De cuando Rafael Alberti y Dulce María Loynaz evocaron a Lorca

Estamos en La Habana en 1992. En la habitación desnuda de un hospital se encuentran por única vez en su vida la premio Cervantes Dulce María Loynaz y Rafael Alberti. Rememorar a Lorca era inevitable.

Retrocedamos por un momento veintiséis años. Estamos en La Habana en 1992. Allí, en la calle 19 esquina E, en el Vedado, vive Dulce María Loynaz. Faltan unos meses para que le otorguen el Premio Cervantes. La visito con cierta frecuencia, casi siempre con un ramo de flores o alguna delicatesen a la que puedo acceder en mi condición de extranjero. Los cubanos no están autorizados todavía a portar dólares ni a comprar en las llamadas tiendas diplomáticas. Dulce María está a punto de cumplir 90 años, pero sigue siendo un espíritu curioso y despierto, que mantiene la presidencia de la Academia Cubana de la Lengua. A sus miembros, entre ellos, a Eusebio Leal, historiador de la Ciudad de La Habana, quien funge de secretario, los reúne de pascuas a ramos y siempre en el salón principal de su propia casa, un palacete del siglo XIX.

No es la casa donde Dulce María y sus tres hermanos, Enrique, Carlos Manuel y Flor, disfrutaron su infancia. En aquella primera vivienda, situada en Calzada 505, no lejos de la desembocadura del Río Almendrares, una casona de madera de dos plantas y nada modesta, se inspiró el gran Alejo Carpentier para describir la morada de Sofía y Carlos, dos de los protagonistas de El Siglo de la Luces. Carpentier retrató a sus personajes como vivían los adolescentes Loynaz, al margen de convenciones sociales y en feliz reclusión, cuando recibían clases particulares en sus salones y aprendían sólo lo que les interesaba: música, pintura, literatura… Los cuatro hermanos habían sido concebidos y criados por el matrimonio formado por el general del ejército mambí Enrique Loynaz del Castillo y por Mercedes Muñoz, una rica criolla habanera. En una ocasión me acerqué a conocer aquel caserón de madera y todavía se mantenía en pie, altivo y en aceptable estado, si bien entonces servía de vivienda, o eso me pareció, a varias familias.Rafael Alberti. / Archivo

Pero estamos en 1992 y en una sala con columnas en la casa del Vedado, un auténtico museo, rodeados de figuras de porcelana, de marfil, escaleras de mármol, una colección de abanicos, fotos familiares, cuadros bellísimos y, al fondo, una gran águila de bronce que preside, desde la parte superior de una fuente, el hall de la puerta principal. También guarda Dulce una taza de té que le regaló el Presidente Menocal a su padre. Procede del “Maine”, el barco de sirvió de excusa para hacer estallar la guerra hispano-norteamericana. Es casi lo único que se recuperó de ese buque.

Aunque me han comentado que a Dulce María no le gusta salir de casa, le propongo un recorrido en coche por La Habana. “Hace mucho que no salgo, pero vamos”, me responde de inmediato; y a los cinco minutos, aquella viejita valiente y curiosa se instala en el asiento del copiloto de mi Lada soviético. La observo por el rabillo del ojo mirándolo todo, reconociendo este y aquel edificio, sin proferir ningún comentario negativo sobre el estado de la ciudad. Tampoco sobre el régimen. Nunca lo hacía. Ella estaba por encima del bien y del mal. Parece que en alguna ocasión le propusieron abandonar la isla, pero, hija de un general independentista, ¿cómo iba a marcharse? Tampoco tenía razones, salvo las dificultades cotidianas que atravesaba todo cubano. “A Dulce María no se le puede ni rozar con el pétalo de una rosa”, me dijo Miguel Barnet, el autor de Gallego, que había expresado en una ocasión Armando Hart, el eterno ministro de Cultura de Fidel. Posiblemente no había simpatía entre Dulce María y el gobierno revolucionario, pero sí el respeto que se tienen entre sí los que se reconocen como grandes. No fue la única vez que nos paseamos en automóvil por aquella ciudad tan singular ni la única en que me hizo confidencias: “Nunca en mi vida he cocinado, ni siquiera una omelette, ni un huevo duro, nada. La cocina es para mí la cosa más misteriosa del mundo”.

