El antiacademismo y las Humanidades
La falta de credenciales académicas se presenta hoy como prueba de pureza moral e intelectual en vastos sectores sociales. En nombre de la democracia pareciera que hoy se promueve una curiosa igualdad que autoriza a cualquiera a hablar y dictaminar acerca de cualquier cosa, no importa cuán ignorantes sean acerca de lo que hablan. Ahora son las celebridades las que comentan la política nacional o internacional o dan soluciones de como resolver los problemas económicos.
140 caracteres son suficientes para definir y comprender nuestros problemas. Y es mejor abrazar un árbol o una roca que leer un libro. En esta atmósfera la élite cultural se vuelve obsoleta empujada al lado del camino como una fuerza cultural irrelevante. No sólo se trata de excluirla del mundo real, sino retratarla en contra de él. El mundo real no está hecho de palabras, de arte, del pasado o de las teorías progresistas sobre la igualdad o la libertad. ¿Para qué necesitamos estudiar todo eso? El mundo real está hecho de cosas que inventa el mercado y que realmente necesitamos como los teléfonos móviles y los juegos electrónicos.
El antiintelectualismo produce serios daños políticos cuando desvaloriza el poder del análisis racional que requiere tiempo, energía y entrenamiento. La Academia es un lugar donde este entrenamiento es posible. Ciertamente no el único. Pero sí uno importante. Imaginemos sólo un mundo sin universidades. O universidades sin Humanidades ¿De donde surgieron Diderot, Voltaire, Hume, Kant, Locke y tantos otros que fueron las luminarias del siglo de las luces y de cuya herencia todavía vivimos?
La mentalidad mercantil está construyendo un futuro en donde el pasado y el sector público no tienen valor. La filosofía, la teología, la historia o las ciencias siempre han tratado de verse a sí mismas como la culminación del saber humano. Cada una de ellas se ha visto a sí misma, en algún momento de la historia, como la disciplina que contiene y trasciende todas las otras. Ahora, en cambio, es la economía y las escuelas de administración comercial las que afirman que es el mercado el criterio supremo del conocimiento, el que decide qué conocimiento es importante y cuál es meramente imaginario. Los libres mercaderes creen que ellos saben cómo las cosas realmente funcionan y desvalorizan otras formas de comprender el mundo. Confunden la sagacidad tecnológica con el conocimiento último, lo que a la larga podría costarnos bastante caro.
La teoría no tiene buena reputación. De acuerdo al lugar común eso es lo último que podríamos necesitar. Es decir, más palabras, más abstracciones divorciadas del sentido común y de lo que la gente hace. Lo que en realidad necesitamos, se dice, es acción y no más conceptos ¿Por qué, entonces, teoría? ¿Por qué nos damos el trabajo de ocuparnos de ella? O, visto de otra manera, ¿qué perdemos si ponemos el énfasis en la acción y omitimos las preguntas que plantea la teoría?
Es un hecho social que todos tenemos opiniones que diariamente intercambiamos en el discurso social. La cuestión que no es tan obvia, sin embargo es… ¿y de dónde vienen las opiniones? Si argumentamos con alguien que simplemente reitera su opinión sobre algo sin dar razones para respaldarla y sin reflexionar acerca de otros posibles puntos de vista, pronto veremos que el hecho social de que todos tenemos opiniones no es muy productivo.
Si no podemos plantear cuestiones teoréticas, esas cuestiones tremebundas acerca del origen del conocimiento, quién lo controla, cómo ese conocimiento se formó y cómo puede ser cambiado, quedamos presos del círculo vicioso de opiniones en donde ella dijo, él dijo. Es aquí donde la teoría puede servir de algo al preguntar cómo las cosas funcionan y como ellas podrían funcionar de manera diferente. Si evitamos la reflexión crítica que es propia de la teoría, si no preguntamos de dónde vienen las opiniones, corremos el riesgo de creer que ellas son “hechos naturales” o autoevidentes. Todo es como es, siempre ha sido así y se supone que así debe ser. La historia está llena de ejemplos en que los hechos sociales aparecen como algo natural.
Hasta no hace mucho la mujer no tenía los mismos derechos que el hombre, los niños trabajaban doce horas al día y la esclavitud y la segregación se justificaban legal, religiosa y científicamente. El cuestionamiento de los “hechos naturales” capacita para ver las cosas de manera diferente. Sin ello corremos el riesgo de inmovilizarnos en la sabiduría convencional. No hay nada malo con la sabiduría convencional. A lo que apunta la teoría es a la convicción de que nada debe ser aceptado incondicionalmente, porque todo es sospechoso. A diferencia de las técnicas y profesiones que ofrecen un menú de métodos para elegir y aplicar mecánicamente, la teoría es, como dice el filosofo francés Guilles Deleuze, una caja de herramientas llena de preguntas y conceptos para desplegar experimentalmente.
Los estudios humanistas, si algo nos enseñan, es la humildad. Ellos son el antídoto en contra del dogmatismo y la demagogia. Nos enseñan a pensar a largo plazo, a considerar las consecuencias de nuestras acciones en lugar de actuar en interés de la conveniencia. Nos enseñan a ser escépticos, críticos y deliberativos, en lugar de la reacción emotiva que lleva a la alabanza sin límite del “Libro”, del Líder o del Lugar Común. Es un correctivo, en tanto nos saca del presente y nos obliga a confrontar algo distinto de lo que se nos da en la limitación del presente.
Con bastante frecuencia se escucha decir «si sabes tanto, ¿cómo no eres rico?». La súper valorización del dinero en desmedro del cerebro nos lleva a ser útiles y acumular cosas. Pero, cualquiera de las cosas que usamos no sobrevive a la civilización que los crea. El legado más duradero y valioso, en cambio, vive en los libros, las ideas, el arte, la música. Tal vez no aparezcan tan reales como el balance bancario o el PIB, pero lo son.
Cuando hoy se pretende insinuar que la enseñanza de las humanidades que las universidades proporcionan es insignificante, imaginaria, innecesaria u obsoleta, ¿quién gana? La riqueza, como la vida, es breve. Las artes liberales, en cambio, tienen una larga vida. Una educación humanista tiene un valor incalculable porque su valor está más allá del cálculo. Las humanidades son atacadas porque ellas son peligrosas. Nos proveen con las armas intelectuales necesarias para pelear en contra de las fuerzas de la ignorancia y liberarnos de la estupidez publicitaria que hoy coloniza a las masas.