Complejidades de la comunicación
El hombre pide su bebida. Deja unas monedas en el mostrador. Mira el vaso de vino oscuro. Afuera una jauría se arremolina alrededor de su mascota. Gruñidos, tarascones, nubes de polvo, ladridos. Pasan cuatro o cinco minutos.
El policía ingresa al local. Echa una mirada a los pocos parroquianos. «¿Quién es el dueño de la perra?»
El hombre levanta una mano. No abre la boca.
-Su perra está alzada. -Dice el policía.
El campesino gira la cabeza: -No puede ser -afirma-. Yo la dejé en el suelo.
En la calle la pelea entre los animales sube de tono. Se escucha algún aullido. Todavía desde la puerta el uniformado lo mira.
-Quiero decir que tiene el celo -intenta explicarle.
-No puede ser. No le doy motivs. No ando en busca de otra perra -contesta tras echarse al coleto un buen trago.
El policía se enjuga la frente con un pañuelo a cuadros.
-Digo que está caliente, ¿me entiende?
-No, no lo entiendo, yo la deje atada a la sombra del arbol -explica el campesino tras limpiarse los labios con el dorso de la mano. Saca del bolsillo de la camisa un atado de cigarrillos negros.
Desesperado, el policía intenta explicarle al pelmazo la situación.
-Entiéndame, hombre: su perra quiere tener relaciones sexuales.
El paisano lo mira. Elige un cigarrillo, lo enciende, piensa un momento y, generoso, le responde:
-Métale. Siempre quise tener un policial.