De Kioto a París: grandes éxitos y fracasos de las últimas cumbres contra la crisis climática
La historia diplomática de las negociaciones climáticas han estado marcadas por desastres como el de Copenhague en 2009, pero también por momentos positivos como el Acuerdo de París de 2015 o el peso creciente de la ciencia en las últimas cumbres.
“La Cumbre del Clima sella unos compromisos mínimos”; “Fracaso en la creación de un mercado de carbono”; “La COP22 rebaja la ambición”; “Las negociaciones encallan”.
Desde que en 1995 se celebró en Berlín la primera conferencia climática de la ONU, la hemeroteca no ha dejado buen sabor de boca. Demasiadas malas noticias para un planeta al que se le agota un tiempo cada vez más manchado de CO2 y metano. La historia de las negociaciones de los últimos 26 años, sin embargo, también han arrojado luz y esperanza trayendo consigo múltiples cambios culturales y políticos que han sacado los debates ambientales del ostracismo en el que estaban situados al término del siglo XX.
La primera Cumbre del Clima, en la capital alemana, fue un encuentro multilateral y rompedor. Allí se articuló el Mandato de Berlín por el que las grandes potencias reconocían el importante peso que sus economías fósiles estaban teniendo en el calentamiento del planeta. De esta forma, las partes que acudieron a la cita se emplazaban a iniciar las negociaciones necesarias para establecer plazos concretos y objetivos vinculantes de reducción de sus emisiones de CO2. Dos años después, en la COP3 de Kioto, nació el protocolo que lleva el nombre de la ciudad nipona, un documento histórico con el que los países industrializados asumían compromisos de obligado cumplimiento para reducir su huella de carbono, reconociendo que eran los países ricos los que más estaban contribuyendo a la crisis climática.
Juan López Uralde, presidente de la Comisión para la Transición Ecológica del Congreso, ha pisado moqueta en el grueso de las cumbres, asistiendo como observador de la sociedad civil a fracasos y victorias de la lucha ecologista. “Siempre se dan discusiones sobre si estos eventos son necesarios, y yo creo que sí lo son. Que se reúnan delegaciones de 190 países una vez al año es fundamental, independientemente de cómo terminen las negociaciones”, opina. El diputado de Alianza Verde considera que pese a los abundantes fracasos, el multilateralismo ha avanzado en una dirección positiva en estás últimas décadas, pero advierte: “Hay que cambiar las expectativas, son reuniones muy positivas, pero no creo que sean negociaciones decisivas para la crisis climática”.
Tatiana Nuño, activista de Greenpeace que habitualmente acude a las convenciones climáticas de la ONU en calidad de observadora internacional, sostiene que la historia reciente muestra “claros avances” en los posicionamientos políticos para mitigar la crisis climática. “Berlín fue un hito”, narra, “luego llegó Kioto y después las cosas empezaron a avanzar rápido para crear mecanismos reales que permitieran a los países reducir las emisiones”. Desde Kioto hasta 2009 las negociaciones avanzaron con poca atención mediática, pero a un ritmo acorde con los reclamos de la ciencia. Sin embargo, ese año hubo un punto de inflexión con el fracaso estrepitoso de la Cumbre de Copenhague (COP15).
El “desastre” de 2009
Por entonces, el Protocolo de Kioto había envejecido demasiado. La ambición debía elevarse y marcar una reducción del 50% de las emisiones de CO2 para mediados de siglo. Al menos ese era el objetivo con el que las delegaciones de los Gobiernos acudieron en diciembre de 2009 a la capital de Dinamarca. “Desde el primer momento todo parecía ir mal. Para empezar, el espacio físico del lugar donde se celebraba la cumbre era demasiado pequeño para albergar todos los acreditados”, narra.
“Pero lo peor fue el tema de la represión contra la sociedad civil. Fue algo que no se había visto en ninguna de las ediciones anteriores. La sede de Greenpeace fue intervenida y hubo miles de detenciones sin justificar en la manifestación que siempre se hace”, recuerda López de Uralde, que estuvo en la cárcel cerca de tres semanas por una protesta.
