Colombia: De “falsos positivos” a “tangibles simulados”

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Juan Alberto Sánchez Marín*

El poeta Fernando Rendón, hace pocas semanas, y el médico cirujano Evelio Loaiza Muñoz, hace pocos días, fueron acusados de vínculos con el terrorismo, el primero, y de ser cabecilla del ELN, el segundo, en unos montajes judiciales inverosímiles, sólo coherentes con el proceder de un gobierno sin medida ni escrúpulos.
“¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”. Estos trillados versos de Quevedo definen de pe a pa la palabrería urbista de nuestros tiempos y precisan el discurso serpenteante de los áulicos.

La coherencia es con la tapadera. La mentira es un arma y la sindicación un recurso. Si se dice sí, es que no. Si se dice no, pues es que sí. O que quién sabe. El eufemismo seduce. El disfemismo alterna. Dos verbos, dos sustantivos, algún adjetivo, bastan para enlodar al que sea. Así se calumnian opositores, se carcomen instituciones o se arman expedientes. A la final, en todo caso, la cháchara echa la tierra que más puede sobre ataúdes baratos con muertos de verdad.

Triste y dolorosamente cierto que a los festines de sangre propiciados por el régimen se los denomine: “falsos positivos”. Que a un cáncer cuyas causas hay que hurgarlas en los intríngulis de una ideología enferma y guerrera, todos a una, como en Fuenteovejuna, lo designen como: “casos aislados”.

El vizconde y los medios demediados
Los medios, claro está, hacen eco, retumban. La voz propia es la de la conveniencia. La objetividad periodística es algo que estraga, de tanto tratar de aparentarla todos: la televisión, la radio, la prensa, en fin. Al periodista se le ve atrás la mano negra que lo mueve.

Unos medios mienten más que otros, por supuesto, pero los que se quedan cortos no es por mucha desventaja, ni por falta de ganas. Sólo son mejores para guardar las apariencias, más astutos, quizás, y porque la gallina de los huevos de oro de la publicidad también es esquiva y no anida siempre en la Casa de Nari. Y porque a la hora de la verdad la publicidad y la plata “c’est moi”, y también "L’état c’est moi" (“el estado soy yo”), según Luis XIV, y hasta "la tradizione sono io" (“la tradición soy yo”), según el Pío Nono. Así, cualquiera.

Y si no hay más remedio que registrar el huevo que le entregó una joven con muchos huevos a Uribe, pues que sea de afán y sin repeticiones. Y si toca divulgar el desliz de 30 o 40 o muchísimos más subalternos, dedicados a la amarga cetrería de pobres para presentarlos como trofeos de guerra, pues que se enfatice la gracia y la perspicacia de nombrar con tanto gracejo ese mundo reciente, en el que esas muchas e infames cosas carecían de nombre, pues así no hubo ni habrá que mencionarlas señalándolas con el dedo. Mejor todavía, que se le caiga al caído de David Murcia, que ya Sarmiento Angulo dará el “Aval” para tal.

De la bala a la bola
En este país son muchos los transeúntes desprevenidos que caen como pollos en cualquier parque o esquina víctimas del fuego cruzado de los violentos. Y, por desgracia, cada vez son más los niños que cruzan la calle equivocada y se topan con la bala perdida. Una bala que igual procede del revólver hechizo del atracador de baja estofa, de la escuadra automática del sicario o del paramilitar, o del guerrillero, o del hombre bueno y querido al que se le soltaron las amarras, o del arma de dotación del policía o del soldado.

Pero estas refriegas fortuitas no tendrían nada extraordinario en un país que vive desde hace décadas una guerra frontal, con cuatro o más ejércitos armados hasta los dientes, interesados y empeñados en mantenerla, pues constituye su sostén. Guerra declarada o no, la verdad, importa bien poco, pues las cifras hablan solas. Los múltiples ríos de un país tan acuoso lo gritan portando cuerpos podridos de arriba abajo, o, para no ir más allá de las propias narices, lo berrean los cientos de desplazados que ahora están plantados sin tierra ni futuro en pleno corazón de Bogotá, en un parque que no podría tener un nombre más sarcástico: Tercer Milenio, como evidencia del tiempo de zozobra que es la paz lograda a tiros y bellaquerías.

Pero, decía, lo que tiene esto de extravagante es que cualquier paisano medio pensante, que nade contracorriente, que exprese lo que piensa, o que apenas diga que esta boca es mía, no necesita medir cuadras o tomarse una café afuera a deshoras. Puede toparse de bruces con la balacera en la propia alcoba, bajo la cobija, o en el baño de su casa, empeloto. Porque la claridad política se arregla con un manto de tinieblas. Tanta “pensadera” se endereza a punta de escarmientos. La palabra que clama pidiendo justicia se repara a tiros. Como dirían, en un fenómeno diacrónico, cualquier Adolf Eichmann o algún José Obdulio: “La solución final al problema opositor”.

Y la estrategia, que lo es, también chuza teléfonos, formatea computadoras, avienta boñiga a diestra y siniestra, emponzoña los fastidiosos discursos presidenciales, y, en pocas palabras, busca desenfrenadamente resquicios, gazapos en la vida de cualquiera, y si no los halla, los crea y recrea. Y ahí se regodea.

Fernando Rendón
Y es que le va bien mal a los poetas con los regímenes de malosos. Ni siquiera mencionemos a la España deshilachada de Franco. Quedémonos acá y recordemos los desgraciados años del Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala (1978 – 1982), cuando el poeta Luis Vidales, a la sazón con 80 años, fue sacado a empellones de su casa en Teusaquillo, en Bogotá, llevado a las caballerizas de Usaquén, y amarrado semidesnudo a un poste durante toda la noche.

Un sino atroz que también fue el de muchos otros por aquellos días, que ahora ronda con descaro las puertas y se soma por los postigos.

Una seguridad democrática y circense

Por suerte, al contrario de tanto eufemismo, la vida misma no es una simple consecuencia lingüística de la “seguridad democrática”. Bien que lo saben Uribe y otros cuantos. De ahí que la búsqueda de una nueva reelección no sea un propósito, sino una urgente necesidad. Hay que seguir evitando a toda costa que las cosas puedan ser llamadas por su nombre. Para que las verdades incómodas no se desatranquen, los payasos, los equilibristas, los malabaristas, los zancudos, los acróbatas, todos, tienen que seguir inventando, armando, cavilando, gerundiando.

Crasa desgracia que personas como Evelio Loaiza Muñoz y Fernando Rendón hayan caído en esos malabares nefastos de tantos señaladores asalariados, funcionarios diligentes, militares acuciosos y patrones ávidos. Y sí no son eufemismos.

Son modalidades de un infortunio aún mayor: tareas, encomiendas, líneas de mando y deberes ciegamente cumplidos, que desgracian por entero al país. Porque, parafraseando a John Donne, en palabras que Hemingway retomó varios siglos más tarde para titular una de sus obras, en este país que se disuelve en pólvora y sangre y mentiras, no hay que preguntar por quién doblan las campanas: doblan por todos.

 
*Periodista y cineasta colombiano

 

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