Krugman y los activos tóxicos: No a la mística del mercado

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El lunes 23 de marzo, Lawrence Summers, el titular del Consejo Nacional Económico, respondió a las críticas contra el plan de la administración Obama de subsidiar las compras privadas de activos tóxicos. "No conozco ningún economista" -declaró- "que no considere una buenaa idea un mercado de capitales de mejor funcionamiento en donde los activos se pueden comerciar".
Dejemos de lado por un momento la cuestión de si un mercado en el que los compradores deben ser sobornados para participar puede ser descripto realmente como de "mejor funcionamiento". Aún así, el señor Summers necesita salir más. Muy pocos economistas reconsideraron su opinión favorable de los mercados de capital y el comercio de activos a la luz de la crisis actual.
Pero en los últimos días quedó cada vez más claro que altos funcionarios de la administración Obama todavía están sumidos en la mística de mercado. Todavía creen en la magia del mercado financiero y en la destreza de los magos que realizan la magia.
La mística del mercado no gobernó siempre la política financiera. EE.UU. salió de la Gran Depresión con un sistema bancario celosamente regulado, que convirtió a las finanzas en un negocio serio y hasta aburrido. Los bancos captaban depositantes ofreciendo localizaciones convenientes y hasta una o dos tostadoras gratis. Usaban entonces ese dinero para hacer préstamos y eso era todo.
Y el sistema financiero no era sólo aburrido. También era, para los parámetros actuales, pequeño. Aún durante la época del mercado alcista de los años 60, las finanzas y los seguros juntos representaban menos del 4% del PBI. La relativa poca importancia de las finanzas se reflejaba en la lista de acciones que integraban el promedio industrial Dow Jones, que hasta 1982 no incluía ni a una sola empresa financiera.
Todo suena primitivo para los parámetros de hoy. Con todo, aquel sistema financiero primitivo y aburrido servía a una economía que duplicó los estándares de vida durante una generación entera.
Después de 1980, desde ya, surgió un sistema financiero muy distinto. En la era Reaganiana de desregulación, el viejo sistema bancario fue reemplazado cada vez más por tejes y manejes a gran escala. El nuevo sistema era mucho más grande que el viejo régimen. Antes de la crisis actual, las finanzas y los seguros representaban al 8% del PBI, más del doble de la cifra de los años 60. A principios del año pasado, el Dow incluía ya en su listado a cinco empresas financieras gigantes como A.I.G., Citigroup y el Bank of America.
Y las finanzas se convirtieron en cualquier cosa menos en algo aburrido. Atrajeron a muchas de nuestras mentes más brillantes y volvieron a algunos enormemente ricos. Hipotecas subprime, deudas de tarjetas de crédito, préstamos para compra de autos, todo iba a parar a la juguera del sistema financiero. Y los magos financieros eran profusamente recompensados por supervisar ese proceso.

Pero los magos eran farsantes, lo supieran o no, y su magia resultó ser nada más que una colección de baratos trucos escénicos. Tarde o temprano, las cosas iban a salir mal y finalmente así fue. Bear Stearns quebró; Lehman quebró; pero lo más importante es que la securitización fracasó. Buena parte del plan de los activos tóxicos se centró en los detalles y la aritmética, y con razón. Sin embargo, más allá de ésto lo que sorprende es la visión expresada tanto en el contenido del plan financiero como en las declaraciones de funcionarios del gobierno. Para ser justos, los funcionarios piden más regulación. Este jueves, Tim Geithner, el secretario del Tesoro, presentó planes para una mayor regulación que hubieran sido vistos como radicales no hace mucho. De todos modos, la visión que persiste es la de un sistema financiero más o menos igual al de hace dos años, aunque algo domado por las nuevas reglas.
Como podrán imaginar, no comparto esa visión. No creo que se trate nada más que de un pánico financiero. Creo que representa el fracaso de todo un modelo bancario, de un sector financiero demasiado grande que hizo más daño que bien.

  Paul Krugman, economista

 

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