Invertebrados
De vez en cuando una visita inesperada se me aloja en la memoria y no hallo modo de expulsarla como no sea a través de la escritura. Ese convidado de piedra que luego se me convierte en obsesión y en un creciente dolor de cabeza podría dar lugar a una historia, en el mejor de los casos a un cuento con su nudo central y un desenlace a la altura de un maestro del relato breve. Nada de eso va a suceder aquí, lo advierto desde ya, y por eso me pongo el parche antes de la herida. He acometido el intento unas ocho veces y estoy cien por ciento seguro: nada de eso va a suceder. El fondo no encontró su forma. No abandono la tarea solo por evadir la sensación de fracaso y el tiempo perdido.
Lo que me queda es divagar sobre Eduardo, un vecino mío de hace algunos años del que no he sabido nada en mucho tiempo y que me ha vuelto a la memoria en fragmentos como piezas de un puzle sin marco definido y sin una figura central. Son una pobre colección de huesos de un animal extinto, sin nombre y sin forma, destinados al olvido. Cojo esas piezas, las examino y ante la falta de una guía o de, digamos, un mapa anatómico, me sobreviene un signo de interrogación y nunca sé por dónde comenzar este relato invertebrado. Por lo tanto, una vez más, como en los ocho intentos anteriores, tendré que abrir la partida de forma arbitraria o, peor aún, echando mano de alguna convención que me sirva de muleta para ponerla en marcha: peón cuatro rey.
Podría empezar de nuevo con los párpados de Eduardo, este vecino que teníamos entonces en el edificio. Sus párpados caídos por cuarta o quinta vez. La pena que transmitían o, más bien, la impresión de un sonámbulo o persona en trance y, sobre todo, la de alguien que vivía en fuga del mundo, un intento imposible, me hacía pensar, pues adonde uno vaya se encuentra con el mundo, siempre parcelas de mundo. No hay otra tierra, Eduardo, daban ganas de decirle, aunque nunca le dije nada como eso.
Su mujer, Valeria, le había contado a mi mujer que el padre de Eduardo lo crió de una manera brutal, a punta de correazos y palizas, como un animal humano a un animal inocente. Ese hombre, un alto oficial de Carabineros, había extraviado los límites entre la institución policial y la institución familiar. Era la tesis de Valeria para esos hechos de la infancia de Eduardo que él nunca me comentó y que me hacían pensar, como si concluyera un silogismo, que sus párpados se entornaban como si a cada momento viese venir una bofetada.
En algunas otras partidas falsas de estos recuerdos con aspiraciones de formar una historia yo ponía en primer término la ocupación de Eduardo y, al hacerlo, tenía la sensación de haber lanzado una bomba al inicio del relato, una bomba que abría un cráter inmenso, imposible de rellenar. Pero está dicho que en este noveno intento me he resuelto a divagar sin preocuparme de sostener la tensión de un asunto, cualquiera que sea. Digamos que los invito a pasear por las palabras. El viaje es gratis.
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Digo que su trabajo era absolutamente excepcional. Había estudiado psicología, al igual que Valeria, y con la ayuda de su padre –imagino– consiguió un empleo en Gendarmería. Lo habían destinado a una cárcel hecha a la medida para los cabecillas de las violaciones a los derechos humanos en tiempos de Pinochet. Mientras su mujer redactaba informes para evaluar a los candidatos a un empleo, Eduardo redactaba informes para autorizar o denegar a los presos el beneficio de una salida dominical.
Al oír sus historias yo me preguntaba, por supuesto, cuál sería su real injerencia en la decisión final, qué peso tenían esos informes que lo desvelaban hasta la madrugada. Pues si hay algo que llamaba la atención en esa pareja de vecinos era la simetría de sus vidas consagradas a redactar informes psicológicos y ser consumidas por ellos. Trabajaban y dormían, y lo que hacían en los intersticios del tiempo resultaba para mí un misterio.
