El fundamento
Hubo una vez una edad de oro de la humanidad. Fue un tiempo de armonía y felicidad. Nuestros antiguos antepasados vivían en perfecta interconexión entre sí y con el universo. No había guerras, ni hambrunas, ni contaminación; todos se llevaban bien. Entonces la paz se rompió bruscamente. Un poder siniestro comenzó a arrojar una sombra oscura sobre la humanidad. Una conspiración estaba en marcha. Durante milenios, los conspiradores han estado implementando en secreto un elaborado sistema de control, diseñado para suprimir nuestra conexión natural con el cosmos y mantenernos atrapados en un estado de miedo y confusión constantes.
El mundo moderno es un santuario para sus maquinaciones ocultas. Los principales medios de comunicación, el sistema educativo, la ciencia, la política y la medicina occidental son todas herramientas de la conspiración, utilizadas para controlar nuestras mentes y mantenernos subordinados. Todo lo que sucede en el mundo, cada guerra, recesión, desastre natural y ataque terrorista, está diseñado por camarillas secretas de hombres con trajes oscuros conspirando en Salas de Juntas llenas de humo. Pero… eso es sólo el borde exterior de la madriguera del conejo. Estos opresores terrenales son simplemente los títeres de un enemigo aún más siniestro. El verdadero autor de este complot atroz es una raza de alienígenas reptilianos interdimensionales llamados Arcontes.
Esta es nuestra historia y la raíz de lo que realmente esta ocurriendo en el mundo, según el conspirador inglés David Icke. Lo curioso es que su historia no es más extraña que la historia de Los Protocolos de los Sabios de Sion, los Illuminates, Bilderberg, QAnon y muchas otras que circulan hoy día masivamente en las redes sociales… ¿Qué es lo que hay en ellas que persistentemente se han venido dando a través de tanto tiempo?
Lo que es posible observar es que todas ellas operan bajo la suposición de que “hay dos mundos, uno real y el otro, en su mayoría invisible, configurado por una siniestra ilusión destinada a encubrir la verdad”. Según las teorías de la conspiración, la respuesta obvia o la sabiduría convencional nunca es correcta y siempre hay más en las cosas de lo que parece. Todos los rostros son máscaras, todas las banderas son falsas y todas las percepciones engañosas. Nada es lo que parece.
¿No hay algo parecido en la metafísica clásica? El héroe platónico, a diferencia del resto de nosotros que solo vemos las apariencias del café que estamos tomando, de las hojas del árbol que se mueven con la briza de la mañana o del vuelo de la mosca, él ve la auténtica realidad, el código que gobierna todas estas apariencias. Donde todos nosotros vemos solo sombras en la pared de la caverna que tomamos como la verdadera realidad, el héroe que escapa de la caverna ve lo que realmente produce las sombras.
Esta es la fantasía original de la metafísica clásica. Según el teórico Adam Miller, los metafísicos consistentemente caen en la misma tentación: son teóricos de la conspiración. Suponen un grado mucho más alto de unidad fundamental y coordinación intencional de lo que realmente se necesita para dar cuenta de la complejidad del mundo.
Durante harto tiempo se ha entendido que el trabajo de la metafísica es el de revelar alguna mano invisible que trabaja detrás de la escena, dirigiendo y unificando los movimientos de la multitud desorganizada en un todo coherente, reduciendo así la multitud de percepciones a algún factor común más básico, sea Dios, las formas platónicas, las categorías kantianas, el despliegue del espíritu universal o las partículas subatómicas, entre otras, capaces de explicar todo, traducir todo, producir todo y hacer que todo actúe.
A través de un juego de manos el mago metafísico nos remite a algo más que a los objetos mismos. Una realidad compleja, única, específica, variada, múltiple y original es reemplazada por un término simple, banal y homogéneo con el pretexto de que este puede explicar al primero. Hay, arraigado en la disposición metafísica, “un impulso por la pureza y esta pureza se produce al exigir que todos los fenómenos sean bautizados en las aguas purificadoras del reduccionismo”.
El científico y filosofo Alfred Korzybski dijo en algún momento que “el mapa no es el territorio”. ¿No es el metafísico clásico como aquella persona que tiene un mapa y piensa que porque lo tiene ha dominado el territorio? El mapa viene a sustituir el territorio, convirtiéndose en el territorio mismo. Lo que hay fuera del mapa es un epifenómeno.
Es en este sentido que la metafísica clásica es reductiva, algo que se filtra a otras disciplinas. En el ejemplo lucreciano del teórico Levi Bryant, el limón es la apariencia y la combinación de átomos es la realidad. El limón se explica por la combinación de átomos, tanto por las formas de esos átomos como por como se combinan. Dentro de este marco pareciera que el limón no aporta nada. Son los átomos los que hacen todo el trabajo.
