Daniel Pizarro: Daniel Pizarro

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Hace ya unos veintitantos años me desperté de madrugada decidido a escribir la historia de un ogro en la nieve. El impulso narrativo no superó la visión de un ser de baja estatura, sombrío y huraño, en medio de un paraje blanco y desolado. El ogro era yo, sin duda. Y el paisaje debía de ser el mundo. Me faltaban años para entender el sentido de esa imagen o mejor dicho apenas había empollado un huevo que debería madurar conmigo adentro.

Me había despertado con la idea de que esa historia sería un borrón y cuenta nueva de cuanto había escrito hasta entonces. Aún disponía de mucho tiempo por delante y me podía permitir la esperanza de un resurgimiento creativo. Venía de recibir algunos cachetazos en ese ámbito de mi vida al que yo daba la mayor importancia. Uno de los primeros había sido la descalificación en un concurso literario que reconocía a las mejores obras del año, editadas e inéditas, en distintas categorías. En esos tiempos de papel impreso compré en un quiosco el diario que publicaba las obras seleccionadas y lo llevé enrollado en una mano en busca de un banco donde sentarme a leer, porque cualquiera fuese el resultado no podría recibirlo de pie.annie-nyle-HOxKiWH-2dI-unsplash

En esos tiempos de papel impreso no me hacía una idea clara de lo que cuesta ganarse la vida, aunque me lo habían advertido varias veces y en diferentes idiomas. Atravesaba los días con un volumen de cuentos como caballito de batalla y esas ciento y tantas páginas escritas eran mi varita mágica, que ostentaba a la manera idiota de los magos de Harry Potter. Me había quedado sin trabajo unos meses antes, con unos pocos ahorros que me parecían una fortuna, me había despreocupado del todo y la llamada crisis asiática me pilló desprevenido, y pese a que gastaba lo mínimo en vivir ya oía alrededor la cuenta regresiva de los pesos.

Visité a una amiga que decía tener muchos contactos laborales, me hizo una lista de cuarenta nombres que recorrí de arriba abajo sin ningún éxito, aunque debo confesar que a algunos de ellos que quizás me recibieron con la mejor de las intenciones les debo haber causado una impresión algo desconcertante o penosa blandiendo en mi puño el caballito de batalla que no me abría ninguna puerta. Cuando taché el último nombre me senté a esperar los resultados del concurso literario.

Había encontrado un banco a la sombra, abrí el diario y desplegué el suplemento donde se publicaban los ganadores. Busqué mi categoría y bajé con el índice por la lista leyendo cada uno de los nombres que no aparecían en orden alfabético, lo que por lo menos me alentaba a llegar hasta el último. Pero mi dedo índice pasó de largo y digamos que desbarrancó de la nómina, fue a dar al vacío y me dejó suspendido en la nada, aunque seguía sentado en el banco de una vereda. Fue como el anticipo de un ogro en la nieve.

El escritor anciano inserta papel en la máquina de escribir antigua de su  oficina en casa. anciano escribe novela literaria en la habitación con humo  | Foto PremiumPoco después me pusieron en contacto con un escritor viejo al que yo estimaba sobre todo por una novela corta que apuntaba algunas verdades silenciadas acerca del país, en esos años noventa de carnavales y acomodos. Me citó en un café con mesas en la terraza y en cuanto nos sentamos comprendí que el viejo esperaba que le hablara de sus libros. Estaba en la cresta de la ola, a la que le había costado mucho llegar tras el exilio, y se notaba sediento de halagos y alabanzas que, eso sí, debían emitirse con sobriedad. Me pareció que el reconocimiento tardío lo había agriado por dentro y la amargura se trasuntaba en los surcos de sus mejillas. O quizás siempre fue así, no lo sé. Pero es un hecho que luego se convirtió en una suerte de capo di maffia de las letras y se rodeó de una camarilla para dar y recibir favores y desquitarse de quienes alguna vez lo habían agraviado o simplemente no eran de su agrado como personas o escritores.

