La cuestión de la silla

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A la mañana siguiente de haberme lesionado la rodilla caminé como todos los días hacia la estación del metro, pero esta vez arrastrando la pierna izquierda por las veredas. Iba soportando el dolor como si la mente fuera capaz de dominar el cuerpo o como si el espíritu pudiera imponerse por cansancio sobre la materia. Salí por la escalera mecánica hacia la calle y seguí cojeando hasta alcanzar el edificio donde estaba mi trabajo, tomé uno de los ascensores y entré en la oficina, avancé entre el laberinto de cubículos hasta mi puesto y antes de sentarme con mucho cuidado afirmándome de los brazos de la silla levanté la vista y encontré a Marcelo chateando con prostitutas en el celular.

Era la enésima vez que sufría una lesión jugando fútbol y no me sentía capaz de dejarlo. Me había roto los dientes, fracturado un hueso del empeine, otro de la mano, tal vez uno de la pierna que pasé por alto. Me había cortado los ligamentos de la rodilla, resentido los tendones, había sufrido esguinces de tobillo, golpes en las costillas, en las canillas, en todas las zonas del cuerpo expuestas al contacto con los demás. Había estrellado mi cabeza contra la cabeza de otro jugador y se me había rajado el cuero cabelludo: ocho puntos. No sé cuántas veces me pisaron las uñas de los pies. Los dedos se me inflamaban, punzaban afiebrados, la uña enrojecía y luego tornaba a un color violáceo. Finalmente ennegrecía, moría y se me caía. 5 consejos sencillos y efectivos para superar una lesión de rodilla

Una uña nueva aparecía en su lugar. Todas mis lesiones atestiguaban la increíble capacidad regenerativa del cuerpo humano y al mismo tiempo mi tozudez, por no decir mi imbecilidad, la incapacidad que tenía de poder dejar ese deporte que a mis años ya exigía demasiados esfuerzos. Era una adicción y yo un drogadicto, alguien que por debilidad había enterrado desde pequeño sus raíces en torno de aquella práctica y asido de ella había crecido como un árbol afirmado de un soporte del que ya no podía desprenderse. A eso se le llama un lisiado. Guardo una foto de segundo básico en la que estoy al centro de los niños posando con una pelota entre las manos. Ya no puedo saber qué habría sido de mí sin el fútbol. ¿Alguien un poco menos estúpido, tal vez?

Al ver que me sentaba con tantas dificultades Marcelo apartó la vista del teléfono y me preguntó qué me había pasado. Le conté. Me escuchó atento y luego dijo como si nada que él podía curarme con el poder de la mente. No me sorprendió demasiado porque ya lo había oído hablar de sus poderes de sanación y en general de su vida al margen del trabajo, que en el fondo era la vida que lo hacía vibrar, una vida en la que los alienígenas se encontraban entre nosotros desde tiempos inmemoriales, los efluvios de los astros influían en nuestros estados anímicos y los eventos paranormales estaban a la orden del día debido al llamado fenómeno de pregnancia, que guarda como un eco en las cosas la presencia de los seres ausentes. Además se creía inventor. Había creado no sé qué artefacto para producir ondas magnéticas que alineaban nuestras vibraciones con las energías de la Tierra. Y así.

Le dije que si conseguía sanarme sería un milagro. Me dijo que esa noche me acostara a dormir como siempre y que él se encargaría de mi rodilla. Podría haberle respondido que no fuera ridículo, que esas cosas no sucedían. Pero como de mi parte no tenía nada que hacer le dije que lo intentara y le di las gracias, pues nunca me ha nacido herir a nadie porque sí, por sus creencias o convicciones, por más disparatadas que parezcan. Salvo a los fascistas, por supuesto. Por mi historia, por la de este país, por la del mundo y también por el llamado fenómeno de pregnancia, del cual evidentemente participa el fascismo.

Así que en la noche me recosté como siempre en la cama al lado de mi mujer y no quise contarle nada para no interferir en el tratamiento o la sanación a distancia de Marcelo. Como se ve, darle cabida a la posibilidad de que sus artes curativas dieran resultado ya era una forma de sugestión. Y en ello se descubre que el mero hecho de anunciar una intervención sobrenatural provoca de por sí algún grado de duda o de perturbación, por mínimo que sea, como cuando algún brujo loco presagia un terremoto con los métodos predictivos más estrafalarios, o como cuando alguien que las oficia de adivino nos augura un gran amor o una pérdida muy dolorosa. Lo queramos o no quedamos prendados de esas palabras, lo que me induce a pensar que nuestro fondo racional no está tan seguro de sus métodos y sus resultados.

Dolor de rodilla:¿Por qué lo tengo? Síntomas, causas y tratamientoLa rodilla me dolía, pero si mi mujer insinuaba el más mínimo deseo de tener relaciones yo no iba a negarme, pues en la frenética vida familiar las ocasiones de un buen polvo al final del día eran más bien escasas y no estaba dispuesto a desaprovecharlas. Buscaría la posición que menos me incomodara, aunque fuese la más inusual e incluso tortuosa. Me sentía preparado para tolerar el dolor. Ya estaba teniendo una erección. Pero por supuesto mi mujer sabía de mi lesión. Ni siquiera se le pasó por la mente que yo estuviera disponible y hasta en condiciones de penetrarla. Se volvió hacia su lado, le di la espalda y me dormí pensando en el momento en que Marcelo iniciaría la curación. Esto podría suceder a las dos, a las tres o a las cuatro de la madrugada. O a cualquier hora en verdad. Por lo que yo iba entendiendo los horarios de Marcelo eran imprevisibles tanto en la vida como en el trabajo. Imprevisibles en todo orden de cosas.

