etc.— calificarías de “insufribles”?
—Sería una larga lista, pero trato de mencionar algunas, para no desertar. Me resulta insufrible el cubismo, y la escultura no figurativa. Al teatro no voy; soy incapaz de meterme en una trama cuya artificialidad es destrozada por un contexto, visible para mí, de butacas, escenario, actuaciones en las que los actores levantan la voz para hacerse oír. Simplemente, no puedo comprar esa ficción, no me gana.
No incursioné, en literatura, en territorios que no me fueran recomendados. Haría una sola excepción con “Adán Buenos Aires” y “El banquete de Severo Arcángelo”, de Leopoldo Marechal.Ambos libros me parecieron ampulosos, pretenciosos y de poco interés. En ambos casos me costó terminar de leerlos.
En cuanto a lo arquitectónico, no comparto, por ejemplo, la pasión por Antonio Gaudí, aunque eso no me impide admirarlo. Personalmente prefiero el gótico puro y el clásico, las formas más definidas.
—¿Qué calle, qué recorrido de calles, qué pequeña zona transitada en tu infancia o en tu adolescencia recordás con mayor nostalgia o cariño, y por qué?…
—El recorrido, en mi segmento de infancia porteña, de mi casa al colegio. Calles Luis Maria Campos, Maure, Villanueva, Lacroze, 11 de Septiembre. Solíamos ir caminando al colegio, a unas diez cuadras de casa, y la, para mí, misteriosa antigüedad de ese barrio me fascinaba. En lo que llamábamos “la casa de los Blaquier”, me detenía a observar esos jardines semi abandonados, y me transportaban muy lejos las historias que imaginaba. Este recorrido tuvo mucho que ver con mi inclinación literaria. Todavía suelo ir, cada tanto, para reactivar algo de aquellas sensaciones.
—¿Cómo reordenarías esta serie?: “La visión, el bosque, la ceremonia, las miniaturas, la ciudad, la danza, el sacrificio, el sufrimiento, la lengua, el pensamiento, la autenticidad, la muerte, el azar, el desajuste”. Digamos que un reordenamiento, o dos. Y hasta podrías intentar, por ejemplo, una microficción.
—Se me hace difícil. Hay muchas palabras allí que jamás uso: no creo haber usado las palabras bosque, miniatura, autenticidad, azar o desajuste, jamás. Por lo tanto, el orden tendría más que ver con lo aleatorio, con un lanzamiento de dados. Sí he usado ciudad, sacrificio, sufrimiento, ceremonia, danza, pensamiento y visión. Tal vez el uso o no uso de estos vocablos sea más significativo que un armado artificioso.
—“Donde mueren las palabras” es el título de un filme de 1946, dirigido por Hugo Fregonese y protagonizado por Enrique Muiño. ¿Dónde mueren las palabras?…
—Siendo subjetivos, y recordando un poema de Santiago Sylvester en el que habla de su madre (algo así como “mi madre piensa que el universo –o el mundo– se terminan con ella, y en algún sentido tiene razón”), yo creo que las palabras se terminan en la muerte. Si no estamos, no hay nada, en lo que nos concierne. Y eso incluye las palabras. Sobre el resto, siempre habrá algo que decir.
—¿Podés disfrutar de obras de artistas con los que te adviertas en las antípodas ideológicas? ¿Pudiste en alguna época y ya no?
—Honestamente, me cuesta. Y caemos en el caso de Ezra Pound. No es que me niegue a leerlo. Lo he hecho. Pero no logro evitar percibir la bruma que ciertas concepciones ideológicas tiende sobre ellos. De hecho, creo que, de alguna manera, la gente que es jodida ideológicamente (y no me refiero a los matices, sino al racismo, el fascismo, la intolerancia), en algún momento trasunta esta ideología en la obra. La ideología suele, casi inevitablemente, filtrarse hacia la obra, aunque a veces cueste descubrirla. Esto no arruina la obra, simplemente le agrega un condimento que es necesario digerir. Dejar de leer a alguien por su ideología me parece una necedad.