Yo era y sigo siendo bastante tímido en esas circunstancias. Me pone muy incómodo pedir favores, quizás porque todavía no entiendo lo mucho que cuesta ganarse la vida. Hice el esfuerzo por comentarle algunos episodios de sus novelas que me habían llamado la atención, noté cómo se avivaron sus ojos cuando se los recordaba y también noté cómo se le apagaban de desinterés cuando yo no era capaz de hilar la conversación con un mínimo de arte. Mi torpeza rayaba en la descortesía. Finalmente le entregué el manuscrito disimulando todo lo que podía el miedo de someterlo a su juicio. Tampoco él hizo ninguna clase de comentarios.

Unas semanas después nos reencontramos en el mismo café. Recuerdo que un hombre joven, algo mayor que yo, se detuvo a saludarlo y se dirigió a él como a uno de sus colegas. Hablaron de proyectos literarios, de ediciones en curso, de asuntos que se movían y pintaban muy bien. Yo estaba al margen de todo eso y el viejo estaba en el centro y era tratado como el padrino de una pujante camada de nuevos escritores. Por un momento me pareció que era yo quien interrumpía su conversación y no ese hombre joven quien interrumpía la nuestra.

El viejo escritor fue brutal en su sinceridad, no así en la forma de expresarse. Me dio a entender que mi generación no había sido capaz de romper el cascarón, que vivíamos ensimismados mirándonos el ombligo, ciegos ante lo que acontecía más allá. Aludía, creí adivinar, a las circunstancias sociales y políticas. Entonces amagué una tibia defensa de mis relatos diciendo que hablaban de una familia oprimida por el peso de la dictadura, que había sido el panorama de mi infancia en los años setenta y principios de los ochenta. Me replicó con desdén y absoluta convicción que ya no valía la pena escribir sobre aquello.

Eso ya era parte del pasado. De inmediato me dije que el viejo sí se permitía escribir sobre aquello que era un tema proscrito para los más jóvenes. Él lo había vivido de adulto, con todas las consecuencias que implicaba para un adulto. Yo había sido un niño y luego un joven en dictadura, ¿qué podría aportar sobre esa época espantosa?

Intento sacar a luz el trasfondo de nuestra elíptica conversación. Diría que me dio algunas pistas para tantear como escritor: la crónica roja, casos escabrosos. A juzgar por algunos de sus textos posteriores tenía cierta predilección por esos ambientes delictuales que a mí todavía me parece muy propia de quienes provienen de familias bien y se deleitan con los hedores de los bajos fondos. Pero luego, quizás a modo de conclusión, me advirtió que la vida del escritor solía ser muy ingrata, con escasas probabilidades de lograr un buen pasar… Había que pensárselo muy bien antes de lanzarse por ese camino en el que —era evidente— no me auguraba ningún futuro.

Quizás me vio muy descorazonado y sintió remordimientos por sus consejos y advertencias, ya que para poner fin a nuestra conversación me dijo a modo de disculpa que no había leído con demasiada atención mis textos, pues estaba sumido de lleno en los suyos. Creo que a estas alturas yo asentía como esos perritos de taxi que menean la cabeza con el vaivén del vehículo. Esa misma noche entré en la casa con la idea asesina del borrón y cuenta nueva de mis escritos. Quizás en sueños visité regiones donde vislumbré un ogro y al despertar a la mañana siguiente lo llevé a la rastra hacia la superficie del día.

Pero muy poco de lo que acabo de contar en este desproporcionado preámbulo es parte sustancial de lo que podría tratar Un ogro en la nieve. Casi nada.

*

Para parir un ogro en la nieve haría falta mucho tiempo y también una cierta dosis de desventura, me parece. Pero sobre todo una discrepancia muy grande con cuanto sucede alrededor. Como si aquel personaje, al habitarme por dentro, fuera ampliando la brecha con lo que existe ahí afuera, cambiando las perspectivas, mudando las formas e infiltrándome un pensamiento negativo, no en un sentido moral sino estrictamente lógico. Quiero decir que cuando me muestran una mesa veo la no-mesa, cuando me enseñan un ser humano veo lo inhumano, y cuando pienso en mí descubro a los demás.