“Fue un desastre, una voladura de todo el proceso de negociaciones”, describe. La idea de ampliar la ambición no fue el único escollo. Las naciones trataron de ampliar los mecanismos de control para que la nueva herramienta que sustituyese al Protocolo de Kioto tuviera un carácter global e incluyera a los países menos industrializados desde la óptica de justicia social y económica. Sin embargo, “todo saltó por los aires”.
Herman van Rompuy, por entonces presidente del Consejo Europeo, calificaba en 2010 lo sucedido como “desastre” y advertía de que el enquistamiento de las negociaciones iba a suponer el fin de las COP de las Naciones Unidas. “No funcionarán”, avisaba en unas conversaciones filtradas por El País. Lo cierto es que, en Copenhague, Europa quedó aislada por primera vez en mucho tiempo, oscurecida por el liderazgo poco verde de EU y China, que apostaron por eliminar el carácter vinculante de los acuerdos. Hasta la fecha los países estaban obligados a cumplir los objetivos de reducción de emisiones, pero en 2009 la dinámica cambió para siempre, reduciendo todo a la buena voluntad de los Gobiernos.
De la irrelevancia diplomática al Acuerdo de París
Tras Copenhague, los ánimos quedaron por los suelos. “Fue un momento de decepción enorme”, argumenta Nuño, que recuerda cómo las movilizaciones sociales bajaron durante los siguientes años. También bajó la atención mediática y política de los siguientes encuentros climáticos de la ONU, sumergidos en una irrelevancia preocupante.
No fue hasta 2015, seis años después, cuando se consiguió cambiar las dinámicas negativas y el enquistamiento de las negociaciones. Las partes consiguieron un nuevo acuerdo para avanzar en los compromisos de reducción de emisiones de acuerdo con las peticiones de la ciencia. De hecho, en esta reunión diplomática, las investigaciones científicas cobraron un papel sin precedentes, en tanto que los Gobiernos encargaron al Panel Intergubernamental del Expertos, el IPCC, un informe actualizado para poder organizar una hoja de ruta con la que mantener la subida de temperaturas del planeta por debajo del grado y medio.
De ahí nació el Acuerdo de París, el documento respaldado por casi 200 naciones, nacido del consenso y del que todavía quedan puntos que pulir en Egipto. “Desde entonces el papel del IPCC en los plenarios de las cumbres ha ganado mucho peso”, opina la activista de Greenpeace, que considera que la gran victoria de 2015 fue el peso que adquirió la ciencia y la sociedad civil en las negociaciones internacionales.
El Acuerdo de París, no obstante, nació de las heridas de Copenhague. El alineamiento del tratado y la ciencia contrasta con su carácter no vinculante, dejando las acciones concretas a la voluntad de los Gobiernos de turno y sin ningún tipo de régimen sancionador. “El único punto vinculante fue el compromiso de limitar la subida de temperaturas 1,5ºC, pero se puede decir que en términos generales hay un paso hacia atrás porque no puede obligar a cumplir con los acuerdos”, arguye López de Uralde.
El documento ratificado en la capital gala por más de 190 países obligaba a los Gobiernos a presentar periódicamente Compromisos Nacionales Asumidos (NDC), un documento entregado a la ONU con el que cada parte informaba de sus planes para reducir las emisiones. Según los datos actuales, con los planes de descarbonización que cada nación ha presentado la temperatura global subirá 2,7ºC a finales del siglo XXI y las emisiones de CO2 se incrementarán un 30% en 2030. La voluntad es insuficiente para mitigar la crisis climática.
Desde París, apenas han salido adelante acuerdos esperanzadores. El último, el de la pasada Cumbre de Glasgow de 2022, dejó un sabor agridulce. Los Estados consiguieron incluir, por primera vez en la historia, reconocer en el texto la necesidad de reducir el consumo de combustibles fósiles, pero no lograron avanzar en materia de justicia y elevar la cantidad de los fondos destinados a ayudar a los países empobrecidos a adaptarse a la crisis climática. Esta es la tarea pendiente a resolver en Egipto.