A la mañana siguiente mi rodilla izquierda seguía inflamada, más inflamada que antes. Y me dolía igual. Me senté en la cama y la comparé con la derecha: parecía una rodilla con obesidad mórbida. Oí que desde atrás mi mujer me decía: Tienes que ver un médico. No podía responderle que primero quise esperar los resultados de la sanación a distancia y por eso no había pedido una hora de inmediato. Me fui al trabajo arrastrando la pierna tal como el día anterior y quizás con más pesadumbre, no por sufrir más dolor sino porque ya no intentaba luchar contra la lesión: la había aceptado como tal, con toda su probable gravedad que quizás me conduciría hasta un quirófano, me impediría seguir jugando fútbol y me costaría mucho dinero.

Esta vez llegué antes que Marcelo, pues como dije sus horarios eran imprevisibles. El hecho es que me encontró sentado. ¿Cómo te sientes? Igual. Anoche me ocupé de tu rodilla, ya está sana. ¿Y el dolor? ¿Y la inflamación?, le pregunté. No es nada, tienes un bloqueo mental. ¿Y cómo andamos por casa?, pensé decirle, pero solté un “ojalá” desanimado. Según él había visto o sentido (ignoro con qué órganos percibía a distancia) algo anómalo en la tibia, unos diez centímetros más arriba del tobillo. Una lesión anterior, tal vez. Nunca me había dolido ni recordaba haberme lastimado esa zona del hueso. Traté de imaginar su sesión curativa.

Lo vi sentado en la cama con las piernas cruzadas, los ojos cerrados, concentrado en mi rodilla. Quizás se apoyaba en algún objeto, un péndulo energético, unas velas aromáticas, unas varillas de incienso. Quizás recitaba palabras mágicas, algún conjuro. O quizás, me dije como si hubiera despertado a la realidad, no hacía absolutamente nada. Se iba a dormir o se quedaba tirando con alguna de las mujeres de sus aventuras pagadas. Y no es que se riera de mí, su método se basaba en el poder sugestivo de la palabra. En realidad, no podía saber lo que hacía o no hacía. Había que cambiar de tema. Nos esperaban los deberes del trabajo, lo que no era poco decir.

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Una Ilustración Vectorial De Dibujos Animados De Dos Compañeros De Trabajo De Oficina De Sexo Masculino Que Tienen Una Charla En La Oficina. Ilustraciones Svg, Vectoriales, Clip Art Vectorizado Libre De Derechos.Yo definiría mi relación con Marcelo como una anomalía integral, dentro y fuera de la oficina. Que esta anomalía fuera posible y el mundo siguiera como si nada me daba para pensar que el verdadero orden de las cosas escapa a nuestros sentidos e inteligencia. Nos habían encargado un trabajo que se parecía a la tarea de pensar sobre una silla. Pensar sobre este objeto de suma utilidad, no fabricarlo. Pensar sobre sus posibilidades, su razón de ser, sus formas más adecuadas a las necesidades de los usuarios. No se trataba de una silla, por supuesto, pero eso daba lo mismo. El asunto era pensar sobre el objeto. Y Marcelo pensaba una cosa y yo otra distinta. No podíamos llegar a un acuerdo y no nos entraba ninguna prisa por consensuar un punto de vista. De no ser porque sabíamos que en algún momento un superior vendría a pedirnos cuentas podríamos habernos pasado el resto de la vida filosofando acerca de la silla. De momento habitábamos una suerte de limbo laboral y tratábamos de dilatarlo lo más posible como si estuviéramos enfrascados en una controversia escolástica.

La verdad es que yo no creía en la silla. Mis deberes me obligaban a pensar en un objeto que consideraba ficticio, otra anomalía que encubre el orden real de las cosas. O sea que mi trabajo era algo diferente de lo que parecía. Marcelo tenía ciertas ambiciones de lucirse a costa de dicho objeto imaginario. Yo podía entenderlo: lo había pasado mal en otras áreas de la empresa, con personas que lo habían vapuleado, que despreciaban sus ínfulas de chamán o curandero y se burlaban de ellas, con mujeres que lo encontraban “lanzado” y viscoso, dos características que en todo caso yo no observaba en él. “Vamos a romperla con la silla”, me repetía, queriendo decir que íbamos a hacernos famosos y nos llovería la gloria. Años atrás había tenido un cargo importante, pero sus continuas faltas, desatinos y desgracias lo habían ido degradando y arrinconando hacia tareas secundarias o derechamente irrelevantes como la nuestra.

Su vida estaba en otra parte pero igualmente deseaba resarcirse del maltrato y las vejaciones validándose como un profesional de buen nivel. Era como si no terminara de aceptarse a sí mismo y reconocer que el domicilio de su existencia quedaba a algunas cuadras de la oficina, en el llamado barrio cívico donde vivía solo en un cuarto piso ubicado justo encima de un cine, otro hecho que despertaba fantasías en mi mente. Quería ser reconocido dondequiera que se asomara al mundo, y eso a mi modo de ver es imposible. Tienes que optar. Yo había optado por habitar en las sombras con tal de respirar con algo de desahogo. No quería “romperla” ni lucirme en el trabajo. Me acomodaba este limbo gris con fecha de vencimiento.