Al pensar en mí me sale al encuentro una pareja todavía joven que ha seguido el camino del mundo —de este mundo— al mismo paso que yo fui apartándome de él. Han convertido la vida en una carrera por colocarse lo antes posible en una posición superior. Sin siquiera preguntárselo han hecho lo que con no poca ingenuidad yo aborrecía de joven: una carrera pequeñoburguesa. En este punto pienso que el viejo escritor me advertiría que estoy empleando conceptos trasnochados; ya no hay pequeñoburgueses o bien todos lo somos y entonces no cabe otra posibilidad. Como sea, soy el reverso de su camino y Un ogro en la nieve debería contener ambas caras, con la salvedad que aún no ha sido escrita. Por ese motivo cuanto he escrito hasta hoy —incluidas estas palabras— me parece provisorio, un borrador de aquella historia por venir.La Antártida

Se conocieron en la universidad cuando ella estudiaba Biología y él Medicina. El entorno familiar los llamaba ‘los tortolitos’, por esas aves que se posan juntas sobre un cerco de alambre, la rama de un árbol o el canto de un muro, y que de tan apegadas e inseparables parecen un solo ser con el aspecto de dos. Más adelante partieron a Europa para continuar sus estudios, a la misma ciudad donde hace muchos años postulé a un posgrado en Cualquier Cosa con el propósito de evadir una situación personal a la que no sabía cómo hacer frente. Hoy entiendo que las academias huelen a los impostores así como los perros detectan la droga en los aeropuertos.

José Pablo venía de una familia muy conservadora, de esas que uno conoce con los años y te incitan a escribir la historia de un ogro en la nieve. La familia de Eloísa era más bien arribista, otro término peyorativo de mi parte, pero qué le voy a hacer. De ella se sabe que fue una alumna estrella y que su resplandor aumentaba a causa del mito actual que atribuye a las personas en exceso retraídas, digamos al borde del autismo, el gen de la brillantez. Además, tenía los ojos de un verde eléctrico y la piel de aceituna, lo que a la vista de José Pablo la convirtió en un peculiar objeto del deseo a la chilena.

Hacia el centro de su historia deberían encontrarse los problemas, un conflicto jamás resuelto: la cuestión de los hijos. Pues José Pablo se había propuesto ser padre de cuatro niños y antes de que naciera el primero ya tenía nombres para cada uno. Nombres compuestos y estirados, y hasta sobrenombres un poco ridículos como Pochito y Pochita, cosas así. Antes de existir ya ocupaban un lugar preciso en la cama matrimonial y José Pablo se detenía frente a las vitrinas para enseñarle a Eloísa prendas de ropa infantil o se quedaba mirando una plazoleta de juegos para niños adonde los traerían los domingos. El futuro se había resuelto de antemano y ella no decía ni sí ni no, pues vivía ensimismada. Ya se dijo.Patricio González, el abuelo chileno que luchó por rescatar a 7 nietos de  un campamento para huérfanos de Estado Islámico - BBC News Mundo

Por las noches Eloísa volvía del laboratorio donde hacía sus estudios como si viniera de otro planeta y le tomara un tiempo acostumbrarse a éste. No había terminado su adaptación y ya estaba durmiendo. Se veía hermosa, todavía más que al estar despierta, y más inalcanzable aún. Así que José Pablo empezó a sentir rencor. Se hacía cargo de todas las labores domésticas porque su mujer no lavaba un solo plato; no le parecía necesario mientras hubiera platos limpios, los mismos que lavaba su marido. El orden del mundo estaba trastocado, pero algún día volvería a la normalidad. José Pablo cifraba su esperanza en la llegada de los niños.

