En verdad heredarán la Tierra (a propósito del cambio climático)
Antonio Turiel - The Oil Crash
No dejó de haber inviernos, como decían algunos extremistas, pero lo cierto es que en invierno no hacía frío. La temperatura era agradable y se podía salir de casa prácticamente cada día en mangas de camisa. Lo cual era, aunque pudiera parecer paradójico a un habitante de la Tierra del siglo XX, mucha menos ropa que la que había que ponerse en verano.
El verano era extremo. Lo era siempre. Lo era cada verano. Inexorable, como una condena cíclica que se repetía cada año.
Las noches de verano eran agobiantes, calurosas hasta lo exasperante. Si no tenías medios de climatización adecuados y si no podías evitar que el aire recalentado hasta doler de la jornada se acumulara en tu casa, era completamente imposible dormir. Estirarse sobre una cama era condenarse a nadar en un charco de húmedo y recalentado sudor, con esa característica sensación de medio ahogo de las noches sin tregua canicular.
Pero los días eran mucho peores.
Permanecer fuera durante el día era simplemente imposible si no contabas con algún medio de protección. Al principio se desaconsejó, luego prohibió, que la gente saliera «en las horas centrales del día». Esas «horas centrales fueron creciendo en extensión hasta que al final se convirtieron en las que van desde al alba hasta el ocaso. Los primeros rayos de Sol del día resultaban ya abrasadores, porque el aire no podía evacuar tanto calor acumulado en las jornadas anteriores y la radiación del nuevo día hacía imposible estar fuera.
No se sabe cuánta gente murió en los primeros veranos, cuando nuestra sociedad se resistía a aceptar que el mundo había cambiado para siempre y que quizá ya no era vivible para los humanos, al menos no 100% vivible. Seguro que fueron muchas las personas que fallecieron. Serían cientos de millones, probablemente.
La gente se acostumbró a vivir de noche, a trabajar de noche. Se cambiaron los turnos y las costumbres; por ejemplo, durante el verano se trabajaba también durante el fin de semana, pero se libraba una semana al mes, siempre entorno a la luna nueva porque eran las noches más oscuras y que por tanto requerían de más iluminación artificial, por aquel entonces ya muy restringida. A esa semana de luna nueva se la llamaba «fin de luna», y eran noches de fiesta y de pasiones, de crímenes y embarazos. Decimos noches, porque los días simplemente no existían, para nadie.
Pero como el ingenio humano no tiene límites, en poco tiempo los mejores científicos y los mejores ingenieros idearon la manera de poder sobreponerse al infierno en la Tierra en que se habían convertido los veranos. Los primeros trajes antitérmicos eran aún demasiado aparatosos, demasiado parecidos a los monos de submarinista que aún se empleaban para entrar en el bullente mar; pero a medida que la técnica mejoraba se convirtieron en vestimentas muy estilizadas. El necesario casco de protección, inicialmente metálico y aparatoso, se convirtió con el tiempo en una elegante escafandra de cristal y finalmente en una delgada tela transparente. Al final, los grandes diseñadores lanzaron sus líneas de trajes antitérmicos, porque la supervivencia no está reñida con la elegancia.
Gracias a los trajes antitérmicos, los amos del mundo, los grandes propietarios de las pocas corporaciones mundiales que habían sobrevivido a los procesos de fusión y absorción, pudieron salir de sus climatizados coches y poner el pie en el desolado erial en el que habían convertido a la Tierra, sin importarles si era de día o de noche. Incluso, se convirtió en un signo de distinción y de status social el participar o incluso organizar picnics en pleno sol de julio (en una carpa climatizada, eso sí).
