Colombia: ¿Qué hay detrás de todo esto?

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En Brasil, después de años de invertir en la comunidad y de un esfuerzo generoso por disminuir la pobreza, el gobierno de Dilma Rousseff, ante el estallido de las protestas populares que piden profundizar la democracia, ofrece a los manifestantes una constituyente. En Colombia, después de décadas de abandono estatal, de exclusión y de desamparo ciudadano, el gobierno, ante el estallido de las protestas, sólo se pregunta qué demonio está detrás de la inconformidad popular.

¿Hasta cuándo les funcionará a los dueños de este país la estrategia de que cuando la gente reclama y se indigna, cuando estalla de exasperación ante una realidad oprobiosa que nadie puede negar, la causa tiene que ser que hay unos malvados infiltrados poniendo a la gente a marchar y a exigir?

Cuando los voceros tradicionales de nuestro país se preguntan ¿qué hay detrás del Catatumbo?, podemos estar seguros de que no van a descubrir tras esas protestas la injusticia, la miseria y el olvido del Estado. No: detrás ha de estar el terrorismo, algún engendro de maldad y de perversidad empeñado en que el país no funcione.

Quién sabe cuánto tiempo les funcionará la estrategia. Una estrategia muy triste, muy antidemocrática, pero que no es nada nuevo. Uno se asombra de que la dirigencia colombiana tenga esa capacidad escalofriante de no aprender de la experiencia, de repetir ad infinitum una manera de manejar el país para la cual todas las expresiones de inconformidad son siempre sospechosas. Y es posible que haya algún infiltrado, pero una golondrina no borra la noche.

Hace demasiado tiempo que protestar en Colombia es sinónimo de rebeldía, de maldad y de mala intención. Todavía flota en la memoria de la nación esa masacre de las bananeras, que no es una anécdota de nuestra historia sino un símbolo de cómo se manejaron siempre los asuntos ciudadanos.

En toda democracia verdadera, protestar, exigir, marchar por las calles es lo normal: es el modo como la ciudadanía de a pie se hace sentir, reclama sus derechos, muestra su fuerza y su poder. Y en todas partes el deber del Estado es manejar los conflictos y escuchar la voz ciudadana, no echar en ese fuego la leña de la represión al tiempo que se niegan las causas reales.

Pero si un delegado de Naciones Unidas dice una verdad que aquí nadie ignora, que “la población allí asentada reclama al Estado, desde hace décadas, el respeto y la garantía de los derechos a la alimentación adecuada y suficiente, a la salud, a la educación, a la electrificación, al agua potable, al alcantarillado, a vías, y acceso al trabajo digno”, y añade que la muerte de cuatro campesinos “indicaría uso excesivo de la fuerza en contra de los manifestantes”, este Estado, que nunca tiene respuestas inmediatas para la ciudadanía, no tarda un segundo en protestar contra la abominable intromisión en los asuntos internos del país; el Congreso se rasga las vestiduras, las instituciones expresan su preocupación, las fuerzas vivas de la patria se indignan y los medios se alarman.

Nadie pregunta si las Naciones Unidas han dicho la verdad, defendiendo a unos seres humanos que son nuestros conciudadanos, una verdad de la que todo el mundo debería poder hablar, así como nosotros podemos hablar de Obama y de Putin, o de los derechos humanos en China. Para esas fuerzas tan prontas a responder, el funcionario está irrespetando al país. Y el irrespeto que el país comete con sus ciudadanos se va quedando atrás, en la niebla, no provoca tanta indignación.

Así fue siempre. Aquí, en los años sesenta y setenta a los estudiantes que protestaban no les montaban un escándalo mediático: les montaban un consejo verbal de guerra. Todo resultaba subversivo. Las más elementales expresiones de la democracia: lo que en Francia y en México hacen todos los días los ciudadanos, y con menos motivos, aquí justificaba que a un estudiante lo llevaran ante los tribunales militares y lo juzgaran como criminal en un consejo de guerra.

Y los directores de los medios de entonces, que eran padres y tíos de los actuales presidentes y candidatos a la presidencia, no veían atrocidad alguna en la conducta del Estado sino que se preguntaban, como siempre, qué maldad estaría detrás de esos estudiantes diabólicos.

Siempre la misma fórmula. Tal vez por ella se entiende que, hace un par decol chucky santos años, un exvicepresidente de la República, sin duda nostálgico de aquellos tiempos en que el papel de los medios era sólo aplaudir al Estado, se preguntaba ante una manifestación estudiantil pacífica por qué la policía no entraba enseguida a inmovilizar con garrotes eléctricos a esos sediciosos.

Esos son nuestros demócratas: la violencia de un Estado que debería estar para servir a la gente y resolver sus problemas, merece su alabanza; pero el pueblo en las calles, que es el verdadero nombre de la democracia, les parece un crimen. Quizá por eso algunos piensan que ese personaje debería gobernar a Colombia: se parece tanto a nuestra vieja historia, que sería el más indicado para perpetuarla.

Ahora bien: si las verdades las dicen las Naciones Unidas, son unos intervencionistas; si las decimos los colombianos, somos unos subversivos, ¿entonces quién tiene derecho aquí a decir la verdad?

¿Y hasta cuándo tendremos que pedir permiso para decirla?

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1 comentario
  1. Tania Jamardo Faillace dice

    La situación de las protestas públicas en los varios paises no son las mismas, no tienen la misma motivacion ni los mismos actores.
    Colombia ha sido escenário de la mas antigua guerrilla del continente, y no por acaso. Una guerrilla que ha producido un buen trabajo de educación política por donde pasó, y que, probablemente ya podría ter inaugurado un bolivarianismo en Colombia antes mismo del chavismo, si no fuera la intervención norteamericana, y la formación de los carteles de la coca, para substituir la pérdida de opio que había sufrido EUA en Oriente, con la revolución iraniana.
    Pero el tiempo pasa, nada se conserva igual, y no hay interés gringo en la manutención de un pueblo armado, cuando se preparan para una invervención mucho más amplia y directa de acá en delante.Esa ha sido la razón de la «paz de Santos» – facilitar las cosas para sus amigos de allá.
    Em 2010, en el Foro de las Américas, en Asunción, PY, he asistido a una reunión de publicitarios y comunicadores latinoamericanos, en que un publicitario colombiano ha explicitado como era posible producir um movimiento callejero de jóvenes, sin que ellos supieron porqué, utilizándose métodos de psicología de masas y sus valores culturales mediaticos.
    Cuando yo he hecho una intervención, ellos se dieron cuenta de que yo era extraña al medio y me expulsaron del recinto, muy indignados.
    Estoy convencida, pués, que hay manifestaciones políticas reales, y manifestaciones teatrales sin mayor substancia, y que pueden llevar a una situación opuesta (recuérdense los movimientos jóvenes en Alemania, Italia, en los 20 y 30 del siglo XX, y hasta en Estados Unidos, como los skinheads).
    No hay protesta real sin objecto y sin propósito neto. No se puede comparar la lucha de Cochabamba, la resistencia inabalable de Chiapas, con algunas manifestaciones de hijos de clase media que no se sustentan a sí mismos, ni siquiera con el Occupy, que no llevó absolutamente a nada, ni en el avanze de la conciencia del pueblo norteamericano.
    Los sistemas de intelligentzia están al punto, y las reds sociales son antes reacias que revolucionarias – Yoani Sanchez és un buen ejemplo.
    Ah, se les sugiero que atenten a las ONGS beneficentes y otras, incluso de Europa, y internacionales.
    Tania Jamardo Faillace – periodista y escritora brasileña

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