Según el pensamiento de Albert Camus hay verdaderamente un solo problema filosófico serio, y este es el suicidio.
¿No es bien enigmático el hecho de que el mayor rival en contra de uno es uno mismo? ¿de que inconscientemente perseguimos nuestra propia destrucción? Desde esos pequeñas actos que nos crean problemas personales hasta las crueldades colectivas mas inimaginables el impulso destructivo siempre ha estado presente en la historia humana como si fuera una característica esencial de nuestro ser, según diría un metafísico clásico.
Y, a pesar de su permanencia, todavía se nos presenta como un misterio sujeto a interminables controversias…. ¿hay, en realidad, algo así como un instinto de muerte?
Sigmund Freud pensaba que si. Inicialmente él concibió el aparato psíquico como un sistema homeostático dotado de cantidades de energía regulado por la búsqueda del placer y la evitación del dolor. Operando según el “principio del placer”, el objetivo básico del sistema es la liberación de la tensión de las excitaciones acumuladas para mantener el equilibrio de las energías psíquicas.
El “principio de la realidad”, bajo cuya operación las tensiones podrían tolerarse durante un tiempo para ser descargadas posteriormente, condiciona el funcionamiento del principio del placer, pero en ningún caso se aparta de su lógica básica. Posteriormente, sin embargo, la suposición del principio del placer y lo que se derivaba de él ya no explicaban satisfactoriamente las observaciones realizadas en la practica clínica.
En ocasiones, el sistema psíquico parecía comportarse precisamente en contra de lo esperado, reintroduciendo e incrementando deliberadamente las tensiones energéticas, como en los sueños, los recuerdos traumáticos recurrentes, el masoquismo, la compulsión repetitiva y la tendencia de los pacientes a obstruir el tratamiento al recrear las pérdidas y decepciones más dolorosas que son algo contrario al placer…
¿Por qué, entonces, si el placer es el objetivo de la vida psíquica, deberían repetirse experiencias específicamente dolorosas y traumatizantes? ¿No será que junto al principio del placer existe un segundo principio básico, una fuerza desestabilizadora y disruptiva que no tiende al equilibrio y la armonía, sino al conflicto y la desintegración? ¿Una pulsión primordial hacia la muerte?
Son estas cuestiones las que luego llevaron a Freud a postular una teoría que instala la contradicción en el corazón mismo del proceso psíquico. Toda agresión y destructividad en los seres humanos, proclamó, es autodestructiva. No una reacción de defensa, no una disposición innatamente brutal, sino la expresión de una pugna interna del humano consigo mismo.
Esta extraña y radical hipótesis del impulso a la muerte, de una pulsión que va mas allá del principio del placer, equivale a afirmar que el verdadero objetivo de la vida es morir y que el ciclo vital de todos los organismos es sólo una ruta indirecta a la muerte. Una tendencia a regresar a un estado inorgánico para reducir las tensiones hasta alcanzar un estado mínimo absoluto.
A pesar de sus ocasionales dudas y vacilaciones, Freud se convenció cada vez más del valor fundamental de la hipótesis del instinto de muerte que pasó a ser parte crucial en su construcción teórica. Sin embargo, el concepto no fue bien recibido por sus críticos y discípulos.
Ernest Becker, por ejemplo, expresó lo que puede ser considerado la opinión mayoritaria dentro y fuera de la comunidad analítica: “Las tortuosas formulaciones de Freud sobre el instinto de muerte pueden ahora relegarse con seguridad al basurero de la historia”… Pero no para Lacan, que no sólo enfatiza la noción del impulso a la muerte sino que la reinstala en el centro mismo de la teoría analítica, aunque no exactamente igual, al vincular la muerte con el deseo. 
Según una cita de Marx, “cuando Pedro desarrolla una actitud hacia Pablo similar a la que tiene hacia sí mismo ¿empieza a ser consciente de si mismo?”. En su concepción de la “fase del espejo” Lacan traslada de la etología animal a los seres humanos la importancia de la imago perceptual del otro miembro de la especie. Es durante esta fase, entre los seis y dieciocho meses, cuando la formación psíquica del bebe humano se establece en los registros perceptuales.
La función de la imagen, tan decisiva para el comportamiento animal, adquiere aún una mayor importancia en los humanos debido a que los primeros meses de vida se caracterizan por un estado de incoordinación motora radical que evidencia una prematuridad específica que causa el retraso de la mayoría de las funciones corporales que perduran durante los dos primeros años.
Es a través de la imagen de otra persona que el bebe adquiere el primer indicio de su integridad corporal y el primer grado de control y coordinación sobre sus propios movimientos. Es la imagen del otro lo que le permite al recién nacido relacionarse con una unidad ideal y organizar la confusión interna.
La imagen, entonces, podría considerarse la forma más fundamental de representación instintiva al movilizar vectores de impulso desde el caos de excitaciones del cuerpo infantil. Y, aunque esta capacidad coordinadora depende de la imagen de un ser externo, el júbilo de la fase del espejo consiste en que el infante comienza a comprenderse a sí mismo como agente.
El hecho fundamental que este análisis revela es que las imágenes primitivas de la fase del espejo forman la base de la “identificación primaria”, y el ego, que surge a partir de esta identificación es, por tanto, esencialmente una formación imaginaria. Y como imaginario, el yo primitivo exhibe las mismas características de permanencia e identidad que poseen las cosas del mundo. Identidad que mantiene intacta a lo largo de las diversas transformaciones evolutivas. Lo que me permite decir, por ejemplo, que yo soy ese pequeño que aparece en esa foto de mi lejana infancia.
