Benedicto XVI: un papa de transición

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

El sucesor de Juan Pablo II fue elegido en la cuarta ronda de votaciones el segundo día del Cónclave. El cardenal alemán Ratzinger, a su vez, eligió para su pontificado el nombre de Benedicto XVI, lo que se interpretó primeramente como un indicio de que seguirá los pasos de Benedicto XV, papa entre 1914 y 1922, con fama de tolerancia e incansable luchar por la paz.

En los días venideros –el protocolo vaticano es lento, la Iglesia sabe que los apuros se pagan caro– se verá si esta primera impresión causada por el nombre elegido se mantiene, o si los analistas y expertos tendrán que profundizar más en su simbología.

Antes de la muerte de Juan Pablo II los expertos en los asuntos de la política de «puertas adentro” de la Iglesia romana estuvieron proclives a pensar en que se eligiría un papa por cierto no joven, más bien conservador y cercano a la tarea del entonces agonizante pastor. Acertaron.

Josef Ratzinger cuenta 78 años, no podría acusársele de liberal en su enfoque de los problemas del siglo y trabajó codo a codo con Juan Pablo II, bajo cuyo reinado fue indiscutido en su calidad de Prefecto de la Fe.

Ya vendrán las interpretaciones –matizadas, como siempre, por cuidadosos “trascendidos” de aparentes altas esferas eclesiales– acerca de las posibles razones de los 115 cardenales actuantes en el cónclave. Una de ellas posiblemente se refiera a la conducta del aparato político interno del Vaticano respecto de la Iglesia en América, en especial en América Latina, donde ésta tiene alrededor del 43 por ciento de sus fieles.

La Iglesia latinoamericana está dividida –lo que no quiere decir que haya peligro de cisma– entre los prelados conservadores, que separan la fe de las condciones materiales en que viven los creyentes, y aquellos que –podríamos decir– mantienen que de algún modo el Paraíso se anticipa en la Tierra y que obras son amores y no buenas palabras.

A los dos sectores –y a otros: la condición de vida de la enorme mayoría de los conversos en África difiere poco de la pobreza extrema que padecen sus cofrades latinoamericanos– un papa de transición, que mantenga el frágil equilibro logrado por Paulo VI y Juan Pablo II, luego de las expectativas de una acción más terrenal de la Iglesia que despertó el Concilio Vaticano II, a principios de la década 1961/70, les conviene.

Las grandes batallas son tan silenciosas como minuciosamente preparadas. No existe peligro inmediato de rebelión, un cisma está lejos, pero los historiadores y teólogos del Vaticano no han olvidado, por cierto, el vendaval social, sangriento y prolongado, que se desató en Europa cuando Martín Lutero se vio obligado a “abrir” la doctrina al pueblo por el silencio del papado ante las denuncias, más que de corrupción de los curas, de abandono de la grey por los obispos y otros nobles de la Iglesia.

Existen indicios de que Benedicto XVI a lo largo de su vida sacerdotal no ha miradao con malos ojos la descentralización de la Iglesia, lo que equivale a su democratización: en términos orgánicos temporales el papa es un monarca absoluto y los príncipes –obispos, arzobispos y cardenales– sus delegados que a nadie sino a él rinden cuenta.

Juan Pablo II restó influencia al “ejército personal” del papa, la Compañía de Jesús, juzgando probablemente demasiado liberal su comprensión del mundo extra-iglesia, y otorgándole mayor confinza al Opus Dei, cuyas imbricaciones con los poderes terrenales en los planos político y financiero son de sobra conocidos.

En suma: Benedicto XVI, sacerdote desde 1951, filósofo y teólogo, tendrá un papado breve –que se puede aventurar por la estadística de la expectativa de vida contemporánea– y su misión será preparar el terreno para la próxima cosecha.

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