Estados Unidos, La Florida: desigualdad bajo la ley

2.100

La ley, en su majestuosa equidad, prohíbe tanto al rico como al pobre dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan. – Anatole France (1844-1924). Un artículo que apareció en The Miami Herald del domingo pasado hizo presente de nuevo la vigencia de esas palabras en la actualidad —hoy, en Estados Unidos del siglo 21.| MAX J. CASTRO.*

 

Mucho ha cambiado para bien en este país en los casi 100 años desde que France escribió esas palabras acerca de su país (Francia): el proceso político se ha abierto a las mujeres y a las minorías, la Seguridad Social y Medicare han hecho considerablemente más fácil la vida de los ancianos, y la prosperidad económica posterior a la II Guerra Mundial creó la mayor clase media de la historia mundial.

 

Durante un tiempo hasta pareció que el poder y el privilegio clasistas estaban disminuyendo. Pero como me recordó el artículo del Herald el pasado fin de semana (junto con otra evidencia que es demasiado para poder presentarla aquí), nunca desaparecieron. Es más, ¿cómo podrían hacerlo si están inscritos en los textos fundacionales de la nación por parte de los privilegiados patriotas que crearon Estados Unidos, y fueron reforzados por las acciones de muchas generaciones subsiguientes de legisladores, jueces y políticos que les sucedieron (salidos abrumadoramente de la elite social y económica)?

 

La situación narrada en el periódico del domingo nos toca de cerca más que en términos geográficos. El artículo lleva el título de Los inquilinos de La Pequeña Habana aprenden de la peor manera que el propietario se impone.

 

Después de que mi familia vino de Cuba a principios de la década de 1960, nosotros –mi madre, mi padre, dos tías mayores solteras y yo–  vivimos en una serie de apartamentos más o menos en decadencia. Aprendí temprano, de primera mano y de la misma mala manera que están aprendiendo hoy los inquilinos de La Pequeña Habana, que “el propietario se impone”.

 

En nuestro caso, ese hecho era comunicado generalmente por medio de una carta impersonal de un abogado comunicándonos un aumento del alquiler o algún otro diktat de nuestro casero. A menudo había un tono amenazador en aquellas cartas. Pasaron años antes de que yo comprendiera la razón para esto. Los caseros y sus abogados nos tenían agarrados por donde dolía, y lo sabían.

 

Pero para cuando terminé mis estudios en la Universidad de la Florida una década más tarde, el trauma que aquellas cartas habían producido estaba borrado de mi mente. O eso creía yo. Después de todo, ¿no había llegado yo, modestia aparte, al graduarme con los mayores honores, con una llave Phi Beta Kappa agregada a mis escasas propiedades, de la escuela en el estado, UF, Alma Máter de casi todos los líderes estatales?

 

Entonces llegó el momento de decidir el próximo paso y yo estaba indeciso entre la Escuela de Derecho y estudios de postgrado en Sociología. Resolví que los números tomarían la decisión por mí. Hice los exámenes clave, el LSAT, el “ábrete sésamo” de la Escuela de Derecho, y el GRE, la entrada fuertemente custodiada de los estudios de postgrado.
Tuve excelentes resultados tanto en el LSAT como en el GRE. 

 

Entonces pensé en lo que hace la mayoría de los abogados, y aprendí que la marca emocional que habían dejado aquellas cartas enviadas a nuestra casa en la calle 13 del SW aún permanecía poderosa en mi subconsciente. Me di cuenta que la atracción que ejercía el derecho sobre mí era por el dinero que llegaría después del título. También era consciente de que para ganar buen dinero hay que trabajar para los que tienen mucho, como las enormes corporaciones, tipos muy ricos en problemas con la ley, ladrones de alto nivel y… propietarios de viviendas en barrios pobres.