Dulce María, con su padre, el general Loynaz. / Mundiario
Dulce María, con su padre, el general Loynaz

En la isla conocí también a Rafael Alberti, a punto de convertirse en nonagenario como Dulce María. Aquel marinero en tierra gaditano viajaba de vez en cuando a La Habana, con María Asunción Mateo, a hacerse algún chequeo médico y a visitar a su hija Aitana, residente en Cuba. Alguna vez cené con ellos, a quienes solía acompañar el profesor de literatura Gonzalo Santonja. Recuerdo de Alberti, sobre todo, la poca gracia, casi el desagrado, que le producíamos en general los hombres y, al contrario, la alegría que irradiaba en presencia de mujeres hermosas, a quienes, amante de la belleza y demasiado mayor para las máscaras, dedicaba su todavía cautivadora sonrisa. En alguna ocasión traté de zafarme de alguna velada, convencido de molestarle, pero María Asunción me retenía cariñosa, asegurándome que eran figuraciones mías. Y sí, probablemente lo que me parecía mal carácter y una personalidad caprichosa, provenía de los achaques de la vejez.

Pregunté a Dulce María si lo había conocido. No lo había visto nunca y me expresó su deseo de saludarlo. La muy pícara, estoy convencido, vio la ocasión de escaparse de nuevo de casa y con una excusa inmejorable. Después de obtener la conformidad de Alberti, nos presentamos los dos en la habitación del hospital. De testigo principal, Yamile Manzor, amiga de Dulce María, quien, con el apoyo del Instituto Cubano del Libro y del Instituto de Cooperación Iberoamericana -en el que yo trabajaba-, reunió con la ayuda de Dulce, poesías inéditas de los cuatro hermanos que publicaríamos meses después bajo el título: Alas en la sombra. Y allí estamos, en aquella sala blanca de hospital, Alberti, Loynaz, María Asunción, Yamile y quien les narra esta historia.

Al comienzo, embarazoso silencio. Alberti y Dulce María parecen sumidos en lejanos recuerdos. Transcurren unos interminables segundos, tal vez un minuto, hasta que Yamile tira de la lengua a Dulce María y le hace rememorar la visita de Federico. Alberti pone atención. Dulce María se recuerda de joven, y a sus hermanos, los cuatro poetas; Carlos Manuel, además, músico; y dos de ellos, Enrique y Dulce María, abogados. Y llegan las remembranzas del año 1930:

Suena el timbre. El visitante pregunta por Enrique Loynaz. No le inquieren su nombre, pues el abogado espera a un cliente. Hacen pasar a Federico a una salita, a la que enseguida llega Enrique con unos documentos. Le estrecha la mano, y le dice: “Lea y firme”. Resultado de imagen para rafael alberti y luz loynazFederico lee los papeles y firma. Enrique observa la rúbrica y pregunta extrañado: “Pero, ¿qué nombre ha escrito aquí?” Federico responde: “El mío. Federico García Lorca”. Enrique: “¡Pero entonces usted no es el cliente al que esperaba! ¿Por qué ha firmado?” Federico contesta sonriente, como un niño travieso: “Porque usted me lo pidió. Lea y firme, me dijo”. Enrique se lleva las manos a la cabeza: “Me ha arruinado usted el contrato”.

Entonces Alberti se ríe: “Me lo creo, Federico era así”. Y expresa: “Cuando él llegaba, llegaba la alegría”.

Dulce María cuenta que de quienes se hizo más amigo Lorca fue de Carlos Manuel y de Flor. Enrique y ella guardaron ciertas distancias. “Flor era la más atrevida. Se disfrazaba de hombre y se iba por las noches con él y con otros amigos, a las tabernas del puerto, a conocer, a beber, a charlar y a cantar”.

En otra ocasión escuché de Dulce que Flor militaba contra el machadato -la dictadura de Gerardo Machado, anterior a la de Fulgencio Batista- y que salía a conspirar en su propio automóvil, el cual había retornado más de una vez a la casa cosido a balazos. Pero Flor, a través de un artilugio, lo escondía en la parte superior del garaje, ocultándolo a la vista de posibles visitas policiales.Resultado de imagen para rafael alberti y luz loynaz

¿Cómo resumir el carácter de Dulce María? En una ocasión escuché a un diplomático tutearla. Y ella le respondió veloz: “Joven, no recuerdo que usted y yo hayamos estudiado en la misma escuela”. Ella era así, un león indomable con aspecto de pajarito.

*Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid, se especializó en Economía Internacional y Desarrollo. Trabajó para la cooperación española en distintos puestos en la Agencia Española de Cooperación Internacional en Madrid y durante casi quince años en Nicaragua, Honduras, Cuba y Uruguay.

Fuente: https://www.mundiario.com/articulo/sociedad/cuando-rafael-alberti-dulce-maria-loynaz-evocaron-lorca/20180603120801123774.html

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