Eduardo había entrevistado a Manuel Contreras, entre otros personajes siniestros que habitaban los anillos infernales adonde descendía cada mañana, aunque, sin duda, es un insulto a la justicia comparar el infierno con las regalías y comodidades con que contaban esos criminales. El hecho es que había estado cara a cara con Manuel Contreras para evaluar si merecía salir a tomar sol los domingos, como venía pidiendo el Mamo.
Oyó sus descargos, que eran más o menos los mismos que cualquiera conocía por sus entrevistas públicas, pues el Mamo siempre dirigía sus palabras al tribunal de la Historia. No se arrepentía de nada, por qué arrepentirse cuando le había prestado un servicio a la patria, poco menos que un voluntariado, y los que gozaban de los frutos de su trabajo le habían dado la espalda. En parte, yo no dejaba de hallarle razón y decirme que sus semillas nos habían regalado el paisaje del presente. Sólo que las consecuencias de aceptar este hecho exigirían ampliar las fronteras del infierno en varios kilómetros a la redonda para que cupieran en él los que hoy posan de inocentes.
Hacia el final de la entrevista, durante la cual estuvo presente un guardia o ‘mocito’ particular para atender sus solicitudes y caprichos, para sostenerle el bastón y recibir su desprecio, el Mamo se fue molestando porque Eduardo insistía en la importancia del arrepentimiento y la conciencia del delito como condiciones básicas para, al menos, pensar en la posibilidad de otorgarle una salida dominical. El jefe de la Dina lo amenazó en su estilo diciéndole que aún contaba con una red de protección afuera, algo parecido a otra Dina pero en las sombras. Exageración o no, lo cierto es que durante algunas tardes un auto de vidrios oscuros siguió a Eduardo por la autopista a su vuelta de la cárcel.
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En las ocho versiones previas me detenía en este punto, al fondo del cráter, sin saber cómo remontar las paredes, con la sospecha de que si había alguna historia esta se encontraba en manos de Eduardo, que redactaba informes psicológicos sobre los peores criminales que hubiera conocido nuestro país. Llegaba a imaginarme un apretón de manos con él, como si le dijera “Sigue tú, es tu turno”. Mi desesperación moral, que también era parte de mis recuerdos, quería involucrarse en el asunto y me hacía fantasear con un texto como una versión moderna de la Divina Comedia, donde cupieran esos personajes y tantos más, con sus respectivos castigos según las atrocidades cometidas, para restablecer al menos en el papel un poco de la justicia terrenal.
Los párpados de Eduardo me desanimaban a cualquier empresa parecida. Nuestras órbitas no se tocaban en esos terrenos. Además, y esto también consta en las versiones anteriores, justo en esos tiempos Eduardo había padecido un cáncer testicular y a mi modo de ver se lo había tomado con tanta parsimonia o indiferencia que yo no sabía si la procesión lo atravesaba por dentro o de verdad era un ser de otro planeta. Fue como si un día me anunciara “Voy a cortarme una bola y vuelvo”, y una semana después estuviéramos en el living de su departamento conversando de esos otros asuntos que eran como una rampa para su despegue hacia las esferas celestes.
Entre esos otros asuntos que darían quizás para una historia aparte pero aquí no son más que una pieza anómala, otro hueso sin función, propósito ni ubicación precisa dentro de la estructura, estaba el hecho, para ellos incuestionable, de que en su piso penaban las ánimas. Por las noches la radio de la sala se encendía sola, Eduardo se levantaba a apagarla y volvía a encenderse una o dos veces más. Hasta que una madrugada se arrodilló a los pies del equipo de música y rogó en voz alta: Quienquiera que seas, por favor déjanos en paz. Ahora nosotros vivimos aquí.
Y la radio, según ellos, nunca más se encendió sola.
Mucho más delirante me parecía lo que les sucedió una tarde de fin de semana mientras veían televisión acostados en el dormitorio y por el rabillo del ojo percibieron una presencia más allá de la ventana. Con los pelos de punta, apenas se atrevieron a girar un poco la vista y lo que vieron, lo que ambos vieron al mismo tiempo, no tenía explicación alguna ni tampoco razón de ser: una señora antigua, de sombrero y vestido largo, pasaba flotando por el aire a unos veinte metros del suelo con la mirada vuelta hacia ellos. La imagen era tan concreta, tan insólita, que por unos días me hizo lanzar miradas de reojo por la ventana de nuestro dormitorio, ubicado de espaldas al suyo, por si a aquella señora de otra época se le ocurría pasear de nuevo por el aire.
