Chile, la deserción de las masas

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La abultada cifra de abstenciones en la reciente elección municipal en Chile —que supera las previsiones más pesimistas— no es un accidente ni un comportamiento caprichoso del electorado; se trata, qué duda cabe, de un inquietante síntoma político y social: el tránsito de ciudadanos a consumidores. Esta deserción de la ciudadanía relativiza cualquier triunfo electoral y, al mismo tiempo, hace incierta cualquier proyección para el futuro. | ÁLVARO CUADRA.*

 

Es innegable que la cláusula del voto voluntario y la expansión del padrón electoral han contribuido a que se exprese con mayor fuerza un malestar difuso ante el presente estado de cosas en el país. No obstante, lo cierto es que antes de que se aprobara esta nueva modalidad había ya una masa muy significativa de no inscritos en los Registros Electorales, especialmente en los sectores juveniles.

 

Más allá, entonces, de las explicaciones “técnicas” no se puede soslayar la cuestión de fondo: Algo huele mal en nuestra “democracia” y desde hace mucho tiempo.

 

La idea ingenua de que el voto le ganaría a la calle ha sido desmentida por los hechos. La voz de la calle comienza a reflejarse en el rito eleccionario de una institucionalidad malsana, y lo hace, paradojalmente, como silencio, ausencia y deserción. Quienes se abstuvieron lo han hecho porque se sintieron obligados a escoger entre candidatos designados por mafias políticas.

 

El acto mismo de votar se ensució y perdió toda dignidad democrática en el actual orden constitucional. La abstención amplia marca un punto de inflexión que debiera hacer meditar a la clase política, pues, las actuales reglas del juego ya no satisfacen a una amplia mayoría.

 

El panorama que se abre ante las presidenciales del próximo año es más que inquietante e incierto. Si se quiere revestir de un mínimo de legitimidad las elecciones venideras es urgente introducir cambios importantes y radicales en nuestra institucionalidad. Hemos llegado a un punto de no retorno. Chile quiere otra democracia más participativa y justa que nos represente a todos y no este adefesio pinochetista que nos ha conducido a la nefasta situación en que está sumida la política entre nosotros.

 

Insistir en mantener el actual orden constitucional solo profundiza el divorcio entre la sociedad y una clase política que dice representarla.

 

La cifra de abstención es una suerte de sismógrafo que muestra el grado de desprestigio en que han caído los políticos y la política tal y como se practica en Chile hoy. Hemos asistido a un terremoto político que no puede dejarnos indiferentes, pues nos guste o no, el malestar ciudadano va a buscar cauces de expresión tarde o temprano.

 

El veredicto de la ciudadanía es claro y rotundo: el diseño político inaugurado en los noventas y que se ha proyectado hasta la fecha ha dejado de funcionar y ya no convoca a las mayorías. Cuando una mayoría importante de ciudadanos le vuelve la espalda a la clase política que quiere representarla, como ha acontecido hoy, es hora de pensar en una nueva democracia con una nueva constitución.

 

De ciudadanos a consumidores
Las cifras que arroja la reciente elección municipal en Chile consagran una tendencia que se advierte desde hace años en el seno de nuestra sociedad, esto es, el tránsito de “ciudadanos” al nuevo estatus de “consumidores”.

 

Como hemos podido constatar, tras el llamado “retorno a la democracia”, la analogía del ámbito político con respecto al ámbito tecno-económico se estrecha cada día más. De hecho, la noción de márketing político no hace sino naturalizar este maridaje, tornando ambos dominios en lo que técnicamente se denomina “estructuras isomorfas”.

 

La aprobación del “voto voluntario” y la “inscripción automática” hace explícito que el comportamiento político de los ciudadanos se inscribe en los mismos supuestos que el de los consumidores. Si antaño se decía que todos somos iguales ante la ley, en la actualidad se afirma que todos somos consumidores libres para elegir, según nuestros gustos y pulsiones. De esta manera, por descabellado o cínico que parezca, votar o no votar equivale a comprar o no Comprar.

 

El desplazamiento del ciudadano, sujeto político de las sociedades burguesas, por la figura inédita del consumidor, sujeto económico de la sociedad de consumo, redefine la noción de igualdad, pues el homo aequalis encuentra su protagonismo en una sociedad de consumo, travestido, precisamente, en consumidor.

 

Este nuevo sujeto de las sociedades contemporáneas da cuenta de cómo una función económica se ha desplazado al ámbito cultural o simbólico. Este desplazamiento lo observamos en la figura misma del consumidor. En cuanto individuo (yo) habita el imaginario de la libertad y de la libre opción; sin embargo en cuanto consumidor es un “componente funcional” del mercado.

