El asalto del aburrimiento
¿Quién no ha sufrido el encuentro del aburrimiento en medio de un largo discurso, en la monotonía de una clase, en la cadencia repetitiva del sermón dominical o en la lentitud de una conversación? El aburrimiento es cosa seria y una de la emociones más comunes de la vida humana. Según algunas estimaciones una de cada cuatro personas sufrirá aburrimiento crónico, razón suficiente para no ignorarlo.
La monotonía, la predictibilidad, las tareas repetitivas y el confinamiento son sus causas más visibles. Cualquier situación carente de estímulos o cualquier actividad que se mantenga igual por mucho tiempo puede ser aburrida.
Según la sicología, las emociones cumplen un papel adaptativo al ayudar a las criaturas a hacer frente a los problemas de supervivencia que el entorno les plantea. Así, por ejemplo, el disgusto es una respuesta evolutiva que ayuda a mantener a los animales y humanos libres de sustancias peligrosas. El aburrimiento emerge como un derivado de esta emoción primaria de disgusto. Sirve la misma función adaptativa.
Si la repugnancia protege a los humanos de la infección, el aburrimiento puede protegernos de situaciones sociales “infecciosas” y facilitar relaciones sociales fomentando el rechazo beneficioso de situaciones “tóxicas”. Si la sicología tiene razón, entonces el aburrimiento, al igual que el disgusto, es bueno para la salud mental. Ambas emociones son respuestas evolutivas que protegen de “enfermedad o daño”. Las emociones, sean primarias o secundarias, parecen estar diseñadas para asistir a los humanos y otras criaturas a navegar y mantener la vida.
El simple aburrimiento generalmente no hace noticia, pero sí ha sido el tema recurrente en el arte plástico y la literatura. “Madame Bovary” de Flaubert, “Aburrimiento” de Alberto Moravia, “Hedda Gabler” de Ibsen,” El Cartero Siempre Llama dos Veces” de James Caín, “The Shining” de Stephen King, la pintura “Melancolía” de Edvard Munch, “Soledad” de Frederick Leighton, “Mujeres Planchando” de Edgar Degas o “Nighthawks” y “Rooms by the Sea” de Edward Hooper, entre muchas otras obras que han surgido en diferentes periodos históricos, sugieren que hay una atemporalidad en la aparición del simple aburrimiento y no sólo una emoción que caracteriza nuestros tiempos pandémicos.
El infinito y el curso temporal y espacial son los recursos típicos de su representación. Visualmente los signos más familiares son ojos que miran al infinito o los codos descansando en la mesa y los brazos y manos sosteniendo la cabeza. Si alguien se hunde lentamente en esta postura mientras estamos hablando, lo más probable es que lo estemos aburriendo. Aquí podríamos decir, entonces, que ésta es una emoción social de leve disgusto, producida por una circunstancia inevitable y predecible. Pero ésta, como en todas las definiciones, no es toda la historia.
El aburrimiento, según los neurólogos, puede actualmente atribuirse también a la falta del neurotransmisor dopamina que es el sistema de recompensa del cerebro cuya química se ha relacionado con la alegría y la excitación. El déficit de la dopamina obviamente haría mas difícil experimentar estos estado emocionales. Si esto es así, se puede argumentar entonces que los individuos propensos al aburrimiento pueden tener un nivel naturalmente más bajo de dopamina y, por lo tanto, requieren un mayor sentido de la novedad para estimular el cerebro y hacer que la dopamina fluya otra vez.
En otras palabras, necesitan una constante estimulación. Para ellos, en lugar de ser una emoción benéfica, como nota el académico canadiense Peter Toohey, el aburrimiento crónico, a diferencia del transitorio, puede transformarse en un problema permanente capaz de llevar a la depresión, la ansiedad, la hostilidad o a sentimientos de ira de los que el sujeto necesita escapar a través de drogas, alcohol, la búsqueda constante de nuevas sensaciones, la dromomanía, que es la necesidad de estar viajando constantemente, o cualquier otra actividad riesgosa.
Las investigaciones, sin embargo, sugieren que el aburrimiento crónico no es un agente causativo de conductas problemáticas o patológicas, sino el efecto del imbalance dopamínico que causa también las otras afecciones. El aburrimiento en sí mismo no causa nada. La mayor parte del tiempo, el simple aburrimiento viene y se va… ¿pero, qué pasa cuando el aburrimiento se vuelve prolongado e inevitable?
En el “Internacional Journal of Epidemiology” los sicólogos Annie Britton y Martin Shipley sostienen que es posible que mientras más aburrido uno esté, más probable es que muera a una edad más temprana. En 1985 más de 7.500 funcionarios civiles llenaron un cuestionario que preguntaba si el trabajo del mes anterior les había aburrido. Al determinar cuántos de los encuestados habían muerto en abril del 2009, descubrieron que los que informaron que los se habían aburrido mas tenían 2,5 veces más probabilidades de morir de un problema cardíaco que aquellos que no habían informado haber estado aburridos.
