Bajo el augurio escénico de Janus
Enero es un mes augural y emblemático para nuestra dramaturgia nacional. Toma su nombre del dios Jano, del latín Janus, representado con dos caras, el espíritu de las puertas y del principio y el final. El primer día del mes es el día de Año Nuevo.
Uno de los primeros referentes del Teatro chileno moderno es Armando Moock Busquets, nacido el 9 de enero de 1894. Su primera comedia fue estrenada en 1915. El 3 de enero de 2002, cinco meses antes de cumplir los 51, falleció el dramaturgo y actor Andrés Pérez, que recreó el teatro nacional, podríamos decir, incorporando elementos de la escena popular callejera, incluidos la pantomima y la técnica circense, según cánones no escritos de la rica estética popular, cuyo influjo más notable aparece en nuestra excelsa cantautora, poeta y artista visual, Violeta Parra; asimismo, en ese notable narrador que fuera Alfonso Alcalde; también en parte de la obra poética de Nicanor Parra.
A fines de los 70, Andrés Pérez fue un joven miembro destacado de la Compañía de Teatro Itinerante, iniciativa que tiene sus raíces en La Barraca, esa célebre caravana teatral que el poeta y dramaturgo, Federico García Lorca, llevara a los rincones remotos de la geografía española, en los años 30. No resulta antojadiza esta relación, si nos remontamos a la creación del Teatro Experimental de Chile y su vínculo directo con artistas e intelectuales de la España Republicana que arribaron, a comienzos de septiembre de 1939, a Valparaíso, con sus dos mil doscientos ocho refugiados. Entre ellos, como sabemos, varios intelectuales, artistas en ciernes y maestros.
Uno de ellos era José Ricardo Morales. Habría sido quien aportó la idea del Teatro Experimental, seleccionando las obras del primer programa, según su sólida experiencia en la dramaturgia contemporánea. Parte de su bagaje fue haber procedido como director de la obra teatral de Ramón María del Valle-Inclán, primer dramaturgo de la Generación del 98.
Los fundadores del Teatro Experimental fueron José Ricardo Morales, Héctor y Santiago del Campo -siendo su primer director Pedro de la Barra-, Gustavo Erazo, Moisés Miranda, Inés Navarrete, Eloísa Alarcón, Flora Núñez, Hilda Larrondo, María Maluenda, Chela Álvarez, Bélgica Castro, Aminta Torres, Luis H. Leiva, Óscar Oyarzo, Pedro Orthous, Roberto Parada, Héctor Rogers, José Angulo, Rubén Sotoconil, Edmundo de la Parra, Héctor González, Domingo Piga, Rafael Acevedo y Alfonso Miro. Todas personas que trabajaron en la primera función y a las cuales se les reconoce en su condición de fundadores.
“Se discutió largamente el nombre del grupo. Héctor del Campo, escenógrafo, que había venido de España en el Winnipeg, junto a su hermano Santiago, contaba experiencias del teatro universitario español, de las Misiones Pedagógicas, de La Barraca con García Lorca; propuso llamarlo Teatro de Arte, en homenaje a Stanislawsky, creador del Teatro de Arte de Moscú. El técnico electricista, Gustavo Erazo, sugirió el nombre de Teatro Experimental, pues «pone a cubierto de los pedantes; todo lo que hagamos, bueno o malo, será experimentación», decía.
Héctor del Campo conoció a Pedro de la Barra en el Teatro Carrera, donde la Compañía Nacional de Teatro, encabezada por Rafael Frontaura y Enrique Barrenechea, hacía una de las temporadas en los últimos años de la década del treinta. Allí, cuenta Héctor del Campo, le propone a Pedro de la Barra la creación de un teatro estudiantil similar a los de España.
Luego vino la elección del director. Los candidatos fueron Pedro de la Barra (el elegido), Héctor del Campo y José Ricardo Morales.
Margarita Xirgu forma en Santiago una Academia de Arte Dramático. El 20 de junio de 1941, la Escuela de Teatro de la Xirgu presenta en el Teatro Municipal de Santiago El enfermo imaginario de Moliére.
Dos días después, el 22 de junio a las once de la mañana, en el Teatro Imperio, ocupado por la Compañía de Lucho Córdoba (actor peruano avecindado en Chile), el Teatro Experimental hace su primera presentación pública. Es un día domingo. Se inicia oficialmente dirigido por su principal promotor, Pedro de la Barra, con un programa de obras españolas, la «contemporánea» Ligazón de Ramón del Valle Inclán, y La guarda cuidadosa de Miguel de Cervantes. Muchos de los que estuvieron ahí no pensaron que pasaría a ser un hecho histórico para la cultura del país.” (Extraído y sintetizado de Memoria Chilena, DIBAM).
Pedro de la Barra (1912-1977), primer director, nació en Talca, comenzó como organizador de murgas en su ciudad natal. Estudió flauta traversa en el Conservatorio. En 1934 creó el Conjunto de Arte Dramático del Instituto Pedagógico (CADIP). En 1940 recibió el título de profesor de castellano. Empezó a convocar a todos los noveles actores de las escuelas universitarias, que conformaban grupos de actuación en el Pedagógico, Facultad de Bellas Artes, Derecho, Ingeniería, Medicina, y otras.
Luego de dirigir y promover el Teatro de la Universidad de Chile, De la Barra participa en el desarrollo de conjuntos similares en Concepción, Arica, Antofagasta y Concepción. Durante su instancia en Londres, estrenó su obra Viento de proa, presentada posteriormente en Santiago en 1951. Siendo director del Teatro de Antofagasta fue destituido de su cargo en 1975. Murió en Caracas, Venezuela, en 1977.
