Emergencia climática: Cómo hacer del decrecimiento un movimiento social de masas
La crisis climática lleva a la humanidad a un túnel oscuro. Echar el freno de mano del crecimiento turbocapitalista es una necesidad requerida por la propia ciencia. Sin embargo, de fondo hay un reto mayúsculo; el de cambiar la cosmovisión individualista y tejer una conciencia comunitaria capaz de poner la vida en el centro.
Es difícil escapar de las evidencias de la crisis climática cuando, cada poco tiempo, un temporal inunda pueblos enteros. Deslizar argumentos negacionistas choca con la realidad de los veranos más largos. Las fotografías aéreas de unos polos derretidos podrían servir, en este mundo del símbolo, para reforzar la verdad de la ciencia.
Sin embargo, pese a los numerosos informes, la conciencia ecológica no despega lo suficiente como para despojar a la sociedad del peso del individualismo. La historia del tiempo presente es la de la desigualdad, la del neoliberalismo y el consumo vertiginoso. Todos ellos, elementos que imposibilitan frenar –más bien mitigar– las consecuencias de la crisis ecosocial.
Actuar es necesario. Así lo reclamaba Hoesung Lee, presidente del Panel de Científicos Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU (IPCC), en la pasada cumbre del clima. Pero para que el problema se ataje de lleno también se requiere un discurso capaz de revertir la espiral ideológica sobre la que se asientan los principios del individualismo neoliberal; reforzar lo común se presta esencial si se quiere afrontar el reto climático con aspiraciones de triunfo.
«Somos una cultura que no se siente ecodependiente y no es capaz de entender hasta que punto dependemos de la naturaleza. Se pone en práctica el antropocentrismo; el no sentirse dependiente de la tierra», expresa Yayo Herrero, antropóloga ecofeminista.
Es, en definitiva, «el triunfo de la individualidad», apunta Jordi Mir, doctor en Humanidades y experto en filosofía política. Y este es un principio esencial de un sistema basado en el crecimiento exponencial y de un modelo socioeconómico que no atiende a la evidencia de que la riqueza material choca con los límites biofísicos del planeta. «Detrás de estas ideas dominantes hay una clara idea de imponer ciertos pensamientos en la agenda.
Por ejemplo, el tema del transporte público frente a la libertad individual de poseer un transporte privado: las compañías de automoción son muy activas en promover la necesidad de crear un derecho a comprar un coche, pero no porque sean malas ni perversas, sino porque ese es su modelo de negocio».
Sin embargo, esos anhelos de poseer riquezas materiales podrían chocar, desde una perspectiva climática, con los derechos comunes y, en definitiva, con el devenir de una sociedad que, ante todo, aspira a sobrevivir. «La crisis ecológica o la crisis que vivimos ahora de la Covid tienen en común algo básico, que nos afectan como como especie y no como individuos.
No hay salidas individuales; sabemos que anualmente hay miles de personas que fallecen por enfermedades relacionadas con la contaminación y no existe una solución individual a ese problema», agrega Mir, evidenciando cómo la denominada libertad individual de consumir o tener ciertas conductas pueden ir en contra de lo común.
El poder de la industria cultural ha sido clave para generar esta necesidad de construir una identidad en torno al consumo. «Desde los años ochenta, se llevó adelante un discurso neoliberal muy intenso para desprestigiar lo público, eliminarlo si fuera posible, lo que incentivó una tendencia humana a buscar reconocimiento.
Esa tendencia puede tomar formas buenas para el conjunto de la sociedad, pero también negativas como diferenciarse competitivamente a través del consumo, lo cual no es puramente espontáneo, sino fruto de un desarrollo discursivo muy apoyado por todos los medios que nos rodean, también desde la ficción», valora Alicia Puleo, doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y Catedrática de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Valladolid.
«Cuando vemos ficción no nos damos cuenta de como interiorizamos el modelo de consumo. En cambio, lo publico, lo común y ecológico, es presentado de una forma estereotipada, como algo negativo y fantasioso. También se ha representado como algo antiestético o, incluso, como algo que responde a algún tipo de patología mental», añade la filósofa y autora de Claves ecofeministas.