Lo que los sicólogos concluyeron, sin embargo, es que el aburrimiento en sí mismo no era la causa, sino que era parte de un cuadro general de mala salud. Menos mal, porque de lo contrario estaríamos cayendo como moscas.
Diferente del simple aburrimiento es el aburrimiento existencial, ese que “infecta” la existencia misma de una persona y que puede ser pensado como una enfermedad filosófica. No es fácil de caracterizar y frecuentemente se identifica con nombres como la melancolía, la depresión, el mal de vivir, tristeza, tedio, nausea existencialista o desespero espiritual y es el que ocupa la mayoría de los escritos acerca del aburrimiento.
La verdad de las cosas es que este término es una mezcla categórica que es más intelectual que experiencial, una condición que al parecer es más leída, tematizada y discutida de lo que realmente se experimenta. El tópico es extenso y muchísimos volúmenes se han dedicado a este tema. Uno de éstos, bien popular en los 50’s y 60’s, es la novela existencialista “La Náusea”.
Antoine Roquentin, el alter ego del filosofo J. P. Sartre en este relato, representa el aburrimiento existencial, no como “la desesperación en la beneficencia del Creador, sino como la desesperación en la beneficencia del universo”. Si a Dios o al universo no le importa, entonces ¿qué sentido tiene la vida? El taciturno Roquentin, que vive solo, nunca habla con alguien y que lleva una vida de silencio monástico, llega a comprender durante el trascurso del relato que la existencia es accidental, contingente y que no hay ninguna conexión necesaria entre el individuo y el mundo.
El universo es completamente indiferente hacia uno y lo que que el llama “náusea” es una fuerte sensación de disgusto cuando descubre que la vida es contingente y que no hay ninguna posibilidad de describirla como necesaria. Al igual que el ángel de la pintura de Durer, Roquentin entra en un estado de melancolía. “Existo, eso es todo. Y eso es tan vago, tan metafísico que me avergüenzo de ello”. Originalmente, según sus biógrafos, Sartre había elegido el termino “Melancolía” como título de la novela para indicar su conexión con los trabajos de Albrecht Durer que seguía la tradición clásica de la melancolía. Cuando la novela fue aceptada por Gallimard, “La Náusea” reemplazo a “La Melancolía”.
La denominación de la náusea como aburrimiento existencial no es de Sartre. Su base, como ya se sabía, es fisiológica. El aburrimiento tiene una relación cercana con el disgusto y el disgusto fácilmente puede producir náusea. Como signo del aburrimiento la náusea aparece en una variedad de inesperados contextos, desde el mundo antiguo hasta hoy. El aburrimiento existencial, que aparece en muchas otras novelas, pareciera haber intelectualizado esta respuesta emocional básica y, al hacerlo, haber disfrazado sus orígenes.
Uno de los episodios tempranos de Roquentin fue el descubrimiento de que “no tengo derecho a existir” o, como en otra página dice «soy libre: ya no hay absolutamente ninguna razón para vivir”. Pero, si ste fuera el caso no quedarían muchas víctimas del aburrimiento existencial. Lo cierto es que la conexión entre aburrimiento y suicidio aparece más fuerte en los textos literarios y en la imaginación de los filósofos existencialistas que en la vida real.
Las víctimas del aburrimiento existencial, a diferencia del simple aburrimiento, pueden hablar mucho acerca del suicidio, pero sólo se matan a sí mismos en el papel. No hay ninguna relación clara entre suicidio y aburrimiento y no tiene nada que ver con la existencia del aburrimiento libresco. No hay dolor que produzca la muerte debido a la percepción intelectual del sin sentido trascendente de la vida. El suicidio es producto de un dolor sicológico insoportable y trágico y no un símbolo del aburrimiento.
Según Toohey el aburrimiento existencial es un concepto más que una emoción o sentimiento. Es un término construido en base a la unión del aburrimiento, la depresión, el sentido de superfluidad, el hartazgo, el asco, la indiferencia, la apatía y los sentimientos de atrapamiento. Cuando parte o todas estas condiciones se mezclan, terminamos con la falsa emoción de aburrimiento. En el fondo, éste es más bien un término que enmascara una constelación de diferentes desórdenes.
El simple aburrimiento, ese estado emocional de desinterés y tedio que se experimenta cuando uno no tiene nada que hacer en particular, tiene una larga tradición y sus raíces se hunden en la sicología humana. Esta es una emoción que se ha sentido en todos los períodos de la historia y que se ha acentuado en los períodos modernos con el aumento del aislamiento, la pérdida de tradiciones, la prevalencia de trabajos repetitivos y la pérdida del sentido de comunidad que hoy se han acentuado. Un estado normal, parte de la experiencia humana e increíblemente común.
Como sabemos desde tiempos inmemoriales, la mejor respuesta al aburrimiento es estar constantemente ocupados en algo que despierte nuestro interés.