Igualmente para un neoatomista contemporáneo no es la pelota de golf la que rompió la ventana. Esa es una explicación metafísica popular. Lo que realmente sucedió es que una combinación de átomos interactuaron con otro conjunto de átomos produciendo una nueva combinación de átomos. La pelota y la ventana no contribuyeron nada. Es esta reducción la que encontramos por todos lados.
En el “Anti Edipo” Deleuze y Guattari notan que una mala aplicación del psicoanálisis es aquella que ya conoce todas las respuestas. El paciente habla durante varios minutos, expone sus problemas con su jefe y el analista dice: “Ya veo. Tu problema es que tienes un complejo de Edipo sin resolver. No es tu jefe el problema, sino que tu jefe es un sustituto de tu padre. Son los problemas pendientes con él los que tienes que resolver».
Así descubrimos exactamente lo que esperábamos encontrar. Y de esta manera el objeto se borra. No es que no hayan interacciones de átomos o que las técnicas psicoanalíticas no tengan ninguna aplicación. El problema con la reducción es que descubrimos lo mismo una y otra vez. Encontramos exactamente lo que esperábamos encontrar. Es en este sentido que el mundo se borra y anula nuestra capacidad de sorprendernos porque siempre sabe lo que va a encontrar. Reduce el territorio a un mapa. Todo está ya formateado, clasificado y ordenado. Un consuelo metafísico en un mundo incierto y a menudo opaco.
¿No es este tipo de teoría una forma de ceguera que nos impide ver lo que ya está ahí? Cada objeto, desde cierto ángulo, es una unidad y desde otro, una red de relaciones, digamos, un enjambre. Cada objeto requiere una cantidad de objetos para convertirse en un objeto, pero en algún momento, tal vez diferente en cada caso, la cosa alcanza un umbral de consistencia y se convierte en una cosa por derecho propio, algo que se niega a ser reducido a sus partes, pero algo también disponible para entrar en relación con otras cosas.
A diferencia de la metafísica tradicional que presume una macrounidad subyacente, el filósofo francés Bruno Latour presume en cambio una pluralidad metafísica irreductible e incontable. En lugar de privilegiar el Uno, privilegia los Muchos. Más que formatear el mundo, fomenta la proliferación desordenada de objetos, actores y pluriversos. El resultado es que el mundo se convierte en un inmenso sitio lleno de desorden. Pero, nota Latour, esta multitud desordenada no resulta en caos.
Esta suposición de que la multitud, sin la imposición de alguna unidad preformateada solo podría convertirse en caos tipifica el prejuicio metafísico clásico. Al pluriverso no le falta un formato coherente, solo le falta cualquier formato que no sea producido local y provisionalmente por las interacciones de la multitud misma. La solución clásica es dibujar mapas del mundo que se componen de unas pocas agencias, seguidas de consecuencias que nunca son mucho más que efectos, expresiones o reflejos de otra cosa. Latour en cambio representa un mundo de concatenaciones de mediadores donde cada uno actúa plenamente.
No sustituye, sino que concatena. En lugar de llevar los objetos de regreso a sus respectivos orígenes, Latour recomienda simplemente seguirlos. Los objetos, dice, son capaces de contar su propia historia.
A través del tiempo hemos cambiado maestros muchas veces. Hemos pasado del Dios de la Creación a la Naturaleza sin Dios, del Homo Faber a las estructuras que nos hacen actuar, de ahí a los campos de discurso que nos hacen hablar y luego a los campos de fuerzas anónimas en las que todo se disuelve. Lo que aún no hemos intentado, dice Latour, es no tener amo en absoluto. Lo que necesitamos es una metafísica experimental que se convierta, no en un ejercicio de dominio, sino en un ejercicio de dominio del deseo de otro maestro. En breve, de no reemplazar un comandante con otro.
En este caso, entonces, ¿qué tendríamos que asumir sobre la naturaleza de lo real? Asumir que esta compuesta de objetos que poseen la misma dignidad. Todo lo que hay en el mundo debe ser considerado en sus propios términos. Cada cosa, ya sea una paloma, un árbol, un merengue de limón, un átomo, una estrella o un grano de arena permanece como una unidad sustancial más allá de su relación e impacto con otros y ninguna de ellas puede ser considerada como una última realidad de la cual todas las otras son construidas.
Lo que Latour propone es una ontología plana, en lugar de una jerárquica, en donde los objetos son responsables de explicarse a sí mismos. Si el objetivo es evitar cualquier reducción a priori, con lo que nos quedamos es con la multiplicidad y la responsabilidad local… “Aunque el Uno no es, todavía hay unidades”. La primera parte de la fórmula evita la reducción. La segunda postula la producción, por la multitud misma, de una pluralidad de redes sueltas, locales y transitorias.
En la ontología de Latour “el gran Pan ha muerto”. Y si no fuera así lo único que nos quedaría sería arrodillarnos ante él, o peor aún, soñar con ocupar el lugar del poder total.