Eduardo Pérsico / Palabras en voz baja
…Además de la sed,
a las familias del pueblo
aquello les pegoteaba
un imprevisto miedo.
De arriba les gritaron que despertaran y salieran hacia la vida, algo muy diferente a soltarle los perros o el habitual de levantarlos a puro fogonazo. A esa hora el sol alumbraba aquel escenario con años de discordia y el gentío del socavón, que al amanecer se encimara uno con otro para ser más Nosotros, respondió que subirían a discutir con el Señor un asunto muy complejo: el hueco guardaba la única fuente de agua en leguas a la redonda y arriba la sed ya dolía en los huesos y el alma.
Las quince familias alejadas del pueblo a orillas del lago, -socavón de montaña y nudo de la vida—sobrevivían con sus hembras y crías, razón de ser Nosotros. Se decía que las mujeres habían empezado el descontento y que luego de alguna riña sería el principal asunto de todos. En pocos días se obligaron a no llevar más agua a la cima y esa vez cumplirían porque además de la sed, a las familias del pueblo aquello les pegoteaba un imprevisto miedo. A esos dueños de tierra, animales y templo los ultrajaba que alguien de esa cava miserable, hijo o nieto de otros que antaño no se creían iguales, pudiera obligarlos a pagar por el agua. En tanto el muchacho de brazos musculosos que hablaría por los de abajo repetía que ellos todos juntos, ‘siendo Nosotros’, serían imbatibles y si nadie llenaba un cuenco en el lago para volcar en el repecho al pueblo, ganarían la disputa.
Si al fin sólo ellos podrían subir semejante carga a escurrir por los canales de piedra al caserío; una tarea feroz obligada desde chicos y una realidad constante para quienes se juraran afrontar ante cualquiera que el agua del lago, esa vez debían ir a buscarla.
Así que esa mañana sin perros ni fogonazos les gritaron que fueran a conversar y uno sólo elegido subió al camino. El Señor protegido por unos tipos casi ni lo miró, el muchacho algo le murmuró al acercarse y de pronto el otro alejó a los custodios con un gesto.
—¿Qué quieren con eso, hijos de puta? —encaró furioso el Señor.
—Unos animales, algo de alcohol y cueros para el frío —dijo el enviado todavía con cierto miedo.
—Eso es demasiado —demudado el hombre movió la cabeza.
—El invierno pide más comida y abrigo —se animó el muchacho.
—Ya mismo discutimos eso y nada más —arriesgó el Señor con el desgano de la sed y el apuro a resolver la imposición del otro al llegar.
Y pronto se enredaron en ese regateo de siglos: si pagarían con seis gallinas o cuatro, dos ovejas o cinco y el precio de un toro más dos vacas, sin enterarse, entraron en la misma discusión. Hasta acordar un arreglo que los de abajo habían impuesto al Señor con un imbatible murmullo: "si no regreso pronto y sano envenenan el lago".
Escritor. Nació y vive en la Provincia de Buenos Aires, Argentina. www.eduardopersico.blogspot.com
En la Biblioteca Logos, pública y gratuita, puede encontrarse su novela El infierno de Rosell, publicada en Buenos Aires, en 2001, por Ediciones del Leopardo.