Aniversarios: la montaña en este nuevo octubre

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Teódulo López Meléndez*

Se cumplen, en este nuevo octubre,  años del Descubrimiento de América, del Encuentro de Dos Mundos o como diablos a usted, amigo lector, le venga en ganas decir. También se cumple, de seguidas, la fecha en que el Señor de la Montaña se fue de este mundo impregnado de cultura grecolatina y de la herencia futura de ser llamado una especie de hábil manejador del cemento que construyó la base de la cultura francesa.

No he sido yo el que ha atado los aniversarios del viaje de Colón con el hijo de Antonia López, apellido de tan rancia estirpe paseado por la alcaldía y el parlamento de Burdeos, dado que nadie me ha dicho que tan ilustre antepasado figure en mi árbol genealógico.

No, no he sido yo, ha sido Claude Levi-Strauss, el mismo que usted está pensando, es decir, el estructuralista francés, quien ha recordado que un 13 de septiembre se murió Michel Eyquem López de Montaigne, el mismo que debió nacer para morirse de Périgord, en el castillo de Montaigne, después de haber sido alcalde pero también de escribir los Ensayos.

Toda esta historia vale porque Levi-Strauss recurre a aquella mirada melancólica de hombre sabio para indagar en el impacto moral del Descubrimiento (o como usted quiera llamarlo, ya lo autorizamos) y para vagabundear en eso que alguna vez yo llamé la inútil filosofía.

Que mejor cosa que divagar en esta coincidencia de aniversarios sobre el destino de la civilización y del hombre. Cuál es el orden que nos preside y cuál el misterio de la palabra. El Señor de la Montaña nos mostró desde su mirada distanciada la precariedad de las cosas humanas. Tal vez un castigo que pagamos sobre la primera década de un nuevo siglo es la falta de conciencia crítica en la lengua española.

Estaba previsto en las mitologías indias que los dioses habrían de venir por aquellas fechas a hacer una inspección y tal a poner orden en los negocios humanos. Desde entonces estamos deslumbrados, la fatalidad hizo coincidir las indagaciones de los brujos incas y mayas con la aparición de las grandes canoas sobre nuestras costas.

Los Ensayos, fatalidad del destino, no estuvieron traducidos al español hasta muy entrado el siglo XIX. Si hubiésemos tenido la suerte de otros pueblos europeos nos hubiese llegado, con algún tiempo, la fuente hermosa de una de las aguas claras y claves del pensamiento crítico occidental. Ah, pero la Santa Inquisición rondaba sobre las letras como águila sobre los conejillos asustados.

Bien, pero ahora debemos saber que en “Vista y anatomía de la cabeza del Cardenal Armando de Richelieu” entra imaginariamente el Señor de la Montaña, bajo el respeto de todos los presentes porque el hombre sabio que llegaba tenía una diaria preocupación, la enfermedad de Francia. Bendita manía la de los hombres de talento. Dónde están los que se ocupen de la enfermedad de América Latina, dónde los aforismos y la visión de oráculo para sentarse en cada doble aniversario que nos ocupa a diseccionar la enfermedad de Venezuela.

En algo podemos estar de acuerdo (de manera amigo lector que le levanto la autorización a pensar lo que le venga en gana) y es que el 12 de octubre comenzó la Edad Moderna. Con Colón llegó el pensamiento de un hombre del Renacimiento temprano, del cincuecento italiano, pero venían colados sin pedir permiso, fenicios, celtas, cartagineses, romanos e íberos.

Y la matanza comenzó, primero la del hombre indio, después la de sus edificaciones  bajadas piedra a piedra para montar sobre ellas los templos cristianos. Como diría ese oráculo mexicano llamado Carlos Fuentes el toro se mata porque es sagrado. Y comenzó la Edad Moderna sobre la piel de nuestros antepasados aborígenes y la oposición entre el concepto romano de Estado y del individuo y en la sangre derramada burbujeaba un trovador provenzal y un canto perdido en el minarete de la mezquita de Córdova y una extraña oración judía. Habíamos perdido la razón los hombres.

Y el debate se hizo jurídico para tranquilizar la conciencia española y con un pañuelo despedimos la Edad Media.

Ahora los historiadores dicen que en el Archivo de Indias no está registrado ningún Rodrigo y mucho menos que hubiese alguien de Triana. Entonces, ¿quién diablos divisó la costa? ¿Quién pronunció el grito terrible de nuestro destino aquella madrugada? ¿De quién era la garganta de donde salió aquella gaviota a desgranarse en el nido del cuervo? ¿Quién era el dueño de aquellas cuerdas vocales que se anticiparon a un español de los siglos por venir y que Luis Buñuel sería llamado y que se permitió en el cine cortar el ojo del surrealismo?

Vaya usted a saberlo. Lo que sí sabemos es que desde el mismísimo grito comenzaron nuestras dudas. Y desde entonces los latinoamericanos nos preguntamos quiénes somos. Séneca dijo “no permitas que nada te conquiste sino tu propia alma”. Pero nosotros fuimos conquistados y, parece, ya nada nos protege de nosotros mismos.

“No somos felices”, se dijo el hombre sabio, acomodando su bata y preparándose  a continuar con los Ensayos. Hoy lamentamos que Montaigne no escribió en español  y que en vez de Burdeos sus huesos hubiesen sido organizados en Castilla La Vieja. Ha sido llamado el padre de todos los modernos. El Señor de la Montaña nos recuerda nuestras incertidumbres. Nuestro Señor Don Quijote de la Mancha se preguntaba quien era y quien Dulcinea.  Terrible duda la nuestra, la de nuestra sangre española transformada en mestiza que nos sigue acogotando por los caminos de la vida.

Es que nos falta pensamiento crítico. Nos falta quién dedique la vida a escribir sus propios Essais, a reflexionar sobre la enfermedad de América Latina. Nos hace falta un Quevedo que ponga a Montaigne en una junta médica urgente donde comiencen a producirse las respuestas. Él dejó escrito: “Pero, ¿quiere  nuestra voluntad siempre lo que querríamos que quisiese? ¿No quiere a menudo lo que le prohibimos querer, y para nuestro evidente daño?”

Dejémoslo así. Dejemos quieto a Colón, a este genovés vecino a los cosmógrafos y profetas, conciudadano de Bruneleschi, de Massaccio y de Marsilio Ficino. Habrá que dejar a Montaigne a la espera de que despierte la clase de hombre a la que pertenecía el Señor de la Montaña.

* Escritor.
 

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