El país de los cortocircuitos

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En cierto modo el Estado semeja una vasta red eléctrica; cuando las torres, los nodos que aseguran la distribución de energía, las cajas que permiten el enlace entre los circuitos, en fin, los que asumen la representación social (es decir: los que se suponen escuchan a las bases antes de parlamentar y decidir para hacerlo en forma autorizada) ensordecen, el sistema simplemente se cae. Se cortocircuita la convivencia social. Es lo que viene ocurriendo.| LAGOS NILSSON.

 

Europa es un buen ejemplo, en Grecia primero —es lógico que sea Grecia: allí surgieron los modelos de las actuales instituciones políticas— saltaron los tapones de una ciudadanía convertida en espectral y las gentes, mientras en el seno social se gesta sin duda otra institucionalidad, refunfuña en la recaída pobreza, alerta a los signos que la llaman a ocupar las calles.

 

De otras y parecidas formas la protesta y el hartazgo sopla por todos los ámbitos de los que padecen una suerte de capitis diminutio e incluso el ostracismo en sus propias casas y trabajos a lo ancho y largo de la península euroasiática. No es en extremo diferente, aunque la intensidad sea mucho menor, la situación en Estados Unidos; los tapones no han saltado —no todavía—, pero la corriente no circula como antaño, cuando el American dream parecía una realidad hasta mensurable.

 

Más allá las guerras en curso y la amenaza de nuevas guerras que se cierne sobre extensos territorios de África, Asia Menor —y Mayor— permiten sostener que la suma de cortocircuitos son un fenómeno que permeó todas las civilizaciones y toca puertas y ventanas en Latinoamérica y el Caribe.

 

Muchos autodesignados «líderes» —y algunos con menos poca vergüenza y absoluta imprecisión nombrados como»estudiosos» o «pensadores»— de esta parte del mundo, que se consideran y consideran al subcontinente parte del Mundo Occidental (sea lo que eso hoy fuere), pese a que millones de habitantes esgrimen ante sus narices y miopía hablas, costumbres, historias y creencias que hacen de lo occidental-cristiano (y capitalismo o desvaída melancolía más o menos marxista según la vieja Academia de Ciencias de Moscú) una suerte de exotismo ávido y estrangulador, muchos de ellos, azotan su fe en que las cosas pasarán y los ríos del descontento volverán a sus cauces sin más que morder un poco sus bienes.

 

Parece, sin embargo, que las cosas no serán así. En Chile, por lo menos, las otrora orgullosas torres de alta tensión se desmoronan, se caen los cables, se apagan las luminarias, cunden los cortocircuitos; no se desmorona el Estado únicamente porque la gente pide más Estado; lo hace de manera confusa, todavía por sectores que el garrote institucional puede controlar en las calles, pero lo hace —y cada vez son más y actúan de manera más sorpresiva.

 

Nadie quiere integrar la mesa del banquete, solo tienen la curiosa idea de que lo que hay alcanza para todos; los más exaltados llegan a afirmar que merecen se les reconozca su dignidad, algunos se declaran ciudadanos, otros quieren educación, ¡vaya despropósito!

 

Y aquí conviene un distinguir semántico útil para el mundillo de la política local. Sucede que se usa y abusa del término líder cuando se menciona en un suelto de prensa a uno y mil pelafustanes de variado color; muchos se autoproclaman líderes. No saben lo que dicen, naturalmente. A lo sumo uno(a) que otro(a) serán dirigentes de sus organizaciones. Líder es una persona a la que se sigue, dice el DRAE, «reconociéndola como jefe u orientadora».

 

En términos prácticos el líder es una excepción que por virtud de su carisma, su oratoria u otra razón de su personalidad salta los marcos orgánicos de las dirigencias y se sitúa como un ser excepcional que propone metas urgentes de un modo que parecen posibles de alcanzar. Líder de su hueste fue el alucinado López de Aguirre con su barco selva adentro; líderes esos guerreros que desmoronaron las defensas del Imperio Romano —incidentalmente líder —führer— fue maese Hitler—. Quizá en castellano la mejor traducción de líder sea caudillo —como Franco Bahamonde.

 

De lo expuesto puede tal vez quedar claro que en Chile no hay líderes (el caso Piñera es el patético esfuerzo por construir uno desde el poder); en cuanto a dirigentes… que los militantes de cada organización política concluya como quiera.

 

Dirigente, en cambio, es aquel o aquella que dentro de una organización escala a través del tiempo los cargos electivos ganándose la confianza de los integrantes por su prudencia, capacidad de ponderar, acordar, cumplir compromisos; por su honradez, simpatía y respeto a las normas que la rigen.

 

Ante la concurrencia de cortocircuitos los dirigentes son necesarios: harán las veces de electricistas y si necesario de bomberos; de surgir un líder, probablemente apresurará el incendio llevando a sus seguidores al eventual paraíso del esfuerzo por construir una nueva red. Un líder es valiente —irresponsable dirán los pusilánimes— y simbólicamente se lo debe asociar a la imagen de los antiguos dioses solares: irrumpen, iluminan y se apagan para hundirse en la oscuridad más terrible —hasta que surge otro.

 

El dirigente se comporta como un labrador; desafía todas las tormentas, puede hasta retroceder temporalmente, pero no inclinará la cerviz sino para cosechar lo sembrado. En ocasiones, que se cuentan con los dedos de una mano, el dirigente puede convertirse en líder. Fue el caso de Salvador Allende en el feroz mediodía de La Moneda bajo las bombas. Recordemos que el Cid Campeador ganó batallas después de muerto.

 

Chile ante los cortocircuitos que anuncian el final de una época carece de bomberos y alucinados; quienes quisieran ser electricistas envían carros con agua —lo peor para apagar un incendio eléctrico. En Chile la autodenominada «clase» política no entiende nada. Se aferran sus integrantes a las plumas de sus tricornios viejísimos como si aquellas pudieran disimular que caminan desnudos de todo rumbo a las páginas de un libro de historia que probablemente no los mencione. Su pequeña tragedia es que serán olvidados antes de tener tiempo para morir. Y con ellos se irán a un walhalla de juguetería los escribas, asesores, portavoces y analistas que los sirven.

 

Oscurece con velocidad, nunca ha oscurecido así, y saber que lo más oscuro precede al alba no es consuelo para las masas desposeídas, entristecidas, drogadas, sin trabajo, desprovistas de dignidad humana, endeudadas más allá de lo posible. Las masas, es sabido, despiertan en lo más inhóspito de la noche. Sólo que cuando han despertado encontraban un cauce en partidos y grupos políticos que representaban o aspiraban a representar sus intereses —y lo hacían aunque después las traicionaran: ahí está el PRI mexicano, los bolcheviques y otros.

 

Hoy nada de eso existe. Las masas amenazan con alzarse del sueño concertacionista —que fue el sueño del miedo— y tendrán que crearlo todo desde el vacío de una alborada cruel, en la soledad que es la herencia que les dejaron los traidores que hoy, saprofitos del sistema, comen a costa de su hambre.

 

La ceguera y la sordera son violencias que el azar o los genes arrojan sobre la condición humana, en política la violencia es azuzada por la ambición, la soberbia y la ignorancia. Un cortocircuito es la interrupción violenta del paso de la energía. Y Chile es, desde que lo constituyeron como colonia —o capitanía—, un país violento de una gran violencia ejercida a rajatabla sobre los más débiles y no organizados. Quizá los historiadores deban dedicar un capítulo al análisis de una violencia en sentido contrario; si así, no será dentro de mucho.

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