En su domicilio real Marcelo hacía crecer una colección de piedras del desierto de Atacama. Unas semanas antes había solicitado dos días administrativos para explorar unas excavaciones mineras al interior de Copiapó en busca de más piedras. Se hizo acompañar de una mujer, lo que me hacía dudar de las verdaderas intenciones del viaje, aunque por otro lado me decía que las piedras y las mujeres son perfectamente compatibles. El hecho es que volvió a la oficina contándome de las “atacamitas” y las “brochimitas”, o como se llamaran. Ya me había hablado bastante de esa clase de piedras, pero reincidía una y otra vez en el tema.

“¿Te dije que colecciono piedras?”, me preguntaba. “Ayer mismo”, le respondía yo. Según Marcelo esas piedras tenían muy buena salida en Europa, donde podían venderse por un valor cinco o seis veces más alto que en Chile. Se traía un negocio entre manos. Todo lo que sonara a emprendimiento, comercio electrónico, monedas virtuales, compras en China, le resultaba atractivo. Su modelo soñado de hacer negocios era estar tendido en la cama con un notebook sobre las piernas viendo cómo caían en cascada los ingresos en sus cuentas bancarias. Predicaba la llegada de una quinta o sexta revolución industrial, la desaparición inminente del dinero físico y del trabajo formal, el advenimiento de una legión de jóvenes superdotados que trabajarían de forma independiente vendiendo de todo, vendiendo cualquier cosa sin mover el culo de las sábanas, tirándose pedos mientras ganaban millones.UCN implementa litoteca arqueológica de los primeros habitantes del Desierto de Atacama - Antofagasta Noticias

Ni por un instante se preguntaba quién, para qué y en qué condiciones fabricaría todos esos objetos que se ofrecían en las plataformas de comercio electrónico. Tampoco se cuestionaba el hecho más que deprimente, a mi parecer, de pasarse un montón de horas al día tratando de vender repuestos de bicicletas, ollas a presión, parlantes en miniatura o piedras del desierto de Atacama. Convertir el mundo en un gran mercado persa virtual no era el objeto de sus pesadillas, sí de las mías. Esa imagen del mundo lo hacía sentirse más libre, más suelto de ataduras, más propenso a los sueños. ¿Qué sueños? A mí me sofocaba. Y diría que la divergencia de visiones también ayudaba a mantener en punto muerto nuestra controversia sobre la silla que no era ninguna silla.

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Quizás no me he explicado bien cuando he dicho que Marcelo chateaba con prostitutas por teléfono. Se había inscrito en Tinder y en otras aplicaciones virtuales para conocer personas. Y en su caso los filtros o condiciones que había establecido para ponerse en contacto lo conducían al encuentro de mujeres que ofrecían sexo como una transacción no directamente monetaria pero sí mediada por algún tipo de servicio con su tarifa muy bien establecida. O tal vez yo no entendía nada de esas plataformas virtuales y todas eran unos burdeles a gran escala y esas mujeres de uno u otro modo participaban del mismo mercado persa universal que los jóvenes superdotados que vendían cualquier cosa por internet.

Como sea, me hablaba a la par de piedras del desierto y mujeres que conocía por Tinder mientras la cuestión de la silla se iba posponiendo eterna y peligrosamente. Me había explicado en detalle los pasos para ponerse en contacto con alguien. Según él, el salto cualitativo se producía cuando la conversación pasaba de Tinder a Whatsapp. Eso ya era como estar tomándose un traguito en una mesa arrinconada de un bar.

Pronto empezó a enseñarme sus conversaciones privadas. Yo advertía que cada cierta porción de diálogos aparecían unos comprobantes de transferencia electrónica por montos variables, luego de los cuales retomaban la conversación como si hubieran atravesado un peaje silencioso. Oye, pero son putas, le dije. Nada más que una constatación. Marcelo me dijo que no, que eran mujeres que a veces necesitaban algo, mujeres jóvenes a las que sobre todo les gustaba que las invitaran a comer y a tomarse unos tragos. Después se iban a un motel o a su departamento, porque él era explícito en cuanto a sus intenciones. Yo no pretendía rebatir su visión, así que asentía en silencio.

Esto se parecía a nuestra controversia sobre la cuestión de la silla o quizás era parte de lo mismo. Me parece que Marcelo me veía como un moralista que juzgaba sus tratos como algo sucio. Para mí el asunto, en primer término, tenía que ver con fijar la realidad. Esas mujeres se acostaban con él por interés, como quien intercambia cama por algún bien o servicio. No se habrían acostado con él sin intercambio económico de por medio, ese era mi punto.

Aunque no lo discutimos directamente, yo sé que Marcelo pensaba que esa cuestión era del todo irrelevante porque a fin de cuentas todas las relaciones comportaban un intercambio comercial: dar algo a cambio de algo equivalente. Si a ese “algo” le poníamos un valor monetario, lo representábamos en un objeto, un sentimiento o una sensación, era indiferente. No existía la gratuidad ni lo inconmensurable ni aun en los tratos con el Señor: siempre perseguíamos algo a cambio. Quizás había estado leyendo a los utilitaristas ingleses y sus ideas le habían caído como anillo al dedo para su vida. De hecho, era o había sido un buen lector y a veces me sorprendía con citas de intelectuales de diverso signo, como una que atribuía a Antonio Gramsci: “En épocas de crisis es cuando aparecen los monstruos”.