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Tenía la impresión, lo recuerdo bien, de que Valeria venía preparando su separación de Eduardo como un hecho donde las voluntades permanecen al margen y sólo actúan las fuerzas del destino, que siempre son muy superiores a las nuestras. Esas mismas fuerzas que los hacían trabajar y dormir, redactar informes psicológicos y permitir a los gatos hacer de las suyas, mearse y cagarse por el departamento y desflecar con sus garras los sillones. Unas fuerzas que les impedían asear la cocina, quitarle las capas de grasa impregnada, lavar la loza que se iba acumulando en precarias torres por días o semanas.
Eran las fuerzas, pensaba yo, que condujeron a Eduardo a los anillos donde moraban los criminales, las que le habían quitado un testículo, las que sometían a Valeria a la danza de candidatos a un empleo, a unos test de personalidad que quién sabe qué demostraban.
En fin, las fuerzas que los estaban apartando a uno del otro y que ella, en sucesivas confidencias a mi mujer, decía que al pobre Eduardo lo ataban como un nudo de bruja a la casa de sus padres, ya viejos, solos y mañosos a más no poder. Esos viejos le exigían que cada fin de semana partiera a cuidar la casa, cuando ellos se iban a la casa de playa. Y Eduardo, según Valeria, era incapaz de oponerse pues nunca pudo abandonar aquella casa, cortar las hilachas afectivas. Frente a mi mujer Valeria lo pintaba como una maldición, como una conjuración de fuerzas malignas contra Eduardo. Se había aburrido de acompañarlo y hacer guardia en un hogar ajeno ante amenazas imaginarias. Basta ya, ella no estaba para eso, ella y él iban directo a separarse y todo sucedería con el concurso del destino.
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Y si llegaban a separarse, me decía yo, quizás qué clase de vecinos nos tocarían entonces. Me repetí esa pregunta en cada uno de los ocho intentos anteriores por escribir la historia. Y en esta novena versión vuelvo a decir que mi desconfianza hacia los otros había ido en aumento y bajo ella descansaba la sospecha de que cada vez era más difícil entenderse en un país que habían convertido en un gran comercio, donde cada cual debe pujar por el mejor precio y donde los más grandes llevan todas las de ganar. Eso está calcado de las versiones anteriores, así como también la idea de que cada día debíamos salir a la calle a matar o morir, al mejor estilo del sueño americano. Todo ello me inducía pesadillas con los vecinos.
Lo habíamos pasado muy mal con los vecinos anteriores, esa mujer soltera o separada y su hijo adolescente. El asunto era así: cuando daban las once de la noche el hijo de la vecina empezaba a tocar la batería. Cada noche, cuando por fin habíamos terminado la cadena de tareas domésticas, después de apaciguar a los niños con canciones de cuna que nos hacían dormir a nosotros antes que a ellos, justo cuando cerraba los párpados para evitar la luz del mundo y sus parcelas, entonces comenzaba el bum bum.
Todas las noches, digo. Me levantaba a la cocina para llamar por citófono al conserje. No sé qué cara habrá puesto ese hombre al oír mi voz por enésima vez. Y luego de veinte minutos el ruido cesaba. El hijo de la vecina se tomaba su tiempo. Y no entendía, o no estaba dispuesto a entender. Cada noche se borraban de su memoria los hechos de la noche anterior. A su madre tampoco había cómo hacerla entrar en razón. El problema era mío, mi intolerancia ante el inocuo pasatiempo de su hijo. Era un problema imaginario. Mi hijo es un pan de Dios, me repetía. Yo quería matar a su pan de Dios. Era de esas madres culposas que compensan la falta de atención a los hijos con cargo a la tarjeta de crédito. Otro hecho que parecía motivado por fuerzas superiores.
