La bomba y el submarino

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Y los que esperaban relámpagos y truenos, quedan defraudados. Y los que esperaban señales y trompetas de arcángeles no creen que esté sucediendo ahora. Mientras el sol y la luna estén arriba, mientras el abejorro visite una rosa, mientras nazcan niños rosados, nadie creerá lo que está sucediendo…(Extracto de “Una canción en el fin del mundo”, de Czesalw Milosz, Varsovia, 1944).

Eso fue un año antes de la primera explosión atómica que destruyo Hiroshima y Nagasaki y que inauguró la era nuclear, la era del riesgo existencial provocado por el hombre, era en la que aún vivimos. El mundo podría haber terminado, y muchas veces estuvo a punto de terminar con eventos de extinción masiva que borraron repetidamente la mayor parte de la vida en la Tierra. Pero la causa en todos ello fue natural…

Erupciones volcánicas, colisión con un asteroide, cambio climático repentino y drástico. Como recuenta el autor Bryan Walsh, después del 6 de agosto de 1945 la bomba cambió todo ésto y ahora hemos llegado al momento en que nosotros mismos podríamos ser los autores de la aniquilación de nuestra propia especie.

“La bomba”, recuerda el piloto Robert Lawis cuando la lanzó, “era ahora independiente del avión. Tuve, dijo, una sensación peculiar, la sensación de que ella tenía vida propia y que ahora no tenía nada que ver con nosotros”. La bomba detonó a 500,79 metros sobre la ciudad. En cuestión de minutos, nueve de cada 10 personas dentro de un radio de medio kilometro de la Zona Cero estaban muertas, sus cuerpos quemados hasta convertirse en carbón negro.

Unas setenta mil personas murieron como resultado de la explosión inicial, el calor y la radiación seguidos por miles más debido a las heridas y al cáncer que la radiación causó. El sufrimiento de los que sobrevivieron desafía toda descripción. Como escribió el autor de “Making of the Atomic Bomb”, Richard Rhodes, a propósito del legado del Proyecto de Manhattan: “el método científico no filtra la benevolencia. El conocimiento tiene consecuencias, no siempre intencionadas, no siempre cómodas, no siempre bienvenidas”.

La bomba pereciera desafiar toda realidad. La guerra nuclear, como todos los riesgos existenciales, es impensable para la mayoría de la gente. No para Daniel Ellsberg, el agente que filtró los Papeles del Pentágono y consultor en la Secretaría de Defensa,que fue uno de los primeros en entender lo que significaría una guerra nuclear y como el mundo podría terminar, al escuchar la respuesta del Pentágono dada al presidente Kennedy.

En total, el Pentágono estimó que morirían 600 millones de seres humanos en un momento en que la población humana era de tres mil millones, asumiendo que Estados Unidos escaparía a cualquier represalia nuclear por parte de la Unión Soviética, lo que ciertamente era pura fantasía. Cincuenta años más tarde, recordando esos momentos, le dijo a Walsh, durante una entrevista… “Ningún ser humano podría jamás imaginarse haciendo tal cosa en la historia de nuestra especie y aquí estaban haciéndolo, planeándolo”.

En la década de los setentas los científicos comenzaron a examinar qué producirían miles de explosiones nucleares, no sólo en nosotros, sino en el medio ambiente del que dependemos. Los primeros informes sugieren que la guerra podría destruir gran parte de la capa de ozono atmosférico durante años, dañando los cultivos y aumentando los cánceres a la piel. Y el polvo, el hollín de las explosiones y los incendios podrían dar lugar a cambios catastróficos en la temperatura y luz solar. Un estudio de los ’80, conocido como TTAPS, indica que el polvo y el humo generado por los fuegos nucleares podrían reducir los niveles de luz solar en hasta un 90% y las temperaturas globales podrían caer un promedio entre 2,7 °C y 7,2 °C.

No habría escapatoria a lo que los autores llamaron “invierno nuclear” que causaría la desaparición de la mayoría de las zonas agrícolas del mundo, lo que motivó a Carl Sagan en 1983 a expresar que “una guerra nuclear pone en peligro a todos nuestros descendientes. La extinción es la ruina de la empresa humana”. En 2007 el climatólogo Alan Robock expresó que temía más una guerra nuclear que el calentamiento global, porque la guerra nuclear puede producir un cambio climático instantáneo.

Hasta el momento hemos tenido suerte, aunque no sabemos por cuánto tiempo más. Tres veces hemos estado cerca de la total aniquilación nuclear y no por la amenaza de la guerra, sino de la forma en que simples mal entendidos y errores técnicos podrían convertirse en una catástrofe planetaria. Lo que hoy día conocemos como la Crisis de los Misiles Cubanos fue el primer instante en que el mundo quedó suspendido entre el ser y la nada. La decisión de lanzar un arma nuclear a bordo del submarino soviético atrapado en el fondo del mar por las fuerzas estadounidenses y sin comunicación con Moscú, tenía que ser autorizada por tres oficiales.

Los dos primeros dijeron que sí. Pero Vasili Arkhipov, segundo en comando, dijo que no y convenció a su comandante a llevar el submarino a la superficie donde finalmente, con acuerdo de los dos países, regresó a Rusia. Nuevamente el 26 de septiembre de 1983 el sistema de alerta temprana soviética informó del aparente lanzamiento de varios misiles balisticos intercontinentales desde los Estados Unidos a Rusia.