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Tales reflexiones, entre paréntesis, me traen el recuerdo de un juego bastante común en mi infancia. Se trataba de ponernos a prueba unos a otros proponiéndonos realizar algún acto asqueroso o aberrante a cambio de dinero. Ninguno de nosotros poseía las sumas que salían al ruedo como en una subasta de nuestra dignidad pero, como digo, la idea era justamente jugar a conocer el precio por el cual nos vendíamos.
Me recuerdo especialmente de dos apuestas que hicimos durante unas vacaciones de verano en Quintero. La primera fue a propósito de un inmenso lobo marino que las olas habían depositado en la orilla. Lo observábamos desde la escalera de piedras que conducía a la playa.

Con el paso de los días el cuerpo se iba pudriendo y destilaba un hedor cada vez más putrefacto que nos recibía como una cachetada al tocar la arena con los pies. Las aves se lo estaban comiendo de a poco, picoteando las vísceras, blanquecinas como pus, que asomaban por las rajaduras de la carne tirante. Entonces la pregunta era: ¿por cuánto le dábamos un mordisco? Plata de la época: ¿Quinientos pesos? ¿Mil? ¿Cinco mil? ¿Un millón de pesos? Hablar de millones era como invocar una palabra mágica que podía doblegar cualquier voluntad.

En las noches sin bordes, en las afiebradas noches sobre nuestros camarotes, el juego tomaba un color grotesco, sumamente obsceno: ¿Por cuánta plata le chuparíamos la penca a un burro? Comenzaba la subasta de nuestra dignidad (¿o se trataba de algo más que nuestra dignidad?). Y nunca faltaba quien al oír la palabra ‘millones’ se adjudicaba la penca del burro. Y entonces las risotadas de todos los demás llovían sobre él: cómo era posible. Y no faltaban los argumentos razonables para justificar que por unos segundos sometido a un acto repugnante y, digamos, contra natura, alguien podía comprar su libertad por un buen tiempo. De hecho, cada cierto tiempo podía incurrir en actos aberrantes y de ese modo ir comprando cupones de libertad hasta la muerte.

Dos personas chatean por teléfono móvil | Vector PremiumLo único que en ese juego se había demostrado imposible de comprar era la vida humana, pues la muerte era irreparable y las personas irremplazables. Ninguno de nosotros estaba dispuesto a matar por dinero. Y aunque esto de hecho suceda comúnmente, sigue siendo un límite absoluto y comporta una condena social generalizada. Pero dicha condena, pienso hoy, no demuestra que en este mundo haya cosas que no pueden venderse, sino todo lo contrario: la vida humana individual, como mercancía única, es irremplazable, no hay existencias de reserva para mí ni para nadie.
A fin de cuentas, a mi modo de ver, la cuestión de la silla se tocaba con la cuestión del burro.

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En la pantalla del teléfono tenía a la vista los diálogos de Marcelo con una tal Lena, de veintitrés años. Era una conversación a trompicones, interrumpida por días de silencio antes de una respuesta de la mujer. Un lunes Marcelo escribía: “Hola, ¿cómo estás?”. Al jueves siguiente ella le respondía: “Bien”. Él arremetía enseguida: “¿Cuándo nos vemos?”. Y Lena: “Tengo que pagar la cuenta del teléfono”. Pasaban otros dos días y Marcelo volvía a la carga: “No he sabido nada de ti”. “Hola, tengo que pagar el teléfono”. Esa era Lena. Después de varios tira y afloja Marcelo le pedía los datos y pagaba la cuenta. Doce mil novecientos noventa y nueve pesos. Entonces la conversación avanzaba a la etapa siguiente como en esos juegos con dados que deciden nuestros pasos.

Era cierto que Lena se había prostituido. Pero ahora venía de salida y Tinder representaba una etapa de transición. Le había contado que su primera vez fue cuando ella y su hermano menor llevaban cinco días sin probar alimento. Entonces Lena le prometió que esa noche volvería con algo. Le pidió a su hermano que no dejara de monitorear su celular, que tenía activado el GPS. Después de unas horas regresó con comida. Se dieron un banquete. Cierta o no, la historia no parecía provocar ninguna conmoción en Marcelo, como las demás historias de su vida que giraban en círculos como mundos paralelos. Seguí leyendo en la pantalla:

¿Te gustan las drogas?

Lena era muy escueta para responder. Un sí o un no, una carita sonriente o triste, un corazón. Casi que parecía un chatbot.
Respondía que sí, que le gustaban.

¿Pitos? ¿Coca? ¿Algo más?

Lo que quieras.