De día, al hijo me lo cruzaba en el pasillo del edificio y me dedicaba su sonrisa burlona, en la que yo creía leer: Soy más fuerte que tú, porque soy más libre. No tengo bocas que alimentar ni horarios que cumplir. Tengo todo el tiempo del mundo.
Y así, lo confieso, me hacía pensar que la libertad existe en proporción inversa a la necesidad.
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Pero un día se fueron, por fin. Y en el vacío del piso vecino se alojó el miedo a algo peor, una banda de narcos o de rock pesado sin sala de ensayos. Y con la llegada de Eduardo y Valeria ese miedo se disipó. Y años más tarde, en esta porción de los recuerdos, me encontraba con que ellos se habían separado, finalmente. Las fuerzas del destino hicieron su trabajo. Este había sido mi último hueso en cada una de las versiones anteriores. El hueso del desánimo, digamos. Y en esta versión también lo sostengo entre los dedos y trato de averiguar de qué modo encajarlo con los demás a ver si descubro la forma del animal, si hay uno.
La pieza tiene el aspecto de un prisma que descompone la luz en múltiples haces. Eso podría deslumbrar, pero no alumbra. De hecho, en el recuerdo me dirijo hacia una casa en penumbras. La casa de los padres de Eduardo. ¿Qué voy a hacer allá? Valeria le ha sugerido a mi mujer que lo visite, pues aun cuando están separados ella sigue preocupada de él, lo cuida a la distancia con cargo a las fuerzas del destino, que a veces resultan insuficientes y entonces hay que echar mano de ayudas auxiliares como la mía, que según ella podría ser de utilidad dado que Eduardo es de muy pocos amigos y ella notó que nos aveníamos, nos veía conversar muy animados sobre objetos del espacio exterior y se dio cuenta de que teníamos bastante en común. Así que por favor, si yo podía, algún fin de semana, un ratito aunque fuera…
Lo que sigue, a las puertas del final, pues ya no me quedan más recuerdos, es mi visita. Ya se dijo. Francamente, aquí no va a pasar nada. Ningún platillo volador se posará sobre el patio. No asaltará la casa ninguna brigada antinarcóticos. Eduardo no me declarará su amor eterno. Ni yo tampoco. Nos vamos a mirar las caras y seguiremos conversando como si nuestra charla anterior se hubiera suspendido porque uno de los dos se levantó al baño. Ya estoy de vuelta, ¿en qué íbamos?
La casa está en penumbras, ya se dijo. Atestada de objetos que parecen en desuso desde hace unos cincuenta años. La casa es un hoyo negro que se traga la realidad y se niega a escupirla. En las paredes hay cuadros antiguos, costumbristas. Alamedas, bueyes enyuntados, caballos y huasos. Claro, el tiempo se detuvo. Pienso que los ladrones le harían un gran favor si robaran. El tiempo volvería a correr. Eduardo se encuentra más allá de cualquiera de mis reflexiones. Siempre más allá. Y yo no puedo saber en qué está. No encuentro el hueso que me dé una pista. Me asomo por una ventana y observo el patio.
En medio hay una piscina con forma de riñón. Y detrás de ella un tobogán que cae directo al agua celeste. Es como la única alegría que parece ofrecer la casa. Pienso en los nietos del matrimonio envejecido. Pero no hay tales nietos, me aclara Eduardo, ni su hermana que vive fuera del país ni él tienen hijos. Ese tobogán que observo a través de la ventana es otra de las locuras de su padre, que compra compulsivamente los objetos más insólitos. Me dice que en las tardes de calor –y a veces cuando ni siquiera está caluroso– su padre trepa por la escalera de plástico y se lanza a la piscina.
Mientras me lo dice, lo veo. Un cuerpo blanco y suelto se zambulle y emerge con los pelos revueltos que peina hacia atrás con las manos, dando saltitos con el agua al cuello. Nunca lo he visto, pero se trata de un anciano convertido en un niño. Un prodigio, o algo todavía más anómalo como la señora antigua que pasó flotando por el aire.
Y en ese punto preciso se terminan los recuerdos de Eduardo. Si aparece en mi memoria alguna pieza perdida quizás intente una décima versión, aunque lo dudo.