La elite oscurantista

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La elite, aquellos que forman la clase de los súper ricos, tienen que ser protegidos a toda costa de los que quieren disminuir sus ingresos, de los que se atreven a amenazar su dominación, de los que quieren destruir la belleza de su fortuna. Ellos tienen bien claro que ya no es posible la orientación hacia un horizonte común en el que todos los humanos puedan prosperar igualmente. El suelo que pisamos empieza a deslizarse.

No es posible entender la política de los últimos 50 años -dice el filosofo francés Bruno Latour- si no ponemos la cuestión del cambio climático y su negación en el centro de la discusión. Sin la idea de que hemos entrado en un nuevo régimen climático, no podemos entender la explosión de las desigualdades, la amplitud de las desregulaciones, la crítica a la globalización o, más importante, el deseo neurótico de retornar a la seguridad de una nación bien protegida de las inmigraciones y amenazas externas. Resultado de imagen para defensa del clima

Los eventos masivos de los últimos decenios indican que es imposible llevar a cabo el gran proyecto modernista de los últimos dos siglos. No hay Tierra capaz de contener el ideal del progreso y el desarrollo infinito que requiere más energía, más tecnología, más sintéticos, más productos manufacturados y más consumo. El planeta es demasiado estrecho y limitado para seguir arrebatando, usando y abusando lo que en él hay. Si seguimos haciéndolo, nada será como fue antes. La elite enfocada paranoicamente en la seguridad de su inmensa fortuna y la preservación de su bienestar ha escuchado claramente este aviso y está consciente de su amenaza. Es obvio que la consecuencia que dedujo es que el precio de este pandemonio es increíblemente alto y son los otros los que lo van a pagar. Y para ello van a negar la existencia misma del nuevo régimen climático.

Todo esto, según Latour, es parte de un solo fenómeno: como no hay futuro para todos, la elite ha decidido deshacerse del peso de la solidaridad tan pronto como sea posible. De ahí la desregulación, el desmantelamiento del estado de bienestar y la explosión de la desigualdad. Para ocultar su profundo egoísmo, su decisión de no compartir el mundo, ellos tienen que rechazar absolutamente la amenaza que está al origen de su defensa. De ahí la negación del cambio climático.

Una muestra: en 1990 Exxon-Mobil después de llevar a cabo excelentes investigaciones científicas internas sobre el peligro real del cambio climático debido a la acumulación del CO2 en la atmósfera inició inmediatamente una campaña frenética para divulgar la creencia de que tal peligro no existe y masivamente empezó a invertir en la extracción de petróleo. Y, más recientemente, en el 2017, Trump “International Golf Links & Hotel” en Irlanda obtuvo un permiso para construir dos muros marítimos. En la solicitud se cita como razón el cambio climático, la subida de los niveles del mar y las condiciones extremas del tiempo. ¿No indica ésto que están plenamente conscientes, pero no lo suficiente para compartirlo con el resto de la ciudadanía?

Debido a esta negación, la gente tiene que vivir dentro de una burbuja de desinformación sin que nadie les diga que el proyecto de la modernización del planeta ya no está en las cartas y lo único que queda es un cambio de régimen. En última instancia, la negación del cambio climático debid

o a la actividad humana es lo que organiza la política de la posverdad, la de los hechos alternativos y la del escepticismo político de los que ya no creen en nada. Lo curioso es que la gente racional cree que los hechos se imponen por sí mismos, sin un mundo compartido, sin instituciones, sin una vida pública y que basta con educar a los ignorantes para que la razón triunfe una vez más.

La cosa, sin embargo, no es cómo mejoramos las deficiencias cognitivas, sino cómo vivir en el mismo mundo, compartir la misma cultura y percibir el mismo paisaje que pueda ser explorado en conjunto. Se trata, en verdad, de un déficit de prácticas compartidas más que de un déficit intelectual. Y es aquí donde el problema radica actualmente: hoy día hay varios mundos, varios territorios y todos ellos incompatibles.

El proyecto modernista que delinea el horizonte científico, económico y moral se ubica en dirección al progreso global, es decir, a la industrialización, urbanización y liberación de las fuerzas del mercado. Lo que hay que abandonar para llegar ahí es lo local, que no tiene nada que ver con lo aboriginal o primitivo, sino con lo antiglobal. Esta es la línea divisoria; vamos en dirección al ideal del progreso, producción y desarrollo continuo o hacia las viejas certidumbres, identidades y hábitos ya conocidos. Hacia las promesas del futuro o hacia el pasado arcaico. Globalización o nacionalismo.

Y estas dos tendencias contradictorias son las que generan el conflicto. Las fuerzas que empujaban hacia la globalización se transforman ahora en una fuerza contraria que empuja en la dirección opuesta. Lo local nuevamente cobra atracción debido al sentimiento confuso de que la globalización beneficia sólo a unos pocos. Es el anhelo de volver a la protección y seguridad de los límites nacionales y los bordes étnicos que, a decir verdad, son solo una invención retrospectiva. A lo largo de la línea de estos dos polos se ubica la distinción izquierda/derecha.