Lena era parte de un ramillete de mujeres con las que Marcelo mantenía contacto a través de las aplicaciones de celular. Iban y venían, entraban y salían de su órbita. Se enamoraban de él -eso decía- porque era un hombre místico. A veces se encontraban por casualidad o a propósito en el departamento y entonces mi vecino de escritorio se veía con dos mujeres dentro de la cama. Por su expresión yo entendía que la fiesta era en grande y eso explicaba en parte la irregularidad de sus horarios. Casi todas ellas vendían “contenido” por internet, que era una forma elíptica de referirse a fotografías eróticas o derechamente pornográficas como una suerte de derivado financiero, digamos, con la propia carne como activo subyacente e intangible. Fotos a pedido y fotos que nacían de su imaginación, para lo cual echaban mano, sobre todo, a personajes del animé japonés, muy del gusto de los consumidores de fantasías. Ganaban bastante dinero según Marcelo. Más que nosotros, para empezar. Se habían integrado en buen pie al mercado persa universal, al menos por un tiempo.

Así como me hablaba de piedras, me sugería anotarme en Tinder y seguir su camino. “Tengo un lado de ángel y otro de demonio”, me decía aludiendo a sus inclinaciones esotéricas y carnales. Y si me interesaba el asunto también podía incursionar en Sugar Daddy, otra plataforma de encuentros pero con mujeres más sofisticadas, digamos, que andaban en busca de vejetes con plata para hacer de damas de compañía. Las aventuras le hacen bien al matrimonio, me decía. Lo tonifican. Las chicas de veintitantos años ya no querían chicos de su edad: querían tipos como nosotros, que las doblaran en años. Tipos que pudieran invitarlas a pasarlo bien, no pendejos sin un peso para juntarse en una plaza y pegarse un polvo a la paraguaya detrás de un tronco o entre unas matas. Me había ofrecido participar en un cuarteto en su departamento: dos chicas de Tinder y dos oficinistas, mano a mano. Lo imaginé empelota con los genitales bailándole entre las piernas y sentí el impulso de salir arrancando.

***

Marcelo se había divorciado hacía unos siete años. De su matrimonio había nacido un hijo que hoy tenía dieciocho. Había salido del colegio pero no estudiaba en la universidad. No hacía nada. “Mi hijo se desconectó de la Matrix”, me repetía para caracterizarlo. Yo debía suponer que ese muchacho sufría problemas psicológicos más o menos severos. No quería estudiar, no le interesaba tener amigos ni salir a fiestas, ni tampoco estar con mujeres de su edad. Se la pasaba encerrado y él lo dejaba ser.

Searching for Sugar Daddy | GQSe había desconectado de la Matrix, esa era toda la cuestión, de donde uno debía colegir que esa construcción virtual era el entorno maligno en el cual vivíamos inmersos y el chico, en un acto de supervivencia o de defensa instintiva, había optado por desenchufarse. Y sin embargo estaba enfermo, clínicamente hablando. Pues había recibido un diagnóstico psiquiátrico al cual Marcelo nunca se refería, y sin embargo una vez me pidió dinero prestado para comprarle sus medicamentos y yo me negué, pensando que el dinero que se gastaba en las niñas de Tinder o Sugar Daddy podría haberlo reservado para el tratamiento de su hijo. No pretendía darle lecciones de vida, simplemente me nació decirle que no.

Mateo, su nombre era Mateo. Me había enseñado una foto manoseada que traía en la billetera. Al parecer tenía más de la madre que de él. El pelo hirsuto, voluminoso, como electrificado. Pálido y ojeroso. Era una foto tamaño carnet, así que tuve que imaginar su cuerpo derrengado más abajo del cuello de una camisa blanca. Sin embargo los ojos eran del padre, no tanto la forma natural sino la expresión desorbitada. Algunas mañanas encontraba a Marcelo de espaldas a mí volcado sobre el teléfono, y cuando se volvía haciendo girar la silla sobre su eje me enseñaba unas pupilas dilatadas y el blanco de los ojos rodeando todo el círculo del iris con esa expresión característica de quienes toman psicofármacos y tienen la mirada perdida, bailando en el vacío.

Sus ojos extraviados me conmovían el tiempo justo que permite conmoverte una oficina. Entre quienes se burlaban de él corría el rumor de que se había trastornado durante un viaje a la Riviera Maya en el que había probado toda clase de drogas alucinógenas que lo dejaron “colgado”. En su propia versión ese viaje lo había inspirado, le había abierto la mente, el corazón, los sentidos, en cierto modo lo había iluminado con poderosas visiones de las culturas precolombinas.

La cuestión que me surgía al escucharlo, en la forma de una interrogante, era si las drogas alucinógenas lo habían desenchufado de la Matrix para dejarlo suspendido en la nada o lo habían colgado de otra percha por donde puede cogerte el mundo, tan astuto y mañoso para tomarnos por sorpresa. Esa interrogante no hallaba respuesta, de momento, entre los tabiques de una oficina. Y yo me quedaba con la imagen de su ascenso a una pirámide asediada por la selva tropical. Había subido por unos peldaños muy altos hasta más arriba de donde estaba permitido. Había alcanzado la plataforma superior, tal vez un altar de sacrificios y adoración a los dioses. Había llegado hasta ahí bajo los efectos de una planta alucinógena. Había llegado. Había.

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Sabía que cada dos semanas a Marcelo le correspondía quedarse unos días con su hijo. El acuerdo olía a un arreglo prejudicial, pues para mí era evidente que las relaciones con su ex mujer habían requerido de alguna mediación arbitral. No lo veía llegando a acuerdos con nadie, ni siquiera consigo mismo. Lo sabía y lo recordaba sobre todo porque en esos días apenas se asomaba por la oficina, y si se animaba a trabajar lo hacía a las horas más insólitas. Podía enviarme un documento a las tres de la mañana y su continuación a la medianoche siguiente. Entremedio se suspendía. Estaba compartiendo con su hijo y en esos días la cuestión de la silla ya parecía al borde de la disolución o el olvido por inmovilidad.

