Cáncer: entre la enormidad de la sospecha y la tontería de pensar

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América Latina es una provincia curiosa del mundo: geografía desmesurada y desmesurada entrega de sus riquezas rigen su destino, junto una también desmesurada capacidad para olvidar humillaciones. América Latina es su gente enferma de desmesura, hermosa en su permanente y —vamos— desmesurada decadencia que no conoció otro cénit que las, otra vez desmesuradas, hazañas de sus antepasados. | RIVERA WESTERBERG.

Convengamos: la creación de los ejércitos libertadores que caminaron y cabalgaron de los llanos venezolanos hasta Pichincha y cruzaron el helado y elevado macizo andino para las batallas por la libertad de América, y ganarlas, no tiene parangón en la historia militar. Pensemos lo que pensemos, sus generales (siempre al frente) merecen —como cada uno de los anónimos soldados— sus nombres hasta en la última plazoleta del poblado más perdido.

Ése fue el cénit; de esos días quedan proclamas y más de un esqueleto enterrado en los caminos que esos mismos ejércitos —de guerreros más que de soldados— abrieron a lo largo de miles de kilómetros. Concluidos los combates se inició el mundo de las traiciones internas y de las manos que, desde afuera, movieron y mueven los hilos de las marionetas contemporáneas.

Acaso permanecen en lo circunvalante los besos de Bolívar y Manuela, la mirada larga de San Martín, el heroísmo de mil capitanes, tenientes, sargentos, cabos, zambos, negros, indios, blancos —todos mestizos— nunca recordados. Si tenemos que ir desnudos al combate —pensaron y alguien lo dijo—, iremos a la guerra en pelotas.

Hoy la guerra es otra (porque es la misma bajo otro cielo que es el mismo), y quizá haya que decir lo mismo de otra forma; algo así como que si tenemos que ir al combate con cáncer, cancerosos ganaremos. Es de esperar que después, esta vez, sepamos parar traiciones e intrusiones.

El enemigo enferma o muere

Por ahora es imposible y sería irresponsable levantar acusación alguna, ¿contra quién?, por el simple hecho de que algunos dirigentes políticos, en breve lapso, hayan sido víctimas de cáncer. Es el caso de Fernando Lugo, en Paraguay; Lula Da Silva, en Brasil; Hugo Chávez, en Venezuela; Dilma Rouseff, también en Brasil, y, en la Argentina, Cristina Fernández. Antes enfermó Fidel Castro.

Sin duda meras coincidencias; sólo que es difícil estadísticamente tanta coincidencia; y no quisiéramos tener que sumar al listado a otros políticos —como el ecuatoriano Rafael Correa, en Bolivia a Evo Morales, al presidente de Nicaragua, en fin, y bien puede a que a otros personajes en el campo intelectual, académico, sindical, etc…—, que piensan diferente unos de otros, pero cuya característica común sea buscar un camino distinto al que impera en el continente.

Uno recuerda las acusaciones, allá por la década de los setentas, esgrimidas en contra de los servicios del espionaje búlgaro de enfermar o asesinar a sus enemigos mediante mínimas heridas infringidas, por ejemplo en las calles de Londres, con la punta de un paraguas.

El ejercicio de la política bajo ciertas circunstancias resulta indisolublemente unido a la enfermedad causada y la muerte cometida. Antaño el veneno, como en Roma imperial, costumbre en absoluto abandonada, o la siquiatría en la URSS —había que ser muy loco, era el razonamiento, para ser antisoviético— que puso a juan y diego en hospitales que «tratan» la mente. En Occidente semejante estrategia tiene pocos (que se sepa) ejemplos; un poeta y un médico saltan al recuerdo.

Uno a estas alturas no sabe qué es mejor —o peor, según la óptica—, si los asesinatos como los de Zapata, Villa, Sandino, suicidios como los de Balmaceda o Allende, fusilamientos como los de los montoneros, derrocamientos salvajes como los de Arbenz, masacres varias, en fin, o estos males modernos que bien parecen inoculados bajo el signo de Ofiuco (porque la sierpe es venenosa).

Largo camino de pestes entre la sífilis y la tuberculosis desatada a partir del «descubrimiento», la viruela inoculada con mantas que protegerían del frío, la silicosis que baila en los pulmones mineros, la leucemia de los cafetales y estos nuevos enfermos de cáncer…

Ajenos a los misterios de las ciencias biológicas los pueblos no tienen herramientas para saber si están sometidos a un experimento médico que elige —cuidadosamente— a algunos de sus dirigentes para probar nuevos tratamientos o si deberá prepararse para enfrentar un futuro segmento de su historia sin ellos; al fin y al cabo no parecen estar maduras las uvas para un genocidio callado (no sería, por otra parte la primera vez que se intente ponerlo en práctica: todavía en el Alto Perú ruedan acusaciones de esterilizar mujeres, humanitaria idea que llegó con la ayuda médica de los voluntarios de la Alianza para el Progreso).

Puede que existan las ligas demoníacas de las que quiso advertirnos maese Bush; también puede existir el Gran Satán de que habló el ayatolá Jomeini.

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