Pero aquí hay un problema. El núcleo de nuestro ser no coincide con el ego. El sujeto y el yo no son lo mismo. Y la agresividad tiene su origen en el conflicto interno entre el sujeto y su propio yo y nada que ver con la violencia animal cuyos intentos se ven frustrados por circunstancias externas, ni tampoco con una estrategia defensiva utilizada cuando la unidad del yo se ve amenazada.
Por el contrario. La agresividad es un impulso en contra de las restricciones que la forma imaginaria del cuerpo impone en la energía vital. Por eso no es extraño que la agresividad se vincule específicamente con fantasías de desmembramiento que violan la integridad corporal. Lo que Freud llamo instinto de muerte se relaciona entonces, según Lacan, con la estructura alienante del yo imaginario que nos transforma en individuos que viven fuera de si mismos.
¿Por qué alienante? Porque el efecto que surge de la imagen en el humano divide al sujeto. Es en el otro con lo que el sujeto se identifica y se afirma por primera vez, donde cede una parte de si mismo a otro. Lo que es alienante no es la relación del ego con otro ego, sino la alienación de uno mismo con uno mismo.
En la visión de Lacan la agresividad narcisista es, ante todo, una respuesta, no tanto a un conflicto social, sino a uno interno. La agresividad original esta dirigida a uno mismo. Y es por esto que, como comenta Richard Boothby, el yo se manifiesta como defensa, como rechazo y es este rechazo lo que origina el inconsciente, como ya lo había indicado Freud.
El inconsciente está esencialmente constituído, no por lo que puede evocar, extender, localizar, sacar a luz de lo subliminal, sino por aquello que es rechazado. La exclusión, entonces, es la fuerza primordial del yo. Pero no la única. La imagen del yo representa sólo una fracción de las energías vitales del organismo. Su función unificadora siempre deja algo afuera. Y es este sobrante, esta parte de uno que se ha vuelto ajena, la que nos crea problemas porque su regreso se experimenta como una amenaza a la integridad de la identidad.
Según Julia Kristeva, lo que se rechaza y se deja como residuo en la constitución del ego asume los aspectos de opacidad absoluta, de otredad misteriosa e impensable.
Desde una perspectiva lacaniana, entonces, lo que Freud llama instinto de muerte se ubica en la tensión entre “lo real del cuerpo y lo imaginario de su esquema mental”. La presión hacia la expresión y liberación de energías somáticas alienadas por la identificación imaginaria constituye una fuerza de muerte en la medida en que amenaza no tanto al organismo biológico como a la forma alienante de la unidad del yo que responde con mayor represión. El resultado inevitable es la proyección hacia el exterior del instinto de muerte que se expresa en la violencia, la agresión, el desmembramiento y la destrucción.
Esta hipótesis de Freud en realidad no surge del vacío sino que entronca con una larga trayectoria en el pensamiento filosófico. Para no ir más lejos, en la dialéctica hegeliana encontramos la idea de que el carácter esencial de toda determinación del ser contiene implícitamente en si la sombra de su contrario. Todo ser para sí esta condicionado por una relación interna con una alteridad que permanece implícita. Toda positividad se mantiene por una fuerza de negación interna.
Como el Id freudiano, igualmente la voluntad de Schopenhauer se presenta como una fuente de fuerza pura que motiva los proyectos de consciencia, pero que en última instancia opera fuera del horizonte de la consciencia. Y, como el mismo Freud reconoció, el término Id, y algo muy parecido al concepto de instinto de muerte, también es posible notar en Nietzsche cuando él se refiere a la tensión entre el mundo de las formas apolínicas y la fuerza infernal y amenazante del exceso dionisíaco que se vislumbra en el fondo de la existencia.
Así como el psicoanálisis reconoce en la pulsión de muerte la necesaria deconstrucción de la forma alienante del ego, Nietzsche propone que el efecto catártico de la tragedia consiste en la forma en que se desmorona la identidad del individuo. Y, podríamos agregar, la inautenticidad heideggeriana es paralela al concepto lacaniano de alienación imaginaria.
El “ser para la muerte” de Heidegger y el “impulso a la muerte de Lacan” no deben tomarse simplemente como el punto final de la vida, sino que mas bien se refieren a una transformación estructural de la existencia del sujeto.
Lacan, Deleuze y Guattari reconfiguran radicalmente la identidad personal a través de una política del deseo que resuena con la visión lacaniana. El cuerpo, dominio de las energías inconscientes, se caracteriza como un campo de fuerzas que no puede definirse sin considerar su multiplicidad. “No es el inconsciente el que ejerce presión sobre la conciencia, sino es la agencia represiva de la consciencia y el ego las que aplican presiones y camisas de fuerza al inconsciente para impedir su escape”.
El rechazo de sus funciones normalizantes abre el camino a una reconstrucción esquizoide de las identidades modernas que liberan el movimiento del deseo, alejándolo de la imposición de las formas jerárquicas y las política paranoides y fascistas… ¿no es esto la reiteración del lema básico de Lacan… “Se fiel a tu propio deseo”?
Como Spinoza dijo… “ aun no sabemos lo que el cuerpo pueda hacer”.
* Profesores de Filosofía chilenos graduados en la Universidad de Chile. Residen en Ottawa, Canadá, desde el 1975. Nieves estuvo 12 meses presa en uno de los campos de concentración durante la dictadura de Augusto Pinochet. Han publicado seis libros de ensayos y poesía. Colaboran con surysur.net y el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
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