El significado del asesinato de Alfonso Cano

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Santos, sobre el cadáver del adversario abatido profiere vivas a Colombia, sin poner en duda su concepción de país donde el poder se reafirma con ofrendas de sangre. Dice que el “crimen” no paga (confundiendo rebelión con crimen), mientras el país se asfixia en la corrupción promovida por familias cuyas fortunas se  han amasado mediante el asesinato, el desplazamiento, el robo de tierras y la entrega de los recursos naturales mediante pactos fraudulentos. Los medios reproducen partes triunfalistas en los que, ahora sí, nos vuelven a decir, estamos en el fin del fin; no en el fin inmediato, sino en la recta final, etc. Mientras hasta hace unas semanas se quejaban de una guerrilla envalentonada y un ejército desmoralizado, hoy afirman que la guerrilla está desmoralizada y que este golpe desmiente la tesis “maliciosa” de la desmoralización castrense. En realidad esta victoria, por las razones más arriba expuestas, es pírrica, y difícilmente alterará el curso del conflicto según se ha delineado en el curso del presente año o mejorará sustantivamente la moral de la tropa cuya baja se encuentra, como hemos afirmado en otra ocasión, en la naturaleza misma de esta guerra sucia tan degrada. Antes bien, este nuevo triunfalismo (mucho menos pronunciado que el triunfalismo tras la muerte de Raúl Reyes) podría jugar en contra de esa moral cuando el fin del fin no llegue.

Pero no sería correcto afirmar que nada cambiará en el nuevo escenario post-Cano; es indudable que este golpe tendrá efectos. El periodista Alfredo Molano advirtió de que esta victoria militar puede convertirse en una derrota política. Tal cosa no parece descabellada porque quedan claras las intenciones de “paz y diálogo” de Santos, quien ha posado como el presidente de los “derechos humanos”, abierto a la “negociación”. Será mucho más difícil sostener tal cosa para socialdemócratas como Medófilo Medina, Pacho Galán, León Valencia u otros que se han mareado con la “voluntad de paz” del gobierno, después de esta acción, pues ¿cómo hablar de paz mientras se asesina al interlocutor? Pongamos el caso irlandés como ejemplo: el Estado británico estuvo dispuesto a dialogar con la insurgencia (el IRA) y por ello, aunque tenían localizados plenamente a los líderes políticos del movimiento, no los asesinaron para permitir ese espacio de negociación. Tal cosa no ocurre en Colombia, precisamente porque la voluntad de paz o de diálogo no existe. Lo que se busca es el exterminio de los posibles negociadores para lograr la desmovilización. Es decir, la paz de los cementerios, o pacificación sin ninguna transformación política en el país. El resultado de esta política lo conocemos bien en Guatemala o El Salvador. Y eso no es lo que la mayoría del pueblo quiere para Colombia.

El gobierno cierra las puertas al diálogo, ¿cómo reaccionará la insurgencia? Es difícil predecirlo, pero sea lo que sea, es posible ver un período de agudización e intensificación del conflicto por delante pues no parece una opción cruzarse de brazos o seguir reiterando llamados al diálogo y la paz que caen en oídos sordos. Si el gobierno demuestra su voluntad de profundizar la vía militar, entonces es ella la que se profundizará, y sabemos lo que esa vía tiene para ofrecer a Colombia en el marco de la guerra sucia.

El gobierno no entiende el carácter orgánico de la insurgencia, pero sí entiende el carácter social más que militar del conflicto. Por eso es que en estos momentos en que repunta la lucha popular, con los estudiantes, obreros petroleros, trabajadores del transporte, campesinos movilizados, el gobierno se apresta a profundizar la guerra sucia, buscando ampliar el fuero militar, estigmatizando y criminalizando la protesta social, reforzando el aparato paramilitar. Saben ellos que el escenario donde se define el combate no es en el campo de batalla sino que en los campos y calles de Colombia, donde las masas vuelven a desafiar al sistema y a articular su proyecto emancipador. Aunque con los resultados de las últimas elecciones locales, con más de un 50% de abstención, se fortalece de manera superestructural la “Unidad Nacional” y el "santismo" barre toda oposición institucional, esa institucionalidad está cada vez más aislada, es cada vez más vulnerable ante un pueblo al que no se le ha dejado más opción que luchar. Santos aprueba los TLC que hambrearán a las muchedumbres y las someterán a una situación aún más desesperada que la actual. Sus “locomotoras del desarrollo” arrollan y destruyen a su paso las comunidades que quedan. El gobierno de Santos responde a las protestas del pueblo de manera militar, con una represión inusitada, pues no sabe responder de otra manera. Y con ello cierra todas las puertas a una solución al conflicto social que no sea la vía revolucionaria (que no guerrerista-militarista).

Que no se engañe Santos con sus pírricas victorias militares: su mundo anacrónico de dogmatismo neoliberal, entreguismo pro-imperialista, exacerbado conservadurismo, es un mundo en retroceso. Los tiempos actuales son tiempos de lucha, de revoluciones, donde las masas vuelven a adquirir protagonismo. Santos radicaliza el conflicto social y armado, que no es solamente bombardeos contra la insurgencia, sino una estrategia militar contra el conjunto del pueblo –ese es el significado del asesinato de Cano-. Pero en la medida en que se radicaliza el conflicto, las masas colombianas pueden dar a la oligarquía una buena sorpresa, precisamente en el momento en que se creen invencibles y precisamente por donde no lo esperan.

 

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