 

¿Quería convertirme yo en uno de esos individuos que escribían ese tipo de cartas en nombre de los que tienen? Al igual que la decisión de no tomar la prueba LSAT para otra persona, yo sabía bien dentro de mí que el dinero que estaba en la balanza –un pago mucho más grande esta vez– no se equiparaba con el costo moral. Si ingresaba a la Escuela de Derecho, sabía que terminaría representando a los pobres y harapientos, con lo que no ganaría dinero, y como no estaba tan interesado intelectualmente en la ley como en la dinámica social, me decidí por la sociología. Si no iba a ganar una tonelada de dinero de cualquier forma, por lo menos estudiaría algo que realmente me gustara.

 

Y ya está bueno de hablar de mí. El asunto es lo poco que han cambiado las relaciones básicas de poder  unas décadas después de mis días en calle 13 del SW, y las cicatrices que el ejercicio del poder deja en los impotentes, lo que el crítico social Richard Sennett llama “las ocultas heridas de clase”.

 

Lo que sucede hoy a los desafortunados inquilinos de La Pequeña Habana es un ejemplo clásico de cómo funcionan realmente las cosas. La instantánea del Herald de la situación: “Hastiados del estado decrépito del edificio de apartamentos, los inquilinos comenzaron a retener el pago del alquiler. Fue una mala decisión, según se enteraron en el tribunal”.

 

Los detalles que brinda la reportera Melissa Sánchez en un excelente artículo no hubieran sorprendido a Anatole France, y demuestran de manera tan clara lo que digo que vale la pena citarlo in extenso:

 

“Uno por uno, los inquilinos que dejaron de pagar alquiler en un ruinoso edificio de apartamentos de la Pequeña Habana han sido desahuciados y se están mudando.

 

“Los residentes cometieron un error de cálculo  que es común entre los inquilinos insatisfechos con sus condiciones de vida. Como último recurso, dejaron de pagar el alquiler creyendo que obligarían al propietario a solucionar innumerables problemas de mantenimiento, incluyendo huecos en las paredes y techos, ausencia de agua caliente y tuberías rotas que a veces inundaban de aguas albañales el lugar.

 

“Eso no funciona así, les dijeron los jueces de Miami-Dade.

 

“No importa cuán repugnantes sean las condiciones, los residentes deben seguir pagando el alquiler, si no al propietarios, entonces a un fondo en fideicomiso supervisado por el tribunal.

 

“Si no lo hacen, el tribunal fallará a favor del propietario y ellos se quedarán fuera”.

 

Los por mucho tiempo sufrientes inquilinos de la Pequeña Habana cometieron el “error de cálculo” de creer que podían ejercer la débil porción de poder que creían tener –el dinero del alquiler– contra un propietario al que evidentemente le importa un comino la salud, la seguridad o el bienestar de sus inquilinos, y que no ha hecho nada acerca de las horribles condiciones, a pesar de que el Departamento de Construcción lo ha multado en multitud de ocasiones por incontables violaciones.

 

Estamos hablando de un propietario ausentista que vive en Nueva York, a más de mil millas de la escena del crimen, y que es evidente que carece de empatía humana y decencia básicas. Encima de todo, hace caso omiso de las leyes.

 

Pero ¿cuál fue el mensaje unánime enviado a los desesperados huelguistas del alquiler por parte de los jueces, esos augustos intérpretes de la “majestuosa equidad de la ley”?: “Eso no funciona así”.

 

La manera en que funciona es la siguiente.  Mariano V. Fernández, el director de construcciones de la ciudad, tiene el poder –y muchas razones– para declarar inhabitable el edificio en cuestión. Pero es reacio a hacerlo, no por una aparente simpatía por el propietario, sino porque se da cuenta de que, para los inquilinos si sale cara pierden y si sale cruz también.

 

Dice el artículo del Herald:
Fernández tiene la autoridad para condenar el edificio, pero no quiere hacerlo, ya que 18 familias súbitamente quedarían sin hogar.

 

‘“Los que siempre sufren más son los inquilinos’, se lamentó”.
——
* Periodista.
En Progreso semanal (http://progreso-semanal.com).

También podría gustarte
Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.