En Santiago, a principios de la década de 1970, existía una decena de compañías cuyo acceso de público era muy limitado, funcionando en pequeñas salas. Durante los breves mil días de la Unidad Popular, el gobierno incentivó la fundación y desarrollo de grupos teatrales, y algunos de estos actuaron en los barrios populosos y marginales de la gran metrópoli. ICTUS, Compañía de los Cuatro, El Túnel y Aleph. “Junto a estas, la escena teatral de todo el país se pobló de conjuntos aficionados formados por estudiantes, trabajadores, intelectuales; cuyo objetivo primordial era el de expresar su propia visión de mundo con un lenguaje nuevo, directo”.
Después del golpe militar empresarial de septiembre de 1973, todo el ámbito cultural se resintió, y el teatro fue uno de los que sufrió mayor deterioro; durante un año y medio no hubo representaciones teatrales significativas. Luego, el régimen, por medio de su escaso grupo de intelectuales, promovió la puesta en escena de obras ñoñas o estériles desde el punto de vista social, impulsando montajes de comedias de cabaret o de entretenimiento soso. El concepto de teatro empezó a entenderse como café concert, mientras la televisión iniciaba las primeras “comedias visuales” que devendrían en las vacuas teleseries, donde, no obstante, los actores y actrices de teatro encontraron un espacio de actuación y un medio de subsistencia en la crisis transversal del arte y la cultura, quizá la más profunda en esa “larga noche de piedra” que duró dieciocho años.
A pesar de todo, a finales de 1975, fue surgiendo un nuevo teatro independiente, sin apoyo estatal, por supuesto, que luchó por una apuesta casi utópica: ofrecer al discreto público expresiones populares y contingentes. La actividad teatral volvió a posesionarse en el territorio, con tópicos inspirados en la vida cotidiana del trabajo, de la crisis económica y de la violencia del Estado policial, con los medios estéticos de un lenguaje críptico o sutil, para decir lo que no podía ser expresado por medio de un discurso realista. Destacaron las obras de Juan Radrigán y Jorge Díaz, a la sazón exiliado en España.
“A mediados de la década de 1980, el teatro nacional desarrolló una intensa actividad en distintos rincones del territorio con una valiosa acogida del público. La actividad teatral de este período se nutrió de las nuevas experiencias y aprendizajes que trajeron artistas que regresaban del exilio. De este modo, aparecieron Andrés Pérez y El Gran Circo Teatro, Ramón Griffero y El Troley, Mauricio Celedón y Teatro del Silencio, Alfredo Castro y Teatro La Memoria, La Troppa, por mencionar algunos. Desde este momento y hasta la recuperación de la democracia en 1990, el teatro nacional diversificó los temas y dio espacio a la experimentación”.
Al respecto, recogemos parte de una crónica de 1986, aparecida en El País, España:
La dictadura militar, representada en un teatro chileno Santiago de Chile – 22 FEB 1986 – 00:00 CET
Una nueva obra de teatro que aborda abiertamente uno de los peores efectos de la represión en Chile la desaparición de opositores acaba de ser estrenada en un teatro de la capital, Santiago de Chile, en una demostración de cómo los grupos de teatro independientes, frente a las presiones oficiales, pueden dramatizar y representar 12 años de dictadura militar.
La emoción en la obra Lo que está en el aire no se encuentra sólo en su texto, sino también en su protagonista, el veterano actor Roberto Parada, cuyo hijo fue secuestrado y degollado, junto a otros dos militantes comunistas, por un comando parapolicial, el año pasado.
Parada interpreta a un profesor de teatro jubilado que conoce por casualidad a un estudiante en el aeropuerto, poco antes de que éste sea secuestrado por agentes de seguridad. El profesor cancela su viaje y comienza a buscar a la víctima, enfrentándose además al escepticismo de los familiares, que prefieren creer que tales cosas no ocurren. El hijo de Roberto Parada, José Manuel, fue secuestrado hace un año junto a otro militante comunista, el profesor Manuel Guerrero, desde las puertas de una escuela en Santiago. Ambos, más un tercer comunista secuestrado, Santiago Nattino, fueron encontrados días más tarde degollados en un camino rural.
La noticia
Roberto Parada estaba en el escenario interpretando una obra de Mario Benedetti cuando le avisaron de que su hijo había sido hallado muerto. «Me lo dijeron durante el intermedio», dice Parada. «Todos querían suspender la representación, pero continuamos hasta el final». Durante los ensayos de la obra, otro de los integrantes de la compañía ICTUS recibió amenazas telefónicas, pero el régimen militar no ha podido impedir el estreno de Lo que está en el aire. El Gobierno militar chileno prefiere admitir la crítica a su régimen en los teatros porque a ellos acuden audiencias relativamente pequeñas y compuestas mayoritariamente por opositores, mientras que el coste político de la censura es demasiado alto.
El arte, en sus diversos géneros y expresiones, es capaz de vencer el miedo y de trascender en circunstancias adversas. Bien lo sabemos quienes padecimos la feroz dictadura de dos décadas. El Teatro, en particular, lo demostró, llegando algunos de sus preclaros representantes a vivir en carne propia el horror de quienes sustentaban el atroz lema “Muera la inteligencia, viva la muerte”. Precursores, adelantados y contemporáneos del arte vivo de las tablas así lo demuestran.
Hoy en día, en medio de esta democracia neoliberal del espectáculo masivo y del entretenimiento fútil, los desafíos para el Teatro son otros, y no menos complejos y acuciantes. Pero el espíritu de creadores como Andrés Morales nos lleva a mantener la fe en su constante renovación y en las infinitas posibilidades de los jóvenes para coger ese testimonio, reemprendiendo la carrera de Prometeo para arrebatar el fuego a los dioses y continuar ese camino de la creación a través de la ininterrumpida cadena de las generaciones.