Desigualdad, discriminación, cultura del privilegio, evasión fiscal, política industrial. Tras media vida lejos del debate público, este quinteto de conceptos ha pasado a primera línea en los círculos de poder en América Latina. Más aún desde el inicio de las protestas en Chile y, en menor medida, en Colombia. «La gente está cansada; y el modelo económico, agotado», repite la secretaria ejecutiva de la Cepal, Alicia Bárcena (Ciudad de México, 1952). Entre respuesta y respuesta, y con la megafonía del aeropuerto de Barajas como melodía de fondo, la jefa del brazo de Naciones Unidas para el desarrollo económico de la región apura a toda prisa un refresco antes de embarcar rumbo a Roma para participar en una cumbre de economistas auspiciada por el Papa en el Vaticano. Todo, a ritmo de vértigo.
– La secuencia se repite desde hace años: tanto ustedes como el resto de organismos internacionales publican sus previsiones de crecimiento para América Latina y la realidad acaba desmintiéndoles poco después. ¿Demasiado optimismo?
–Con este año van a ser ya siete de crecimiento muy bajo, y eso debe ser una señal de alerta. El contexto externo no ayuda, pero la región tiene un problema importante de productividad: es muy baja y no ha
avanzado. Hay excepciones, claro, como Perú y Colombia, economías que sí crecen.
–La región ha dejado pasar la estela del resto del bloque emergente.
– A diferencia de muchos países asiáticos, América Latina ha perdido dos trenes: el de la política industrial y el de la innovación, dejando la toma de decisiones a las fuerzas del mercado. Está claro que ese modelo de desarrollo, sin una estrategia productiva, se agotó. Tanto en materia económica, como demuestra el bajo crecimiento, como en materia de distribución: que sigamos siendo la región más desigual del mundo quiere decir que no hemos sido capaces de repartir esa aparente expansión.
–Durante años se dijo que el orden en política fiscal y monetaria traería el crecimiento, pero…
–Con excepciones, la macro ha estado ordenada y estable. Y eso es importante, pero no suficiente. El problema es que no se ha diversificado la matriz productiva con conocimiento, con contenido nacional y con encadenamientos con pequeñas y medianas empresas. La gran fábrica latinoamericana de desigualdad sigue siendo la brecha entre las grandes y las pequeñas compañías. El caso de México es claro: exporta más de 1.000 millones de dólares al día, pero eso no se siente en la sociedad.
– Estamos viviendo un proceso de reprimarización en varias economías de la región, que hacen descansar sus exportaciones casi exclusivamente en las materias primas.
– Sí. Es un tema muy gordo, sobre todo en Sudamérica: son países que dependen de pocos productos —petróleo, cobre, plata…— y pocos mercados. Las esperanzas son Brasil, que es un país muy diverso, y Argentina, donde el nuevo Gobierno viene con la fuerza de plantear una política industrial.
–¿Por qué la política industrial ha sido, por muchos años, un anatema en Latinoamérica?
-Por el neoliberalismo puro y duro; por la escuela de Milton Friedman. El consenso de Washington tuvo un gran impacto en países como Chile, y el resultado es una economía desigual y nada diversa. En general, el modelo económico que se ha aplicado en América Latina está agotado: es extractivista, concentra la riqueza en pocas manos y apenas tiene innovación tecnológica. Nadie está en contra del mercado, pero debe estar al servicio de la sociedad y no al revés. Tenemos que encontrar nuevas formas de crecer y para eso se requieren políticas de Estado. No es el mercado el que nos va a llevar, por ejemplo, a más innovación tecnológica.
–Llevan años apuntando a la desigualdad y a la necesidad de cambiar el modelo de desarrollo de la región. Sin mucho éxito: los Gobiernos apenas les han hecho caso. ¿Siente que han predicado en el desierto?
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