Cuando el progresismo piensa a la extrema derecha: apuntes sobre ruinas, bobos y prefiguraciones
Los análisis sobre la irrupción de las extremas derechas no pueden repetir las limitaciones del progresismo ensimismado con un desarrollo convencional que relega demandas como las de democracia y derechos.
En Argentina, el nuevo gobierno de extrema derecha de Javier Milei logró que el Congreso aprobara el llamado Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (Rigi). Esa norma asegura incentivos fiscales, aduaneros y cambiarios para grandes emprendimientos en sectores como agroindustria, minería, hidrocarburos o tecnología. Algunas de esas medidas son el sueño del CEO de una transnacional, tales como la estabilidad normativa por 30 años, exonerarlos de cumplir exigencias sociales, laborales o ambientales de gobiernos subnacionales, o liberalizar el acceso a dólares.1
El Rigi lleva al extremo los intentos de flexibilización ambiental que antes ocurrieron en Colombia y otros países andinos. Responde a intenciones de liberar el acceso a minerales como el litio o promover el fracking. A pesar de que en la ley que lo formalizó se invoca la libertad, el reglamento ha sido calificado como una “entrega incondicional” de los recursos naturales.2
Los efectos fueron casi instantáneos. A los pocos días de aprobarse, una de las corporaciones mineras más grandes del mundo (la australiana BHP) anunció una inversión por diez mil millones de dólares para extraer cobre, que supuestamente será la mina más grande del mundo. Le siguió una avalancha de proyectos en litio, que según la prensa sumarían veinte mil millones de dólares.
Esto ilustra la dramática situación que se vive en países con gobiernos de extrema derecha. Enarbolan razonamientos simplistas, defendiendo el crecimiento económico para enseguida desmontar lo que describen como obstáculos para alcanzarlo, tales como exigencias y derechos sociales, sindicales o ambientales. Aunque ese giro conservador castiga sobre todo a los sectores populares, muchos de ellos continúan apoyando a Milei, y fueron más los que lo votaron en la última elección. Algo similar ocurrió en Brasil, donde el “bolsonarismo” fue respaldado aproximadamente por la mitad del electorado.
Esta dinámica no puede pasar desapercibida. Es trágico que la extrema derecha gobierne en unos países, que sea un actor político de peso en otros, y que en unos y otros casos sea votada por muchos. Pero es todavía más alarmante que eso suceda después de gobiernos que se definieron como progresistas o expresión de la nueva izquierda. En casos como los de Argentina, el progresismo no retuvo el gobierno, ni tampoco logró cristalizar exigencias y demandas por más derechos y más democracia que los inmunizara ante la extrema derecha. Estamos ante un problema que no puede esquivarse, y que debe examinarse para entender sus razones, y en especial para que no vuelva a ocurrir. Aquí se comparten unas notas que aportan a ese propósito.
Las ruinas de la política
Es frecuente que el giro hacia las derechas sea descrito como resultado de una arremetida de los actores conservadores que el progresismo no logró bloquear; o bien como una derrota política o cultural debida a limitaciones propias. En esas explicaciones se esgrimen factores tales como el poder económico de algunos actores, el papel de los medios de comunicación, las influencias internacionales, las condicionantes económicas, etcétera.
Algunos argumentan que el éxito de los políticos de la derecha se explica porque la sociedad ya había cambiado. Abordando el caso peruano, el conocido periodista César Hildebrant, entiende que el actual gobierno de Dina Boularte es un reflejo de la condición dominante en esa sociedad.3
La situación en ese país es particular, ya que el giro a la extrema derecha no resultó de un cambio electoral. Fue llevado adelante bajo la presidencia de quien antes era vicepresidente de un partido que se autopresentaba como una genuina izquierda, para desembocar en una gestión autoritaria y repleta de denuncias de corrupción. Hildebrant, en uno de sus ácidos análisis, sostiene que la ignorancia de la presidenta es la que “cunde, su estupidez es la que abunda, su inmoralidad es la que atraviesa a todas las capas de la sociedad peruana”. A su juicio, esa derecha en buena medida resulta de una sociedad que también se ha derechizado. Agrega que el gobierno “es lo que queda de la política peruana después de muchos años de ruina de los partidos y envilecimiento de las élites”. Como estamos ante un problema que cruza a toda la sociedad, las responsabilidades alcanzan a todo el espectro ideológico: esto es “consecuencia de una derecha sin patria y de una izquierda sin grandeza”, agrega Hildebrant.