El teniente coronel Stanislav Petrov estaba encargado de registrar el lanzamiento de los misiles e informar al mando militar y político soviético. Petrov solo tenía unos pocos minutos para autentificarlo, antes que los soviéticos lanzaran un contra ataque. Durante ese tiempo él juzgó que Estados Unidos no lanzaría un ataque con solo un puñado de misiles, por lo que informó sobre un mal funcionamiento del sistema… Y luego esperó. Finalmente, después de 23 minutos, nada pasó.

Vasili Arkhipov y Stanislav Petrov, sin lugar a dudas, son las personas más importante en la historia moderna, mucho más que los que aparecen en los billetes. Sus acciones permitieron que tú y yo existamos hoy día.

Pero, esto no es todo. A las 8.10 de la mañana del 2018 apareció en Hawai un mensaje en los teléfonos celulares… “Amenaza de misil balístico dirigido a Hawai. Busque inmediato refugio. Esto no es un ejercicio de prevención”. Treinta y ocho minutos después de la alerta original apareció un mensaje de la congresal por Hawai Tulsi Gabbard: “Esto es una falsa alarma. No hay misil entrante a Hawai. Lo he confirmado con los funcionarios”.

Una falsa alarma. Los informes iniciales sugirieron que un trabajador de la Agencisa de Manejo de Emergencias de Hawai había activado accidentalmente el código de alerta del mundo real en lugar de una alerta de prueba de misiles, y luego, por si acaso, había hecho clic en “sí” cuando la computadora le pidió que confirmara su elección. El trabajador pensó que la alerta era real.

No nos equivoquemos, entonces. La amenaza existencial de una guerra nuclear sigue siendo grande, tanto como lo fue durante la guerra fría. Despues de años de tratados de control de armas, las ojivas nucleares en el mundo se han reducido de 70.000 en 1986 a 14.500 en la actualidad y Estados Unidos y Rusia controlan el 93% de todas ellas. Durante la guerra fría solo cinco naciones declararon poder nuclear. Hoy día se han agregado India, Pakistán, Corea del Norte e Israel. Y Japón, Irán y Arabia Saudita han mostrado interés en desarrollar su propio poder nuclear.

Cuanto mayor sea el número de países que tienen armas nucleares, más difícil será mantener la paz nuclear y más probable es que ocurran accidentes. Lejos de actuar para estabilizar el equilibrio nuclear, en los últimos años Rusia y Estados Unidos han revertido años de recortes de armas nucleares y ambas naciones ahora están embarcadas en modernizaciones y expansiones nucleares costosas y peligrosas. Lo que todo esto significa, dice Walsh, es que la postura nuclear cambiante y el abandono de los tratados de control de armas es que las barreras a la guerra nuclear están cayendo.

En 1997 la Comisión para la Eliminación de Armas Nucleares de Canberra expresó que “La proposición de que las armas nucleares se pueden retener a perpetuidad y nunca usar, accidentalmente o por decisión, desafía toda credibilidad”. Si hay alguna duda acerca de ésto escuchemos hoy sólo aVladimir  Putin y Joe Biden alardeando mutuamente en usar todo su poder nuclear en contra del otro.

En algun momento, y de esto hace bastante tiempo, la guerra se limitaba al campo de batalla. Ahora se estima que un intercambio nuclear completo entre  EU y Rusia matará a unos cinco mil millones de humanos. Incluso una guerra más pequeña entre India y Pakistán podría resultar en dos mil millones de muertos.

Según el Boletín de Científicos Atómicos, el Reloj del Juicio Final es el más cercano a la medianoche desde su creación hace unos 70 años. Mientras tengamos armas nucleares apuntándose unas a otras y conflictos que pueden escalar por elección, tecnología defectuosa o error de cálculo estamos en grave peligro. Los expertos coinciden en que mientras existan estas armas, no se trata de si se utilizarán o no, sino de cuándo. El derramamiento de sangre ya no se limita sólo a las naciones involucradas en el conflicto. Ahora el mundo se ve afectado por la locura de la guerra. Lo triste es que las 200 naciones del mundo pueden ser destruidas por las acciones de dos naciones.

Una y otra vez encontramos que la mayor barrera para combatir los riesgos existenciales, incluida la guerra nuclear, es mental. Pareciera que la mente humana se rebela contra la magnitud de la extinción. En lugar de motivarnos para prevenir las catástrofes globales, preferimos ignorarlas.

El pensador español Jose Ortega y Gasset escribió en el siglo pasado que el animal humano es un ente infeliz y por esta razón hace de su destino la felicidad. La técnica es el instrumento que nos transforma el mundo, que lo obliga a responder a nuestros deseos y desde el momento que la física es la posibilidad de una técnica infinita, ella es el órgano de la felicidad. Su instauración es uno de los hechos más importantes de la historia humana. Pero, también, uno de los más peligrosos…

La capacidad de crear un mundo con el poder tecnológico es inseparable de la capacidad para destruirlo. La clave de la felicidad es, al mismo tiempo, la clave de su destrucción.

 

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