Para desahogarse daba largas caminatas nocturnas por la rambla, por los mismos lugares donde años atrás me había paseado con la imaginación para huir de ese túnel personal que parecía sin salida. En esa rambla junto al mar me imaginaba solo, liberado de mis fantasmas y con un futuro abierto. José Pablo también se encontraba ahí, atrapado en una situación que no sabía cómo resolver, frente a un peligro que se le aparecía mortal. Allí podrían haberse encontrado dos jóvenes, uno del pasado y otro del presente, y tanteado con la mirada para tratar de entenderse. No lo habrían conseguido, era imposible. A uno le crecería un ogro por dentro. El otro se había tropezado con una piedra insalvable y cuatro espectros que reclamaban ser sus hijos orbitaban su mente abrumada.

*

Hace unos días me desperté de madrugada perturbado por un sueño en el que trataba de contar la historia de un ogro en la nieve. Para ello acudía a la consulta de José Pablo, que había devenido un psiquiatra de prestigio como siempre lo deseó. Yo sufría de un mal que me impedía escribir la historia, o quizás ese mal me acuciaba a hacerlo aunque fuera imposible. Entonces lo visitaba para conocer su diagnóstico y para que diera una solución a mi problema.

Lo miraba en su amplio sillón que me hacía sentir aún más disminuido y miserable en mi condición de paciente, aún más que al pagar a su secretaria los groseros honorarios que cobraba por la consulta. Bajé por un segundo los ojos y al volver a levantarlos vi las cuatro sombras de sus hijos posadas como cuervos, dos sobre sus hombros y dos en su cabeza. Me dije que esas sombras lo perseguirían como una maldición por el resto de sus días. Y entonces, dentro del sueño, me pareció que el éxito profesional de José Pablo era correlativo a la frustración que lo carcomía y lo había hecho pisar a fondo el acelerador de su carrera a ciegas por el mundo, más parecida a una venganza que a una ilusión.

No sé cómo sabía yo que Eloísa no había querido tener hijos, y que nunca le respondió ni sí ni no. No digo que no lo intentaran, pero de su parte había una desgana vital a la que José Pablo atribuía la razón del fracaso. Nunca lo conversaron, lo dejaron pasar como si fuera una herida que de exponerse al sol soltaría un veneno mortífero. Nunca intentaron someterse a exámenes médicos para determinar cuál de los dos no estaba dotado para fertilizar al otro. Y nunca se separaron, pues para José Pablo el matrimonio debía ser para toda la vida y así era hasta ese impreciso momento de mi sueño.

Fuera de la consulta psiquiátrica arreciaban los temblores de una revolución. No podría decir qué clase de cataclismo social Chile: corrupción, inestabilidad y estallido social – DIAGONALCIEPamenazaba con arrasar todo cuanto conocía dentro del sueño. José Pablo movía los ojos de la ventana a la puerta temiendo que en cualquier momento irrumpieran unos desaforados para cortarle la cabeza. No recuerdo si me lo decía o si yo mismo podía advertirlo en su expresión de pavor. Quizás lo más curioso de todo es que yo también había mirado a través de la ventana y descubierto a las cuatro sombras de sus hijos azuzando a unas masas descontroladas. Esas figuras difusas tenían las pupilas rojas de rabia y de un hastío sin fondo como sólo puede palparse en los sueños.

Es decir que el asunto pintaba muy mal, horrible. Y como no había nada más que hacer, salvo esperar, José Pablo se revistió de sus saberes profesionales y comenzó a revisar manuales de psiquiatría. Si no me equivoco, son unos gruesos compendios que se actualizan periódicamente para ir incorporando nuevos trastornos mentales que desarrolla el ser humano a lo largo de su evolución, así como para mejorar los tratamientos clínicos en base a psicofármacos. Yo entiendo que la situación no parece muy agradable. Pero es un sueño, ya se dijo. El hecho es que José Pablo fue bajando con su dedo índice por la descripción de los males hasta llegar al último, y luego su dedo desbarrancó del manual. Me hizo sentir como un ogro en la nieve. Y entonces desperté, por supuesto.

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