En esos días se ocupaba de sus asuntos con las piedras y los artefactos para alinear las energías en la frecuencia terrestre. Congelaba las visitas de mujeres y dejaba ser a su hijo. Esto último significaba dejarlo estar en la pieza de alojados, dejarlo dormir y navegar horas por internet mirando quién sabe qué.Las salas de cine de Medellín | Cinéfagos

Esa pieza del departamento, me contó Marcelo, tenía una peculiaridad. Un ducto de ventilación o un respiradero la conectaba con la sala de cine que estaba debajo y cuando había función podían oírse de forma muy nítida los sonidos de la película desde la esquina donde estaba la cabecera de la cama. Sólo desde ahí. Levantabas medio cuerpo y ya no oías nada más. Era un edificio antiguo de muros gruesos e impermeables a los sonidos, pero ese ducto traía hasta la almohada de Mateo los diálogos de los personajes como si le hablaran al oído. La primera vez creyó estar oyendo voces en su cabeza. Corrió alarmado a la pieza de su padre.

Marcelo lo llevó de vuelta a la cama y al tenderse a su lado comprendió lo que ocurría. Con el tiempo Mateo se acostumbró a las películas y se quedaba despierto hasta el final de la última función. Me lo imaginaba tendido de espaldas, a oscuras, tratando de reconstruir la historia con el hilo de las palabras que reverberaban en sus oídos. Palabras huérfanas, trazos luminosos sin ningún contexto, imaginaba yo. Y entonces quería creer que este muchacho a quien sin conocer ya le había tomado afecto y que había optado por desvincularse de la Matrix intentaba durante esas noches, en el piso de su padre, recomponer sus vínculos con el mundo -por no decir recomponer el mundo- por la vía de estas escuchas de diálogos sin dimensión como puertas por donde algún día entraría para volver con las respuestas que necesitábamos. Eso quería creer, digo.

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Lo que determinó el giro de nuestra anomalía, es decir, de mi relación con Marcelo dentro y fuera de la oficina, fue mi idea de enseñarle estas palabras. Las palabras que había escrito sobre él. Estaba tan acostumbrado a vivir de una manera oblicua que ya me parecía la única natural y posible. Lo que hacía a cada momento, tuviera o no un lápiz entre los dedos, era pasar hacia el otro lado del espejo a los seres con quienes el mundo me había puesto en contacto como había hecho con Miss Bolivia, según dejé escrito por ahí, de modo de poder vivir la anomalía con plena conciencia de ella. Y ahora había sido el turno de Marcelo, en gloria y majestad.

Me parecía tan natural mi actitud, digo, que en un acto de confianza y vanidad al mismo tiempo le di a leer todo lo que había escrito sobre él pensando que podría gratificarlo. Nunca me detuve a preguntarme qué podría haber de gratificante en el retrato de su persona. Era como si creyese que el desvelamiento de una personalidad es algo que se agradece a todo evento. Como si una estatua nos diera las gracias cuando le quitamos una sábana de encima. Pero tal acto está reservado solamente a personajes de la talla de Cristo, tal vez, personajes fuera de la Historia, frente a quienes nuestras pequeñeces se vienen abajo y quedamos desnudos como lo que somos: seres humanos limitados por un cuerpo finito, luchando a diario por nuestro espacio vital.

No estoy tan convencido de lo que acabo de afirmar, pero tampoco estoy dispuesto a borrarlo. Puedo decir que a mi modo le presenté a Marcelo su propio Daimon, que uno nunca puede contemplar pues se asoma por nuestra espalda, y que entonces a su modo Marcelo me presentó el mío, que yo tampoco había visto jamás. Me propuso que a la salida de la oficina nos pasáramos al bar que estaba a la vuelta de la esquina y lo consideré una muestra de entusiasmo por lo que había leído, un gesto de agradecimiento por haber colocado nuestra relación en un nivel superior: el nivel de lo interesante que puede suceder entre dos seres humanos. Hay que decir que en la oficina jamás sucedía nada interesante. Esto es necesario repetirlo, pues de por sí ya resulta interesante: JAMÁS.

Propuesta de ley en México buscaría prohibir la venta de cerveza fría - CNN VideoA estas alturas de mi vida de oficina me había tomado más o menos medio millón de shops y estaba a punto de servirme el número quinientos mil uno. Del otro lado de la mesa había desfilado una cantidad prodigiosa de rostros y tampoco, o muy rara vez, había sucedido algo como un acontecimiento a partir de una conversación. Así que los pasaba rápido al otro lado del espejo. ¿Iba a achacarles toda la responsabilidad a los demás? ¿No sería que el problema en la selección de voluntarios para ir al encuentro de lo interesante lo tenía yo, estaba dentro de mí? Sin una respuesta a la vista, ya me estaba sentando otra vez en un bar.