Hacia lo común
Superar esa construcción cultural que vincula el éxito a lo material es, quizá, el gran reto social del siglo XXI. «Tenemos tres ejes claros para superar ese afán de lujo privado. Por un lado, necesitamos una organización basada en la suficiencia económica. Luego, el principio de reparto, es decir, la redistribución de la riqueza y la lucha contra la riqueza excesiva. Por último, potenciar lo común y el cuidado como práctica política», razona Herrero.
El desafío, por tanto, gira hacia la necesidad de «crear vidas lujosas en un clima de suficiencia» para poder asumir que «materialmente la vida debe ser mucho más sencilla».
Mir apunta a la necesidad de alejar los discursos del clima de confrontación, en tanto que «el escario nunca debe ser una opción», sobre todo cuando la cosmovisión material e individualista responde a un modelo sociedad que deriva en una serie de malas prácticas que son inconscientes para la mayor parte de la población. «Detrás de todo está la idea de que tenemos libertad y derecho a consumir o, por ejemplo, viajar en avión tantas veces como queramos.
En el fondo, el mensaje de ‘compra billetes low cost para viajar barato’ va ligado a una serie de incentivos económicos de los que depende mucha gente, porque nuestras sociedades se articulan en torno a ello», profesa el humanista. «Nosotros planteamos algo muy diferente. Ante esta idea de libertad para decidir qué, cómo y cuánto consumir, debe haber una respuesta que sea capaz de concienciar». Se trata al fin y al cabo de hacer más evidentes las contradicciones del sistema con la sostenibilidad de la vida en todas sus formas
«¿Qué sociedad es más libre: aquella en la que puedes comprar billetes low cost o la que restringe estos viaje por el problema ecológico? ¿Dónde se es más libre: en un lugar en el que se regulan unas condiciones materiales de vida mínimas, o dónde la libertad sólo consiste en poder luchar de manera individual contra la precariedad? ¿Somos más libres cuando permitimos que cada entidad contamine lo que crea oportuno, o cuando se interviene para restringir las emisiones?», plantea Mir.
«Parece que la libertad de todos se tendrá que construir desde una dimensión colectiva, porque nuestras diferentes libertades individuales puestas a competir ponen en peligro la sostenibilidad de la vida».
Revertir este paradigma y hacer de todos estos valores cercanos al decrecentismo un movimiento social de masas es un reto que viene a revertir una construcción cultural afianzada con décadas de dominio neoliberal. «Una de las claves es que el discurso ecológico sea positivo, basado en el ideal de justicia y en un modelo alternativo de vida que sea atractivo. Si el discurso es el de la renuncia y la austeridad, va a ser muy difícil conseguir algo», arguye Puleo.
«Habría que insistir en otro paradigma de felicidad: no se trata de ser más pobres o tener la vida más reducida, sino en descubrir nuevas posibilidades que no estén basadas en el consumo destructivo de la naturaleza», agrega, poniendo como ejemplo la ética epicúrea: «Es muy adecuada para estos problemas, ya que es hedonista, porque no renuncia al placer, sino que se centra en aquellos que no están vinculados en los lujos materiales»
El escritor británico George Monbiot hablaba en una columna en The Guardian de hacer del lujo privado un lujo común. Es decir, hacer que los esfuerzos que los individuos ponen en poseer objetos materiales vayan destinados hacia la construcción de servicios públicos de calidad. Prescindir, por ejemplo, del coche para generar un transporte público de calidad y basado en los criterios de igualdad. «Hay objetos individuales que irremediablemente nos llevan hacia la injusticia social, pero que repensadas en torno a dinámicas cooperativas pueden ser válidas», expone Herrero.
«Se me ocurre, por ejemplo, que ante las olas de calor el aire acondicionado no pueda ser extensible a toda la población, pero si se pueden crear espacios colectivos refrigerados».
Cuando lleguen los «extraterrestres»
El deseo de cambiar el modelo nace del decrecentismo, no como ideología, sino como fenómeno del que la humanidad no escapará, ya que el colapso del planeta fruto de una actividad económica basada en el crecimiento parece, según advierte la ciencia, cada vez más inevitable.