 

La figura del consumidor es de suyo ambivalente, pues la libre opción no es sino la regla constitutiva de su particular inserción en el mercado.
Dicho de otro modo, en una sociedad de consumidores no hay una exterioridad a ella, todos habitan el mundo de la mercancía y la libre opción.

 

Una de las paradojas creadas por la sociedad de consumidores es que la hegemonía cultural cristalizada en la moda es administrada por las elites como una democratización y masificación del gusto. Los comportamientos discrecionales emergen, precisamente, en los sectores sociales no constreñidos económicamente.

 

Es en este segmento donde la subjetividad se expresa con mayor fuerza, produciendo las singularidades culturales y un ethos de la permisividad. Estos comportamientos diferenciados se asocian al prestigio de los “trenders”, esto es, aquellos íconos mediáticos capaces de marcar las tendencias del gusto. Sólo una vez que se ha consolidado una tendencia, sea que se trate de un corte de cabello, una prenda de vestir, algún accesorio, una marca o un comportamiento sexual, alimentario o de otra índole, ésta se masifica por la vía del «márketing».

 

Al igual que los “status symbols”, las tendencias que delimitan los usos y costumbres en las sociedades hipermodernas han generado un clima de aparente libertad cultural administrada por la hiperindustria de la cultura a nivel planetario.

 

Las sociedades de consumo, forma contemporánea de decir sociedades burguesas globalizadas, acentúan la pirámide económica en la distribución desigual de la riqueza, concentrando el capital en pocas manos.
Sin embargo, al mismo tiempo que aumenta la desigualdad, se acrecienta en la fantasía imaginal de las masas la apariencia de una igualdad cultural, mediante la inversión de la pirámide simbólica. La pirámide cultural invertida opera mediante la masificación-diseminación de ofertas simbólicas.

 

El aumento explosivo de ofertas simbólicas es traducido en la subjetividad de masas como una ampliación del espectro de sus opciones culturales y en sinónimo de libertad individual.

 

De esta manera, las actuales sociedades de consumo han resuelto la clásica ecuación de tres términos planteada por las revoluciones burguesas del siglo XVIII: Libertad, Igualdad y Fraternidad.

La libertad individual frente a las opciones de la cultura supone desplazar el problema desde el ámbito político (Estado) al ámbito tecno económico (mercado), exaltando el Yo (individuo). Así, el reclamo marxista por una redistribución de la riqueza es resignificado en términos simbólicos: ya no se trata de una reorganización económica socialista sino, más bien, de una reorganización simbólica en que cada cual encuentre satisfacción de su Yo, a través de la libre opción material y simbólica dispuesta por un mercado que reconoce a todos los consumidores en condiciones de igualdad.

 

La sociedad de consumidores exalta el principio de la igualdad, ya no como categoría política, es decir, no como ciudadano, sino como consumidor de bienes y servicios.

 

Tomemos nota de que el capitalismo se ha erigido sobre una triple mitología constituida por la mercantilización, la reificación y el progreso como lógica inmanente.

 

Esto generó la crítica clásica al capital en términos de alienación, explotación y dominación. Pues bien, se puede aventurar que en una sociedad sin clases, el objeto de esa alienación pierde su centralidad, ya no el trabajo sino el consumo es el que podría ser alienado, y en este sentido, los términos de la crítica desaparecen del imaginario: ni alienación, ni explotación ni dominación, irrumpiendo un nuevo tipo de acuerdo social, el consumismo.

 

Otra paradoja del siglo presente es el papel que juega cierta izquierda como punta de lanza en la reconfiguración de la consciencia burguesa. Para decirlo con claridad, la sensibilidad del progresism” se ha convertido en un vector de renovación ético político y en un agente cultural de cambio al interior de las actuales sociedades burguesas desarrolladas.

 

Las izquierdas del mundo progresista contemporáneo se inscriben en una dialéctica intrínseca de las sociedades burguesas a las que quieren contestar. De esa tensión y negación surge la posibilidad del cambio que, por estos días, toma la forma de mutaciones culturales y antropológicas.

 

De hecho, su reclamo por las reivindicaciones de las minorías no hace sino acentuar el reclamo individualista y democratizador de las burguesías avanzadas. La izquierda, en sus versiones más progresistas, acelera el vector hacia una suerte de hipermodernidad, una sociedad que quiere modernizar la modernidad, alcanzando de este modo una cierta modernidad líquida o de flujos.

 

La cuestión es si acaso están dadas las condiciones de posibilidad para encontrar un correlato político al actual estado de cosas.

