Dominación 2.0: psicografía en las redes sociales
Solange Martínez y Paula Giménez
Parafraseando a una adolescente de una famosa serie de Netflix: Ten cuidado, que no te encuentren haciéndolo. ¿Te has imaginado cómo sería acosar a alguien? Invadir su privacidad, saber sus secretos, descubrir sus trapitos sucios. Porque aunque digas que te genera incomodidad, o algo parecido, mejor es reconocerlo. Espías gente a diario. Observas, sigues, te siguen.
Facebook, Twitter, Instagram nos han convertido en una sociedad de acosadores, de acosados. Y nos encanta.
¿Nos encanta? Claro que acosar a alguien en la vida real es diferente y hasta está penado por la ley. Pero las redes sociales no reconocen esas leyes, pues tienen las propias. Y nosotros, los usuarios, en este juego estamos atados a las reglas ajenas, lejos de imponerlas. De hecho, somos las víctimas enamoradas del victimario.
Nuestras interacciones en Facebook, Twitter, Instagram, Youtube y otras redes sociales no se reducen al contacto con “amigos” sino que las plataformas se han vuelto un espacio alternativo de vida.
Allí nos informamos de lo quizás que sucede en el mundo -en detrimento del uso de los medios masivos de comunicación, incluso en formato digital-, accedemos a herramientas de formación profesional, aprendemos el cómo hacer de infinitas cosas, participamos políticamente en las causas que nos movilizan, compramos, vendemos, consultamos al médico y hasta buscamos y a veces encontramos el amor.
Bajo la apariencia casi perfecta de la libertad, hemos trasladado como sociedad una buena parte de nuestro tiempo y de nuestros deseos al mundo virtual. Tan bien lo saben los dueños de las redes, que vienen trabajando con filósofos, psicólogos, publicistas, psiquiatras, neurocientistas, programadores y otros investigadores, en el desarrollo de una estrategia de dominación cultural totalizante.
Ello implica la construcción de nuestros perfiles psicológicos a partir de la información personal que, tan gentilmente, les entregamos. Las redes y plataformas nos conocen, a veces, mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos.
En un minuto de redes sociales en la actualidad, 41,6 millones de mensajes son enviados a través de Facebook, Messenger y WhatsApp, 347.222 personas están mirando Instagram, 87.500 personas publican en Twitter y 4,5 millones de videos son vistos en YouTube, generando un océano de datos sobre quienes están del otro lado de la pantalla.
Es decir, la humanidad toda se ha convertido en un “esclavo absoluto” -según el filósofo Byung-Chul Han- que produce “datos”, la materia prima central de la producción de mercancías inmateriales, de los únicos bienes no restrictivos: el conocimiento.
La matriz de pensamiento y de sentimiento que elaboran, almacenan y utilizan, es denominada por algunos autores como “psicografía”. Esta es, ni más ni menos, una radiografía de nuestra personalidad y de nuestra historia, que es, por lo tanto, un arma privilegiada para la seducción y la dirección de nuestra voluntad.
En ese marco, la sociedad es atravesada, de manera transversal, por una nueva forma de poder, que incluso Byung-Chul Han define como una nueva “forma de gobierno”. Nos referimos el tránsito de la “biopolítica” a la “psicopolítica”, de la organización de los cuerpos del capitalismo industrial, a la organización de las mentes del capitalismo financiero.
Numerosos son los estudios que develan en las conclusiones a las que arriban, que vivimos inmersos en un bombardeo de estímulos imposibles de procesar, en una verdadera guerrilla comunicacional.
Entre 3.500 y 5.000 impactos publicitarios nos atraviesan cada día en las grandes ciudades y tenemos la capacidad atencional de procesar solo el 10%. El resto, sin embargo, no se descarta: nos impacta a otros niveles por fuera de la conciencia, generándonos estrés, malestar, confusión, aturdimiento mental.
Ese 10% que procesamos se traduce en insumos para nuestro razonamiento y para la afectividad de cada uno. Somos llevados todo el tiempo a mirar, oír e interactuar con contenidos de cualquier tipo, afines a nuestros intereses. Nos relacionamos con quienes se nos parecen. Nos movemos en “comunidades” virtuales segmentadas que se vuelven familiares y por ello, confiables para nosotros.
En ese tiempo y espacio de vida virtual que se ha instalado en nuestras sociedades, de la mano de la revolución de las tecnologías, se combinan dos aspectos explosivos para que quienes controlan los hilos del mundo -el capitalismo trasnacionalizado-, a través de su intervención en las redes sociales hagan de nuestra voluntad, su voluntad: la necesidad de amor y la necesidad de seguridad.
Tan básicas para la psiquis, como respirar o alimentarse, para los órganos del cuerpo.
Ya lo decía Sigmund Freud: “la humanidad siempre ha comprometido un poco de felicidad por un poco de seguridad”. Y el siglo XXI, caracterizado por las crisis, la incertidumbre y los cambios radicales -económicos, políticos, sociales, culturales-, no es la excepción.
El problema es que ya no estamos trocando un poco de felicidad, sino nuestra libertad y nuestra intimidad también. O lo que nos queda de ellas.
*Martìnez es Profesora en Psicología, de la Universidad Nacional de San Luis. Giménez es Licenciada y Profesora en Psicología (UNSL), estudiante de la Maestría en Políticas Públicas para el Desarrollo con Inclusión (FLACSO). Ambas, redactoras-investigadoras argentinas del CLAE (www.estrategia.la)