«La clave es cómo decrecer: ¿por una vía fascista y autoritaria que conlleve recorte de derechos o por una vía democrática?», se pregunta Herrero. La dificultad de generar una conciencia global de planeta es uno de los primeros obstáculos ya que el cambio climático lleva siendo denunciado desde los años setenta del siglo XX y los pasos resolutivos, desde entonces, han sido escasos.
En cierta medida, existe un paralelismo con la crisis de la Covid-19 actual. Así lo entiende la atropóloga ecofeminista, que señala cómo el parón de la economía y las decisiones del confinamiento se han efectuado principalmente porque la vida estaba en juego. Este riesgo mortal es algo común con la situación de emergencia ecológica que experimenta la sociedad en su conjunto, sin embargo, en este caso, «la mayor parte de la gente no tiene esa percepción de riesgo».
«Hasta que no lleguen los extraterrestres e invadan el planeta no habrá una reacción conjunta», ironiza Mir, realizando un paralelismo metafórico con los efectos devastadores de la crisis climática. «Parece ser que el ser humano necesita una concreción dramática para poder reaccionar». No en vano, para el humanista la crisis del coronavirus sirve para evidenciar cómo, en ocasiones, lo colectivo prevalece sobre lo individual, incluso en una sociedad como la actual, lo cual genera ciertas esperanzas.
En cualquier caso, ese reto de articular un discurso potente, capaz de generar conciencias sociales en torno a un cambio de paradigma, se presta como un paso necesario para que la sociedad pueda tener cierta resilencia ante el colapso climático. Para Puleo, conseguir que el movimiento decrecentista o ecologista tenga cierto calado requiere de «un discurso positivo» e integrador basado en «pactos de ayuda mutua».
Es decir, «acuerdos entre movimientos sociales con cierto parentesco –feminismo, ecologismo, animalismo, pacifismo, antirracismo…– que a veces tienen ciertos roces inútiles. La idea es enriquecer cada movimiento con las sensibilidades de los otros. Creo que esta una clave para tejer un decrecentismo exitoso», zanja la filósofa.
Un cambio global
Articular cambios sociales conlleva riesgos. La desvirtuación de un movimiento se puede pagar caro, en tanto que la historia muestra como el poder ha tenido a bien teñir de progreso lo que termina desembocando en desigualdad. El camino de la utopía ecosocial, en ese sentido, no queda libre de curvas y desvíos perversos.
El denominado green washing, el lavado de cara verde, es una realidad que se observa ya en el presente, cuando compañías que durante décadas apostaron su crecimiento al petróleo y la expansión materialista de la riqueza, comenzaron a invertir en campañas de marketing o en negocios aparentemente libres de contaminación.
La transición ecosocial podría derivar en un aumento de las brechas que separan el Sur Global, estancado en una pila de injusticias sociales, y el Norte Global, que ha basado su supremacía en la extracción de recursos de Estados en desarrollo. «En el siglo XVIII había naciones muy avanzadas en materia de derechos humanos, pero en el fondo, mantenían la esclavitud en sus colonias del caribe. Se podría dar una situación así, en la que los países del norte cambiaran el paradigma verde a costa de mantener sucios otro territorios. Esto es algo que ya ocurre actualmente», advierte Puleo.
«Cualquier propuesta verde que no sea consciente del reparto y del derecho de todo el mundo a acceder a lo mínimo corre el riesgo de derivar en autoritarismos», dice Herrero. El ejemplo de Le Pen es válido para la antropóloga, que recuerda cómo su discurso de autosuficiencia y relocalización productiva se asienta en el rechazo y la criminalización. «Sería un error pesar en una organización de ciudades verdes que descansan sobre el flujo de materiales y energías que vienen de otros territorios», incide.
Por tanto, la encrucijada de la humanidad pasa, no sólo por desmaterializar las aspiraciones vitales y potencial los valores comunitarios, sino por hacerlo de una forma global, sin generar nichos territoriales de falsa sostenibilidad.