El humano y la ostra
Según el filósofo escocés David Hume la vida de un hombre no tiene mayor importancia en el universo que la vida de una ostra. Su pensamiento sigue la misma línea que inauguro el griego Xenófanes cuando dijo que si el ganado, los caballos o los leones tuvieran manos y pudieran dibujar como los hombres lo pueden hacer, los caballos dibujarían la forma de los dioses como caballos, el ganado como ganado y los leones, como leones. Dibujarían el cuerpo de dios a imitación de sus propios cuerpos.
El que los griegos dibujaran a Dios a semejanza de los humanos revela su antropocentrismo, la idea de que ocupamos el lugar central y primario en el orden de las cosas o, mejor aun según el legado bíblico, el lugar intermedio entre la animalidad y la divinidad. Es esta cercanía a Dios lo que le da la licencia para ejercer su dominio sobre el animal y la naturaleza.
Cuestionar la representación de Dios, como lo hace Xenófanes, es desafiar nuestro estatus privilegiado de amos de la naturaleza. Es obligarnos a reevaluar el sentido de nuestro ser y el de los animales. Pensadores como Xenófanes y Hume ilustran la tendencia crítica del pensamiento a reconocer los límites de nuestras concepciones y la necesidad de reemplazarlas por otras.
Las concepciones antropocéntricas empiezan a tener un papel bien significante en la historia del occidente desde las épocas más tempranas. Frente a la apertura del pensamiento homérico y presocrático, los estoicos y Aristóteles adoptaron la posición opuesta que se trasformó en el pensamiento dominante en la historia de la filosofía. Ninguno de los pensadores presocráticos hizo una distinción rigurosa entre las facultades del alma tales como la comprensión y la percepción. Todos ellos reconocían las diferencias entre humano y animal y no veían a la razón humana como la distinción esencial entre ambos. En su lugar enfatizaban lo que hay de común entre ellos.
Todo esto cambia fundamentalmente cuando, según el lugar común filosófico, la razón se transformó en la característica distintiva del humano a diferencia de las bestias. Aristóteles niega que los animales sean capaces de racionalidad o de creencias y en uno de sus últimos textos afirma, sin rodeos, que ellos existen enteramente para el bien de los seres humanos. Según los estoicos, el ser humano es superior a todas las cosas y seres no racionales y elevan la línea divisoria entre animal y humano al estatus de principio cósmico.
Por primera vez la racionalidad humana es considerada la base para afirmar categóricamente la superioridad moral de los seres humanos sobre los animales y el resto de lo que hay. La idea cristiana de que el ser humano es “el amo absoluto de la naturaleza” proviene, no tanto de las enseñanzas hebreas, sino de Aristóteles y los estoicos. En 1901 el jesuita Joseph Rickaby argumenta en “Moral Philosophy” que los animales no pueden tener derechos y los humanos no tienen mayores deberes de caridad hacia ellos de los que le tienen a las piedras.
Que hoy día los cristianos mantengan esta creencia depende de si adhieren a una interpretación canónica del mensaje bíblico, o si lo consideran un fenómeno viviente sujeto a cambios. Descartes, siguiendo esta tradición filosófica que le asigna al animal un estatus ontológico y moral inferior, afirma que los animales pueden ser usados como recursos naturales sin ningún escrúpulo moral porque fundamentalmente son incapaces de creencias y deseos. Estas ideas, junto con las de los estoicos, han sido las más influyentes en la historia de la filosofía occidental.
Hoy día los valores liberales son la forma moderna de la doctrina estoica, según la cual solo los seres racionales poseen un valor moral completo. Los animales en nuestra sociedad son invariablemente sacrificados en beneficio del interés, el apetito y la felicidad humana, excepto en los casos en que su existencia y posesión provea un sobrante emocional.
La crítica del liberalismo que llevan a cabo los defensores de los derechos del animal se enfoca en la incapacidad de los ideales modernistas para hacer justicia al estado moral de los animales. Según Peter Singer y Tom Reagan lo que necesitamos es repensar el estado moral de los animales.
Para Singer el estatus moral de los seres sintientes no está en la razón o el conocimiento, sino en la capacidad para experimentar placer o dolor. Nuestra inclinación a darle preferencia al humano sobre cualquier otro animal es simplemente un vestigio de nuestro especismo dogmático, de nuestra preferencia basada en el mero hecho de pertenecer a nuestra propia especie, sin tener en cuenta la capacidad del ser para la sensibilidad. Montañas, ecosistemas, árboles, ostras o arrecifes de coral carecen de estatus moral porque son incapaces de experimentar uno o lo otro.