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El blanco desmesurado de sus ojos. El blanco desmesuraba sus ojos. Sus ojos desmesurados por el blanco. ¿Cómo decirlo? Y cómo saber si la desmesura era efecto de los psicotrópicos o de su privación. Con aquella mirada fuera de órbita se dispuso a hablarme. Había leído de principio a fin mi texto, el texto que lo retrataba. De inmediato pude ver que no se sentía congratulado. Pero tampoco se sentía ofendido; yo diría que Marcelo era duro de ofender, a pesar de todo. Lo que más le interesaba de mi escrito (lo llamaba “escrito”, como si estuviéramos en una notaría) era su propiedad especular. Me reflejaba de cuerpo entero. Marcelo era yo, digamos. Ambos lados del espejo eran el mismo lugar. ¿No te reconoces ahí?, le pregunté. Al mismo tiempo que te reconozco a ti, dijo.

Pero esto no era lo relevante. Lo interesante -usó esa palabra- era cómo cada uno de nosotros, él, su hijo y yo, de una u otra forma nos habíamos descolgado de la Matrix. Y todas las salidas eran válidas. Y todas eran equivalentes. Y no había ningún patrón cualitativo para establecer diferencias, como en cierto modo sí intentaba sugerir mi escrito, o lo deseaba. Si Dios está muerto, todo está permitido. Dostoievski. Eso me citó esta vez. Yo estaba mareado y confundido. Por los tres shops de medio litro y por sus palabras. Creo que si me hubiera tenido más confianza me habría dicho con todas sus letras que yo era un pobre huevón, como él y como cualquiera. Metafísicamente hablando. Pobres huevones chapoteando en el lodo como guarisapos. Mi problema era que me resistía a aceptarlo. Y era tan simple, y estaba tan a la mano reconocer la verdad y actuar en consecuencia.

Antes de incorporarme sentí la puntada dentro de la rodilla como cuando una herida se vuelve a abrir. Y cuando ya estuve de pie me di cuenta de que no podía flexionarla con normalidad. El dolor me lo impedía. Acababa de retroceder unas tres semanas de mejoría, hasta el día uno. Quizás era mi bloqueo mental recargado a lo Matrix. Lo pensé en serio por un segundo. Seguí a Marcelo arrastrando la pierna izquierda por las amplias veredas del centro cívico rumbo a su departamento donde íbamos a encontrarnos con Lena y otra mujer que se llamaba Amaral o Amacal, no recordaba bien su nombre. Hasta puede ser ‘Amoral’, me dijo bromeando.

***

Hola, Amoral, dijo Marcelo al abrir la puerta, y la recibió con un beso en la mejilla (su nombre, en efecto, era Amaral). Ella se rió. Exuberante es decir poco. No le faltaba nada, le sobraba de todo. ¿Es lo mismo? Venía de Colombia. Marcelo conocía su historia o su tragedia pero no me la había contado. Te presento a Lena y te presento a Amoral. ¿Cuál te gusta más?Hombre y dos mujeres del grupo de cerca | Icono Gratis

No me había preparado para esa pregunta, así que sonreí en el estilo de un pobre huevón, que resulta muy propicio para esas ocasiones. Pero definitivamente me gustaba mucho más Lena. Era mucho más proporcionada, era de este planeta o del planeta que me atraían a mí. Ya iba comprendiendo que a Marcelo le gustaban las del planeta de la superabundancia. No habría que tirarlo a la suerte.

Arrojaron sus buzos de polar sobre un sillón como si ya lo hubieran hecho mil veces. Venían en calzas y petos. Sus prendas eran como una cáscara fina que invitaba a pelarlas. Luego se dejaron caer al mismo tiempo sobre el sofá, una al lado de la otra. Tiraron la cabeza hacia atrás y se largaron a reír, no entendí el motivo. La piel de Lena era blanca, traslúcida; la de Amaral parecía un durazno o un damasco al sol. No podía dejar de mirarlas.

Del otro lado estaba la estantería donde Marcelo exhibía sus piedras. Tomó un par y se las enseñó muy cerca de los ojos explicándoles sus propiedades. Vi que las contemplaban con un interés del todo falso, como a punto de largarse a reír de nuevo. Pero debo decir aquí que algo anómalo volvía a reiniciarse, e ignoro si ocurría fuera o dentro de mí. Todos los hechos parecían tener una doble faz, una patente naturaleza binaria. Todo estaba entre un sí y un no. Todo podía ser y a la vez podía no ser.

Sobre una mesita larga pegada al pasillo, en algún momento -antes quizás de mi llegada- Marcelo había dispuesto unas líneas de un polvillo azuloso de destellos diamantinos que parecía una droga sintética, desconocida para mí. Pero también podrían ser piedras del desierto machacadas en un mortero. E incluso, me dije, podría tratarse de viagra molido. Y si era esto último yo iba a necesitarlo pronto, porque el escenario estaba montado para el sexo pero yo me sentía totalmente ajeno, frío como un pescado.

Marcelo se agachó sobre la mesa y aspiró una línea completa, unos ocho centímetros de polvillo. Era la más larga.

Vengan, chiquillas.