Esta postura es posiblemente extrema, y no debería caerse en el fatalismo simplista de asumir que las derechas triunfaron porque toda una sociedad ya había girado en esa dirección. Pero esas lecturas sirven para ser precavidos, y en esa línea es oportuna la advertencia de Alejandro Grimson para Argentina.4 Enfatiza que Milei triunfó en tanto “el progresismo o las fuerzas populares, o el peronismo, llámenlo de las distintas maneras”, estuvo sordo a las demandas populares, y en particular las que reclamaban cambios económicos.
La economía política de la derrota
La importancia de esa dimensión económica aparece en otro abordaje. El periodista y politólogo José Natanson aborda lo que titula como “derrota cultural” en Argentina, exhibiendo muchos de los elementos típicos de la racionalidad progresista.5 Conceptualmente está anclado en defender la necesidad del crecimiento económico como el medio esencial para superar la pobreza, y para ello es indispensable incrementar las exportaciones, y que en el caso argentino deben ser las de hidrocarburos y minerales. Entiende que el peronismo de los anteriores gobiernos no lograron ser lo suficientemente extractivistas, y, en cambio, Milei resolvió ese impasse, aunque a su brutal manera (como fue aprobando el Rigi).
Ese encadenamiento de ideas alrededor del crecimiento y las exportaciones, es muy repetido en América Latina. Se asumen las recetas de un capitalismo convencional que hace que nuestros países sean proveedores subordinados de materias primas, lo que obliga a un cierto tipo de gestión política, como ajustarse a los mercados globales o proteger al capital transnacional en sectores como minería o hidrocarburos. Esto, a su turno, lleva a que los gobiernos combatan la resistencia local a esos emprendimientos ya que ponen en riesgo esas exportaciones, y terminan entreverados en debilitar o incumplir los derechos de las personas.
Como puede verse, se recurre a un modelo cuyos componentes, las relaciones entre ellos, y sus metas economicistas, son análogas a las que defiende la política conservadora y neoconservadora, aunque los recorridos y las implicancias sean distintas.
Al mismo tiempo, se desconocen dos empujes de renovación desde las izquierdas latinoamericanas. En los primeros se insistió en abandonar esa subordinación como proveedores de bienes primarios, proponiendo, por ejemplo, un desarrollo endógeno o la industrialización propia. Las segundas fueron las que buscaban refrescar la izquierda respetando y sumando a los pueblos originarios, proteger la Naturaleza y luchar contra el cambio climático, o asumir los reclamos del feminismo en desmontar el patriarcado, entre otros.
En cambio, la mirada progresista es a-histórica; es como si el desarrollo hubiese comenzado en la globalización del comercio de commodities, y creen que esas exportaciones les permitirán dar un salto en el desarrollo. Se autolimitan al rehuir discutir o explorar reformas sustanciales al capitalismo; abandonaron imaginar alternativas que no fuesen capitalistas; y dieron por perdidos los acuerdos con distintos movimientos sociales.
De distintos modos, los progresismos no logran discernir que sus modos de entender el desarrollo tienen consecuencias políticas y económicas que no pueden evitarse. Desembocan en despreciar las resistencias locales, y como no tienen otra opción que seguir con los extractivismos, terminan enfrentados con comunarios, activistas y académicos. Lo hacen de un modo que recortan derechos ciudadanos y debilitan la democracia, no pueden impedir que prolifere la violencia y se sumen los impactos sociales y ambientales. Entretanto, esa estrategia económica refuerza su dependencia al capital y la globalización, a la vez que inhibe su propia industrialización.
El ambientalismo bobo
En el pasado reciente, la intelectualidad que blindaba a los progresismos justificaba esas medidas. El propio Natanson es un ejemplo de ello, ya que explica, pongamos por caso, que los líderes políticos que prometían detener la minoría, una vez que triunfaran podían incumplir esa promesa, para autorizarla. En esos y otros casos no disciernen que con ello erosionan la legitimación de la política en sí misma y debilitan los mecanismos democráticos. El reclamo de la renovación de izquierda por una radicalización de la democracia queda por el camino.
En tanto esa economía política carece de argumentos suficientes para responder los cuestionamientos que desde las comunidades locales y la academia desnudan sus contradicciones y flaquezas, solo les quedaba el rechazo, reclamando “realismo político”, o la burla. Un ejemplo de ello es el uso de la etiqueta de “ambientalismo bobo” para referirse a quienes advertían, pongamos por caso, sobre los impactos de la explotación petrolera (un término acuñado por Natanson).