En lo económico la derecha quiere la globalización del libre mercado y la izquierda prefiere ponerle límites y proteger a los débiles de las fuerzas del libre comercio. Cuando se trata, en cambio, de la protección de identidades culturales y sexuales,  la izquierda empuja la globalización para defender los derechos de las minorías sociales. Lo que hoy presenciamos es la total separación de estos dos polos que ha dado paso a la brutalización del discurso político y a la pérdida de un horizonte común que hace difícil decidir donde se ubican los progresistas y donde los reaccionarios.

¿Es posible un mundo moderno, un progreso basado en la energía fósil y la producción y consumo infinito? ¿Un capitalismo universal? En octubre del 2018 el Panel sobre Cambio Climático de la ONU predijo que con el actual consumo de energía fosilizada la temperatura terrestre en las próximas décadas aumentará 1,5 grados Celsius sobre los niveles de la época preindustrial, lo que desencadenará sequías, inundaciones, pobreza y migraciones masivas alrededor del mundo.

La elección con la que el aumento de temperatura nos confronta es: o tenemos modernidad, pero sin mundo, o tenemos un mundo verdadero, pero sin modernidad. Este dilema, según Latour, indica que hemos alcanzado el fin de un cierto arco histórico. La globalización nos deja sin tierra y lo local es la vuelta a un pasado que nunca existió. ¿Dónde quedamos?

El  trumpismo es el intento de combinar la globalización con la retrotopía. Tal fusión sólo es posible si se niega el conflicto entre ellos y si se niega que, como seres terrestres, dependemos de la naturaleza. El proyecto depende enteramente de la negación del nuevo régimen climático y de la disolución de cualquier forma de solidaridad. Por primera vez un movimiento masivo ha dejado abiertamente de considerar seriamente las cuestiones de ecología política en beneficio exclusivo del máximo lucro.

La elite, que esta detrás de este fenómeno político, ya hace más de dos decenios que llegó a la conclusión de que no hay suficiente espacio para los nueve mil millones de humanos que se esperan en el próximo futuro. ¿Qué hacer, entonces? Liberar el mercado de todo tipo de regulaciones y controlar y extraer lo más rápido posible todo el petróleo del mundo antes que esta historia se acabe. De ahí la actual guerra en Yemen y la amenaza de invasión a Venezuela. Según el cálculo que han hecho, quedan 40, 50 o 60 años de respiro. Tal vez 100… Después viene el colapso ecológico. A esa altura estaremos muertos de todas maneras. El trumpismo, sin lugar a dudas, es el fin de la política orientada hacia un objetivo y el inicio de la política sin objeto. Una política vaciada de toda sustancia.

El rápido surgimiento de un tercer polo de atracción provee una orientación más realista comparada con la vieja línea que transita lo local y lo global. Este tercer actor político, dice Latour, es lo terrestre, un agente que reacciona y continuará reaccionando a las acciones humanas. Cuando tradicionalmente se hablaba de geopolítica el prefijo “geo” designaba solamente el marco en que la acción política ocurría. Lo que ha cambiado es que ahora hemos descubierto que “geo” designa un agente que participa de lleno en la vida pública. Ya no podemos decir simplemente que los humanos están en la tierra o en la naturaleza. El lugar donde estábamos se vuelve en contra de nosotros y ahora nos encierra, domina y sumerge en su propio sendero.

Mientras la tierra permaneció estable podíamos ubicarnos dentro de su espacio y reclamar un pedazo de territorio. El problema es que ahora el territorio empieza a participar en la historia y la historia se torna geohistoria. O, como algunos dicen, entramos en la edad del Antropoceno. Según el reporte de los climatólogos no hay precedentes para la situación actual. Ya no se trata de pequeñas fluctuaciones en el clima, sino de una convulsión que está transformando completamente el sistema terrestre. Es la Tierra reaccionando a la acción humana.

¿Que hacer? ¿Aprender de los antiguos, de las pocas culturas premodernas que aún quedan, de las viejas prácticas del pasado? El asunto es que para ellos tampoco ha habido precedente. ¿Entonces?

Los movimientos ecológicos, los partidos verdes, han venido tratando de mover la vida pública hacia el tercer polo. Han logrado hasta ahora transformar todo en una vigorosa controversia. La carne, el clima, el maíz, los pesticidas, el petróleo, la planificacion urbana, la deforestación, etc., etc. Éxitosamente han introducido en la política objetos que previamente no eran parte de la vida pública, ampliando así el ámbito de la discusión. Y, sin embargo, a pesar de todo esto, los partidos verdes han fracasado. Después de cinco decadas la gente continúa oponiendo la economía a la ecología. La razón, dice Latour, es que los ecologistas han tratado de evitar la polaridad izquierda/derecha o la de arcaicos/progresistas, pero sin salir de la trampa modernista. Para ello habría que modificar sustancialmente las causas que se van a defender.

Ecológico, en realidad, no es el nombre de un partido; es el lugar que habitamos, el territorio que abarca todo un conjunto de seres vivos cercanos o lejanos cuya presencia es indispensable para la sobrevivencia de un ser terrestre. “No se trata de defender la naturaleza. Somos naturaleza defendiéndose a sí misma”, como dicen los Zadistes en Francia. La nueva polaridad que hoy se impone con toda su fuerza es la de moderno/terrestre. O, dicho de otra manera, consumo y explotación o bio-mímesis.

El siglo XIX inició la edad de las cuestiones sociales. El siglo XXI, la edad de las cuestiones geo-sociales.

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