—¿Cómo te cae, cómo procesás la decepción (o lo que corresponda) que te infiere la persona que te promete algo que a vos te interesa —y hasta podría ser que no lo hubieras solicitado—, y luego no sólo no cumple, sino que jamás alude a la promesa?
—Me cae muy mal, tanto si lo hace conmigo como si lo hace con otros. Mi desprecio a cierta gente no tiene mucho que ver con cómo son o actúan conmigo, sino cómo son, en general, en sus relaciones y compromisos. A mí nadie me ha dañado mucho. Pero he visto a muchos dañar a otros con este tipo de cosas.
—No concerniendo al área de lo artístico, ¿a quiénes admirás?
—A Lenin, a Usain Bolt, a Bruce Lee, a Marie Curie, a Giordano Bruno, a quien dicen algunos que fue Jesús, a Mahoma, a Leonardo da Vinci.
—¿Tus pasiones te pertenecen o sos de tus pasiones? Pasiones y entusiasmos. ¿Dirías que has ido consiguiendo, en general, distinguirlos y entregarte a ellos acorde a la gravitación?
—No soy un apasionado. Por suerte o desgracia, dependiendo desde el momento y lugar que se lo mire, las pasiones nunca llegaron a envolverme. No creo nunca haberme entregado plenamente a nada. Mis entusiasmos son permanentes y, por lo tanto, poco expansivos. Los voy llevando. Nunca me sentí atrapado por ellos, pero los tengo, y han sido poderosos, me han sostenido y me han dado impulso.
—¿Qué artistas estimás que han sido alabados desmesuradamente?
—Rubén Darío, Pablo Neruda, Frank Sinatra (por los tres tuve discusiones ásperas con mucha gente).
—¿Acordarías, o algo así, con que es, efectivamente,“El amor, asimétrico por naturaleza”, tal como leemos en el poema “Cielito lindo” de Luisa Futoransky?
—Absolutamente.
—¿El amanecer, la franca mañana, el mediodía, la hora de la siesta, el crepúsculo vespertino, la noche plena o la madrugada?
—La madrugada, la muy temprana madrugada, tipo 4. Para mí es la hora perfecta: casi como si el mundo todavía no empezara. Es la hora a la que,
aproximadamente, me despierto. La hora para escribir, para pensar, para estar solo.
—¿Qué dos o tres o cuatro “reuniones cumbres” integradas por artistas de todos los tiempos y de todas las artes nos propondrías?
—Jajá. Esta pregunta no es para mí. Nunca fantaseé con tales cosas. Los prefiero así, separaditos, en el lugar que la vida les dio. Siempre que me sugieren estos encuentros se me produce una gran perplejidad. Se me ocurre que no se entenderían, que no podrían comunicarse. Y que, por lo tanto, todo terminaría mal.
—Seas o no ajedrecista: ¿qué partida estás jugando ahora?…
—Una en la que estoy cerca de tirar al rey propio. Simplemente por reconocer que a la muerte no se le puede ganar.
Alejandro Méndez Casariego nació el 19 de diciembre de 1952 en Buenos Aires, donde reside, capital de la República Argentina. Estudió Historia en la Universidad Nacional de Cuyo. Fundó y coordinó junto con José Emilio Tallarico y Gerardo Lewin el Ciclo de Poesía “El Orate y la Musa”, además de otros espacios de lectura con diversos escritores. Poemas y otras colaboraciones de su autoría fueron difundidos en medios electrónicos y en revistas de soporte papel de su país, Paraguay, Perú, Puerto Rico e Inglaterra. Tradujo del inglés obras de Dylan Thomas, D. H. Lawrence, Wallace Stevens y Edgar Allan Poe. Dirigió talleres grupales de poesía y traducción entre los años 2000 y 2012. Actualmente dirige clínicas y talleres de poesía. Integró en 2005 la antología “País de vientre abierto (poesía social argentina de principios del siglo XXI)”. Publicó entre 2003 y 2019 los poemarios “El elefante de cartón”, “Los réprobos”, “Los dioses del hogar”, “Pieles rojas” y “La mujer del samurái”.
*Cuestionario respondido a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Alejandro Méndez Casariego y Rolando Revagliatti, septiembre 2020.