Insistiendo en esa postura, en su examen de la derrota ante Milei, Natanson arremete contra la socióloga Maristella Svampa y el abogado Enrique Viale, celebrando que nadie hiciera caso a sus alertas ante aquellos acuerdos petroleros y los impactos del fracking. Sin embargo, cualquiera de los dos son respetados intelectuales y militantes, que conocen las circunstancias locales de los extractivismos en Argentina, y los denuncian con información seria y verificable. El que nadie les hiciera caso no es algo para celebrar, sino que es parte del problema, e incluso, sobre esa desatención ciudadana es que se apoya Milei.
Si se aplicara ese razonamiento a escala sudamericana, también serían “bobas” las organizaciones indígenas que resisten el ingreso de las petroleras a sus territorios, las comunidades ribereñas que denuncian que los peces, su alimento, están contaminados por mercurio de los mineros, o los vecinos alrededor de las fábricas que contaminan en nuestras ciudades. Dando un paso más, todos los discursos del presidente Petro contra los combustibles fósiles demostrarían que es un tonto según las nociones de intelectuales como Natanson. Obsérvese que, en su esencia, la crítica al “ambientalismo bobo” es análoga a lo que dice parte de la derecha política colombiana que acusa a líderes locales, sindicalistas, ambientalistas, y a Petro, como ignorantes que ponen en riesgo las exportaciones y el desarrollo del país.
En cambio, el presidente argentino, Milei, no sería ningún “bobo” sino el más realista e inteligente porque impone los extractivismos hasta las últimas consecuencias. La aprobación del Rigi, el caso con el que se inició este artículo, es el ejemplo de ello. De ese modo podría realmente cumplir ese sueño de aumentar todas las exportaciones para así crecer económicamente, o sea, aplicar en serio la receta que Natanson defiende desde el progresismo.
En este punto se debe retomar a Svampa y Viale, ya que ellos señalan que “no todo es nuevo en el discurso negacionista de Milei”, debido a que hay ideas que estaban presentes en sectores conservadores pero también progresistas.6 Señalan como ejemplo las campañas que desde la capital llamaban a desconocer las luchas en el resto del país, para así permitir los extractivismos.
Sin duda que intelectuales como Natanson son muy distintos que los animadores de la extrema derecha al estilo Milei (el primero quiere un “ambientalismo inteligente”, el segundo es un negacionista). Pero lo que aquí se pone en evidencia es que en la radicalidad de la extrema derecha hay factores que se prefiguraban en los progresismos. Milei hoy puede desmontar muchos derechos o burlarse de los ambientalismos, porque había voces y prácticas progresistas que ya lo venían haciendo desde hace mucho tiempo.
Lo dramático en todo esto, y sobre lo cual debe insistirse, es que hay reflexiones dentro de esos progresismos que no dan cuenta de todas estas problemáticas. El hecho de referirse a una derrota cultural o política, o lamentar no haber reforzado una economía capitalista de exportación de materias primas, dejando de lado las cuestiones de derechos, democracia, globalización y dependencia, muestra que muchos siguen atrapados en análisis superficiales.
Entretanto, Milei y la derecha, ofrecen una retórica vestida como alternativa, pero que al mismo tiempo vacían de contenido las opciones de cambio. La salida a esta situación es el reconocimiento de aquel entramado, incorporando sus historias y sus expresiones, asumir las contradicciones, y desde allí insistir en alternativas que, sin duda, no pueden persistir en una economía capitalista primarizada y subordinada.
Notas
1 Reglamentación del Rigi y la Ley de Inversiones Mineras: ¿dos caras de la misma moneda?, Farn, Buenos Aires, 21 agosto 2024.
2 Rigi: La entrega incondicional de los recursos naturales, C. de la Vega, Agencia TSS, Universidad San Martín, 4 junio 2024.
3 Comprendiendo a Dina, Hildebrandt en sus Trece, Lima, Nro. 699, 6 de septiembre de 2024
4 Alejandro Grimson: “Se cree que la tragedia es que ganó Milei, pero trágico es que el progresismo no tenga propuesta contra la inflación”, P. Lacour, DiarioAr, Buenos Aires, 12 agosto 2024.
5 “¿De qué hablamos cuando hablamos de derrota cultural?”, J. Natanson, Le Monde diplomatique, Buenos Aires, Nro 300, junio 2024.
6 Confesiones de invierno, pacto del saqueo y cacería de ambientalistas, M. Svampa y E. Viale, DiarioAr, Buenos Aires, 11 julio 2024.
* Analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES); en redes @EGudynas
Los comentarios están cerrados.