 

Los indicadores a nivel mundial están señalando un punto de inflexión y no retorno que requiere soluciones políticas revolucionarias. El capitalismo, en su forma neoliberal, está llegando a un límite en que se impone un salto cualitativo. En un mundo que ha asistido a la extinción del imaginario de la noción de clase y, al mismo tiempo, ha sido capaz de integrar las opciones culturales más radicales de izquierdas con todo su potencial revolucionario como lógica de cambio, surge la cuestión en torno a una democracia del siglo XXI.

 

Indignación y decepción
El hecho político fundamental e inédito que ha puesto en evidencia la reciente elección municipal en Chile no es la alternancia de figuras en las distintas alcaldías sino la enorme abstención que se ha verificado en este proceso.

 

Esta deserción de la ciudadanía relativiza cualquier triunfo electoral y, al mismo tiempo, hace incierta cualquier proyección para el próximo año.
Cuando una amplia mayoría de ciudadanos se niega a participar en un proceso electoral, tal y como ha ocurrido, no significa de buenas a primeras, como sostienen algunos, un debilitamiento de la democracia; se trata más bien de una crisis de “esta democracia”

 

La imagen de los políticos y sus partidos ha caído a niveles mínimos: la abstención puede traducirse como indignación y decepción ciudadanas. La clase política, en términos generales, es percibida por el ciudadano de a pie como un grupo sordo a las demandas sociales, cerrado, excluyente y controlado por verdaderas pandillas y caciques envueltos en corruptelas y negociados.

 

El forzado binominalismo, la imposibilidad de emprender reformas constitucionales de fondo, entre otros factores, ha configurado un clima político y social que es percibido como escasamente democrático y disociado de los anhelos de los chilenos.

 

El actual ordenamiento político del país resulta extemporáneo respecto a las transformaciones culturales que se verifican en el seno de nuestra sociedad. Se ha pretendido prolongar un diseño autoritario heredado de una dictadura militar que ya no se sostiene.

 

Aquello que fue posible a principios de los noventas, ahora ya no es posible. Nada tiene de extraño, entonces, que el hastío ciudadano se exprese como una ausencia que es, a todas luces, un reclamo, pero también un anhelo. En toda su radicalidad, no votar es rechazar una institucionalidad que es percibida como un “simulacro democrático” añejo e incapaz de solucionar los problemas reales de los ciudadanos y el deseo de una democracia otra.

 

La abstención masiva de los chilenos es un fracaso mayúsculo y rotundo de todos los partidos políticos, atrapados en un marco jurídico constitucional que asfixia cualquier expresión democrática. Las escenas de candidatos triunfadores y el despliegue del espectáculo mediático no alcanzan a ocultar la verdad; estamos asistiendo a la crisis más profunda del sistema político chileno vigente desde el retorno a la democracia.

 

No se puede ocultar el sol con una mano y fingir que todo puede seguir igual. Más allá de los resultados que se deducen de estas elecciones, la abstención está señalando una demanda más profunda que no se puede desatender, el anhelo de una nueva democracia que supere la marginación y exclusión de las mayorías.
——
* Semiólogo.
Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. Universidad de Artes y Ciencias (ARCIS), Chile.

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1 comentario
  1. Antonio Casalduero Recuero dice

    Interesante análisis, si bien la dicotomía entre ciudadanos y consumidores ha sido ya ampliamente debatida, aunque no está de más insistir en ello. Chile debería cambiar su nombre a REPÚBLICA DE CHILE S.A., que es en realidad lo que llegado a ser. Creo que el enfoque que apunta a la abultada abstención no debe centrarse únicamente en la actitud social de castigo a la llamada «clase política» (denominación ideada por Genaro Arriagada), también debe figurar el «Proyecto Político Programado» a un plazo mucho más extenso, de antigua data, creado entre bastidores por los verdaderos regentes del sistema, por el poder tras las sombras (llamado por Allamand «Poderes Fácticos»), y que no es otro que procurar por diversos medios una idiotización del chileno medio, predominantemente de los estratos sociales bajos, sectores depauperados en cuanto a necesidades básicas. Los medios para alcanzar dicho objetivo han sido la farandulización, mostrar harto poto, teta, pechuga, futbolizar la pantalla, meterle y meterle fútbol, acompañado de mucha cerveza, sea cara o barata, con atractivas performances, inundar al televidente con los llamados «reality», agregarle programas tontos, anodinos y huecos, al estilo de Sábados Gigantes. Gente que no busca ni se le ocurren nuevas perspectivas de entretención, simplemente sonríe ante el mero acto de encender un televisor, es gratis, fácil, entretenido. Si no cree en la existencia de este Proyecto, lea «Un mundo feliz», de Aldous Huxley, y céntrese en el método de la «hiponopedia», que es inculcar mensajes a través del sueño. ¿Usted nunca se ha quedao dormido con el televisor encendido?

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