Ellas lo miraron tambalearse y se levantaron hacia la mesita tomadas de la mano, siempre como a punto de estallar en carcajadas. Hasta pensé que un duende malicioso les iba haciendo cosquillas. También se inclinaron y en esa posición aprovecharon de menear las caderas a uno y otro lado, directamente hacia nuestros ojos. Y aspiraron cada una su línea de polvillo azul brillante. Alrededor de las fosas nasales les quedaron algunos restos de la sustancia que fueron introduciéndose en la nariz con ayuda de sus largas uñas de colores, de manera muy ostentosa. Yo estaba sentado en una silla frente a ellas, con la pierna izquierda estirada para evitar el dolor. Quedaba una sola línea y era para mí. Ellas me lo hacían saber levantando las cejas. Pero entonces vino Marcelo y se la aspiró entera, rabiosamente. Lo vi tambalearse de nuevo como si estuviera sintiendo los efectos de un terremoto. Para no irse al piso se apoyó con las manos en alto sobre la pared, en una posición que me hizo pensar en los cacheos policiales. Y así permaneció.Decomisan 300 gramos de droga 'cristal azul' en Sonora | El Informador

Necesitaba con urgencia vaciar la vejiga y fui hasta el baño que había al final del pasillo. Descubrí que las mujeres estaban adentro, porque se oían sus risas. No supe en qué momento se habían metido al baño, era como si me hubiese perdido un pedazo de la realidad. Pegué el oído a la puerta para saber si decían algo, si se reían de nosotros, si se reían de mí. Y de pronto advertí que no eran risas sino llanto. Ambas lloraban a mares. ¿Era posible? ¿O acababan de pasar de la risa al llanto? Yo no había probado la droga azul. ¿O sí? Tuve dudas. Quizás la droga te hacía perder la memoria inmediata. ¿Están bien?, grité hacia dentro. No obtuve respuesta.

Desde el pasillo vi a Marcelo tirado al pie de la estantería, boca abajo, completamente desnudo. Un cuerpo sacrificial en la cima de una pirámide truncada. En eso pensé, doy fe de ello. Al parecer se había quitado la ropa mientras iba danzando en círculos, porque todas sus prendas estaban repartidas por la sala: sobre el sofá, en el suelo, en el sillón, colgando de una lámpara de pie, entre las piedras.
¿Estás bien?

No me contestó. Estaba inconsciente, los ojos semicerrados, la boca abierta, la lengua asomada. Y como la realidad se había vuelto binaria en toda su extensión, no podía saber si estaba preso de un éxtasis místico o había sufrido un infarto cerebral o cardiaco. Lena y Amaral vinieron del baño con los ojos secos. ¿O se habían enjugado las lágrimas? Lo miraron, pasaron de largo y empezaron a bailar entre ellas al son de la música que sonaba desde hacía un rato. ¿No les preocupaba su estado? ¿O estaban asustadas? ¿Llamamos una ambulancia?, les pregunté. ¿Tienes plata?, me preguntó Lena.

***

Todo se había terminado rápido. Lo que fuese que hubiera empezado. Las mujeres dejaron de bailar, se colocaron sus buzos y salieron tirándome besos con la mano, muertas de risa. Marcelo seguía bocabajo en el piso, sin reaccionar. Llamé a un servicio de ambulancias públicas y me senté a esperar en la silla con la pierna estirada.

A los quince minutos tocaron a la puerta. Fui a abrir. Era Mateo. Soy un amigo de tu papá, le dije para amortiguar su impresión. Tu papá sufrió un desmayo pero ya va a reponerse. Ya pedí una ambulancia.
Mateo miraba a su padre desnudo en el piso, inerte como un muerto. No parecía impresionado sino indiferente, pero eso era imposible, me repetía yo, era la cuestión binaria, su bloqueo, nadie puede permanecer inconmovible ante un padre inconsciente. Me dije que debía estar en shock. Volví a decirle que su papá iba a mejorarse pronto. ¿Por qué no vas a descansar, mejor? Yo lo cuido.

¿Por qué su padre estaba empelota? Quizás eso se estaba preguntando. Y por qué yo seguía con ropa. Si ambos estuviéramos desnudos el asunto podría ser más coherente. ¿Era necesario explicarle la situación? Seguramente a Marcelo se le habían confundido los días y olvidó que esa semana le tocaba estar con su hijo. También podría haber intentado probar con el discurso de su padre, con una continuación, digamos, del hilo de su pensamiento. Haberle dicho ahí mismo, por ejemplo: “Mateo, la degradación humana no tiene por qué abrumarnos. Ha estado siempre aquí, más o menos cerca de la potencia o del acto, más o menos cerca de la esencia o la apariencia”. Pero, por supuesto, no estaba pensando en ello. Pensaba que su padre había muerto por una sobredosis. Cuando pasó de largo hacia la pieza de alojados volví la mirada sobre el cuerpo inerte.

Todavía tenía esperanzas de que siguiera con vida y entonces fui al dormitorio principal y lo cubrí con una sábana para evitar que siguiera enfriándose. Era fines del verano y por las noches el frío ya se dejaba sentir, pero una sábana sería suficiente. Lo cubrí entero, digo, como se hace con los cadáveres. Y luego fui a ver cómo seguía Mateo. Me asomé a la pieza y lo vi tendido en la cama con los ojos abiertos, fijos en el cielorraso. Parecía llevar la misma camisa suelta de la foto tamaño carnet. Era un hecho que destinaba toda su atención a los diálogos de alguna película que pasaban en el cine de abajo. Dirigí la mirada hacia sus pies desnudos: sus dedos blancos, huesudos, se estaban deshaciendo como un polvillo muy fino que asciende por aire. Eso no sucede, me dije. Esto no puede suceder. Entonces volví a la silla y me quedé esperando la ambulancia.

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