Regan, por su parte, coloca el énfasis en el complejo aparato cognitivo de la percepción, la memoria, los deseos, las creencias, la autoconciencia y el sentido del futuro. Cualquier ser que tenga estas capacidades posee un valor inherente y merece consideración moral. Dentro de esta categoría incluye los mamíferos y algunos otros animales con la capacidad de actuar intencionalmente. Todos ellos poseen un valor inherente en la misma forma en que un ser humano con discapacidad mental grave posee valor inherente. Esto, sin embargo, no significa que necesariamente deban ser tratados en la misma forma.
Al igual que en el utilitarismo de Singer, en el caso de salvar a un animal o a un ser humano, incuestionablemente nadie va a suponer que el animal tiene que ser tratado igual que el humano. Debido a que estos últimos son capaces de sentir placer o dolor en un grado mucho mayor que los animales, el interés humano tiene prioridad. Moralmente es aceptable, en última instancia, sacrificar cada animal disponible por el bien del ser humano, sin considerar la devastación ambiental que pueda sobrevenir.
Cuando los humanos hacen cálculos utilitarios en nombre de los animales, la probabilidad del antropocentrismo es bien alta. Es posible, por ejemplo, dar razones que puedan minimizar el sufrimiento de los animales y al mismo tiempo reconocer que es “natural” comer carne, pero sólo de ganado de corral al que le proporciona una vida cómoda hasta el momento en que se matan sin dolor para devorarlos.
¿No indica esto que la preocupación por los animales es incompatible con la ética, al menos según los términos de nuestra herencia? Después de todo, el utilitarismo está sujeto al mismo proverbial prejuicio antropocéntrico.
¿En qué medida las capacidades cognitivas son relevantes para consideraciones de valor moral? La etología contemporánea, en contra de la tradición estoica-cartesiana dominante, rechaza la creencia de que sólo los humanos poseen racionalidad y lenguaje y niegan la sugerencia de que la conducta animal es determinada solo por instintos o principios biomecanicistas. Las investigaciones en etología cognitiva tienden a demostrar la hipótesis de que muchos animales superiores poseen el aparato completo de intencionalidad, incluyendo la autoconciencia, la comprensión conceptual y la capacidad de estados tales como creencias y deseos que sirven de base para la inclusión del animal en el ámbito moral.
Todas estas investigaciones, sin embargo, confían demasiado en la analogía con la experiencia humana. Lo que en realidad se necesita es una radicalización de nuestro entendimiento de los animales para superar la tendencia a atribuirles habilidades cognitivas demasiado sofisticadas. Los animales tienen en verdad una vida propia que es desconocida para nosotros y su significancia probablemente no pueda ser capturada adecuadamente por el “lenguaje de intencionalidad e identidad psicofísica a lo largo del tiempo”. La diferencia entre nuestro encuentro perceptual con el mundo y el de los animales es tan grande que, en última instancia, “no podemos saber como es ser, digamos, un murciélago”.
En la historia de la filosofía occidental las capacidades siempre han jugado un papel primario en la reflexión del estatus moral del animal. La cosa, sin embargo, es que desde un punto de vista filosófico no tenemos porqué adoptar una teoría moral en nuestra consideración a los animales y “sería mucho mejor simplemente prescindir por completo de ellas”. La inhabilidad de los simios, o de cualquier otro animal, para dominar la sintaxis humana o poseer autoconciencia es completamente irrelevante en nuestra valoración del animal.
Por el mero hecho de que poblamos el planeta junto con ellos, necesitamos una cosmología que pueda acomodar y motivar un sentido de responsabilidad hacia las vidas no humanas. Un enfoque que parta de una perspectiva biocéntrica que reconozca que los seres humanos son parte de una comunidad de vida compartida con otros seres, parte de una red interdependiente en donde los humanos no son inherentemente superiores a otros seres vivientes.
¿Deberíamos tomar en serio a Hume cuando coloca el valor de un ser humano a la par con el de una ostra? Desde el punto de vista de la moral tradicional del valor relativo de un humano y un animal, el juicio es ridículo. La ostra, al no poseer sistema nervioso central, no es capaz de sentir dolor, por lo que es absurdo concederles un estatus moral y mucho menos uno semejante al humano… ¿Cierto? No realmente: En el fondo toda valorización, incluida la de la naturaleza, es obra del ser humano y, en consecuencia, toda ética normativa es, en cierto sentido, humanista y antropocéntrica.
Desde el punto de vista del universo el protón no es superior o inferior al neutrón. Ambos son parte del tejido material. Igualmente, desde esta perspectiva, un humano no es superior o inferior a la ostra. Ambos son parte del tejido vital. A menos que el universo tenga alguna predilección por el ser humano, cosa que a todas luces pareciera no ser el caso.