Pero los trajes antitérmicos no dejaban de ser muy limitados y también limitantes. Los vaporosos guantes no dejaban de ser eso, guantes, con lo que nunca se tenía un tacto real de las cosas. Ni siquiera podías sacarte un zapato, aunque fuera unos minutos, so pena de perder la climatización del traje. Estabas en el mundo exterior, pero había una barrera entre tú y él. Pasearse por la Tierra con trajes antitérmicos era parecido a pasearse por la Luna con un traje de astronauta. Y estaba, siempre, el riesgo de que el traje fallase, o de que un mal tropezón o un buen golpe rasgase la tela o afectase a los sistemas de soporte vital, con lo que convenía no alejarse demasiado del climatizado coche, la última tabla de salvación.
Se invirtieron muchos esfuerzos para conseguir hacer algo mejor y más definitivo que los trajes antitérmicos. Y se consiguió: los adaptadores biónicos.
Los adaptadores biónicos eran unos simples dispositivos que se instalaban en el cuerpo mediante una sencilla operación quirúrgica. Utilizaban baterías de alta duración, que eran sencillas de reemplazar. Generalmente se instalaban tres adaptadores en la misma persona, de manera que la redundancia neutralizaba los riesgos: si uno de los adaptadores fallaba, cualquiera de los otros dos tomaba el relevo (los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, sin embargo, solo llevaban un único adaptador, aunque más resistente).
Quizá la temperatura del planeta subió medio grado más, tal fue el esfuerzo industrial que hubo que hacer para poder extraer los preciados materiales que se necesitaban, para fabricar y finalmente para mantener los ad-bios. Pero mereció la pena. Al cabo de unos pocos años, una nueva raza de seres inteligentes poblaba de nuevo la faz de la Tierra: los biónicos o, como les gustaba llamarse a sí mismos, los Bios.
Así fue durante décadas. Al final, los Bios prescindieron de policías y ejércitos, porque su superioridad era tan abrumadora que nadie podía cuestionarla. Muchos Bios se dedicaron a cultivar en la superficie de la Tierra, para ocupar su tiempo libre, y en muchos lugares remediaron en gran medida el daño ambiental que sus ancestros comunes con los Humanos habían causado mucho tiempo atrás. Y aunque el clima mejoró un poco, los Humanos siguieron relegados a sus cavernas, excepto en las lejanas y salvajes tierras polares. Los Humanos soñaban con la Tierra perdida y explicaban cuentos y leyendas de lo que había sido el planeta, pero aprendieron a vivir bajo el yugo de los Bios y nunca se rebelaron.
¿Cómo sucedió, entonces? ¿Por qué un día desaparecieron los Bios?
Algunos dijeron que los Bios habían venido del espacio para remediar el mal que hicieron nuestros ancestros, y que una vez que la Tierra volvió a ser habitable se marcharon, dejándonos un nuevo planeta y la advertencia de que debíamos cuidarlo.
Otros dijeron que en realidad los Bios eran dioses, que vinieron a ayudar a la Humanidad en su momento de mayor necesidad y que continuaban viviendo en la Tierra, en la montaña más alta e inaccesible del mundo, lejos de la vista de los mortales pero siempre vigilantes, por si algún día volvíamos a necesitar su ayuda.
La realidad fue mucho más simple y prosaica, en realidad. Tan confiados estaban los Bios en su superioridad que descuidaron la formación técnica, y en particular la de las personas que debían ocuparse del mantenimiento de los ad-bios. Alguien cometió un grave error en la programación de una actualización de seguridad (por lo demás innecesaria, porque realmente nadie intentaba hackear los sistemas vitales de los Bios). Nadie hizo las verificaciones pertinentes, nadie hizo el control de calidad ni el testeo en un entorno controlado. La actualización fue subida a la red y en el plazo de unas horas los ad-bios helaron el corazón de sus huéspedes.
A los Humanos les llevó días darse cuenta de que sus amos habían desaparecido, semanas atreverse a salir a la superficie, meses comenzar a asentarse en ella y años volver a poblar la Tierra. Pasarán siglos antes de que se comprenda qué eran los Bios en realidad y qué fue lo que pasó.
Quizá no era el planeta que habían anhelado, ni tampoco la manera como hubieran querido conseguirlo, pero al final los desposeídos en verdad heredaron la Tierra.