La eternidad
¿Qué podemos esperar después de la muerte? ¿Continuaremos viviendo por el resto de la eternidad? ¿O, por el contrario, esta vida que hoy vivimos es todo lo que tenemos?
Todas las grandes religiones del mundo, sea el Budismo, el Hinduismo, el Judaísmo, el Islamismo o el Cristianismo mantienen que la forma de existencia más alta o deseable es la vida eterna. La narrativa teológica contiene la creencia de que nuestra finitud es una carencia, una ilusión o una caída desde un estado superior. Una condición lamentable que necesitamos superar. Nuestra vida como seres finitos no es un fin en sí misma, sino un medio para alcanzar la salvación eterna o el nirvana intemporal.
El filósofo griego Aristóteles decía que cualquier forma de solicitud, preocupación o atención hacia los otros seres depende de nuestras creencias, no en el sentido de proposiciones teoréticas, sino de compromisos prácticos. Incluso, dice, nuestras emociones más inmediatas sólo son inteligibles en relación a las creencias que sostenemos. Si temes a la muerte, por ejemplo, es porque crees en el valor de la vida y porque también crees que tu vida está constantemente en peligro debido a la enfermedad o al accidente.
Nadie sentiría miedo si creyera que nada podría pasarle. Esta precariedad, dice el filósofo, la extendemos no sólo a nuestra vida, sino a todo lo que nos importa. Si sentimos temor al ver a la hija caminar al borde del abismo es porque creemos que ella es vulnerable y porque creemos que su vida es valuable. Sin estas dos creencias no sentiríamos temor.
Los estoicos, siguiendo a Aristóteles, argumentaron que todas nuestras pasiones son formas de creencias. Si sufrimos de envidia es porque creemos que el otro tiene cosas más valiosas que las nuestras, lo que nos lleva a competir con él. Si la furia se apodera de nosotros es porque creemos en el valor de lo que el otro ha dañado. Si el dolor y la pena nos afligen es porque creemos en el valor de lo que hemos perdido.
Las pasiones no son más que el reconocimiento de nuestra dependencia en otros y en eventos que escapan a nuestro control. Esta es, dicen los estoicos, la fuente de nuestra vulnerabilidad. Por tanto, si eliminamos las pasiones que nos hacen sufrir podremos superar la vulnerabilidad y obtener finalmente la paz mental. Spinoza continúa desarrollando este argumento y también aboga por la liberación de las pasiones.
Tanto Spinoza como los estoicos son pensadores eminentemente religiosos. Ellos buscan superar la fe secular, el compromiso con una vida finita y dependiente del frágil reconocimiento de los otros en favor de la devoción religiosa a la eternidad. El origen de todos los disturbios mentales, sea la tristeza, el miedo, el odio o la envidia, se deben al amor a las cosas que se descomponen y perecen.
El camino para lograr la paz es remover nuestro amor de estas cosas finitas y dirigirlo hacia lo eterno que llena la mente con un gozo carente de tristeza. Un gozo que no debemos confundir con la pasión, sino con un estado de beatitud que nos llena de paz. Esta es, dice el filósofo sueco Martin Hagglund, la más clara versión de la aspiración religiosa a la eternidad.
El Budismo, una de las mayores religiones del mundo que hizo su entrada en occidente en la década de 1960, no afirma un Dios supernatural o una cosmología que explique la existencia del cosmos e, incluso, algunas sectas budistas afirman que el nirvana es una forma de ser “aquí y ahora”.
Sin embargo, dice Hagglund, el fin del nirvana es también la liberación del tiempo y del sufrimiento que ocasiona la finitud. Quien logra el nirvana no sufre por la pérdida de ninguna cosa, porque se ha desprendido de todo aquello que en algún momento pueda dejar de existir. El compromiso con cualquier proyecto secular, en última instancia, debe subordinarse o ser sólo un medio para alcanzar la eternidad.
La noción del nirvana, sea como una tranquilidad inmanente del ser en el mundo o como una paz trascendente más allá de la vida, es consistente con el ideal religioso de la eternidad que tan claramente expresó San Agustín en sus Confesiones. “Si las almas te placen, ámalas en Dios, porque ellas en sí mismas están sujetas a cambio”. Si uno ama a seres mortales y está comprometido con proyectos seculares, uno no debería atarse a ellos como un fin en sí mismos, sino amar lo eterno a través de ellos.
¿Matarías a tu hijo si Dios te lo ordenara? Esto es lo que Abraham, para cumplir la orden de Dios, estaba dispuesto a llevar a cabo sin objeción. Matar a Isaac, su único hijo, su tesoro más grande al que amaba con todo su corazón y en el que había depositado todas sus esperanzas. En el momento en que estaba a punto de hundir el cuchillo en su corazón Dios lo detiene y le dice… “Ahora sé que tu temes a Dios”.
¿Qué significa tener fe? Según el filósofo cristiano Kierkegaard ser verdaderamente cristiano requiere que toda tu existencia sea transformada por la fe. La fe cristiana no es reducible a lo que tu creas, sino que depende de cómo tu crees. Decir que uno cree en Dios no basta. La fe en Dios tiene que cambiar como actúas, sientes y respondes a lo que pasa en tu vida. Es la diferencia entre fe muerta y fe viva.
El sacrificio de Isaac es el ejemplo supremo de lo que significa tener fe viva. Aunque no tuvo que matarlo, Abraham realmente ya había sacrificado a su hijo en su corazón. Cualquiera que diga tener fe religiosa, dice Kierkegaard, debe estar dispuesto a tal sacrificio. El compromiso religioso implica la renuncia a la vida finita, Isaac, por la eternidad, Dios. La eternidad es lo que nos salva de la desesperación, la corrupción y la decadencia de la vida.
Vivimos en lo finito, pero no ponemos nuestra vida en él. Nuestra esperanza y nuestro futuro están puestos en la felicidad eterna y esta esperanza no puede ser negada por ninguna cosa que pase en el mundo finito. El precio a pagar por tal fe, habría que decir, es la total insensibilidad de Abraham a lo que le acontece a Isaac. Pero, si no estamos dispuestos a sacrificar lo finito por lo eterno, si no sacrificamos al hijo, nuestra fe es secular.
Esta fe, nota Hagglund, es necesariamente vulnerable. Mantener nuestro compromiso con quienes amamos profundamente no nos protege del dolor, de las esperanzas rotas o de la devastación que causa la pérdida de los que queremos. En realidad, mientras más amamos más desprotegidos quedamos. Pero, justamente es esta vulnerabilidad la condición misma de cualquier forma de responsabilidad por lo que le pueda ocurrir a quien amamos.
Es lo que está a la base de nuestra lucha por el florecimiento de sus vidas. Para la fe secular la vida de Isaac es preciosa e irreemplazable y como padre estoy dedicado a su bienestar como un fin en sí mismo, sabiendo que puedo fallar o que él puede morir. El futuro escapa a mi control. En verdad, sólo porque sé que Isaac es mortal puedo cuidarlo y protegerlo. Es este compromiso existencial el que me abre al gozo y a la maravilla de la vida como al peligro, al dolor y a la desesperación de lo que necesariamente voy a perder.
Según Hagglund el denominador común a toda forma de fe secular es la fidelidad a lo finito. San Pablo decía que si no hay otra vida aparte de ésta, entonces la vida es vana y fútil y lo único que nos queda es comer y beber porque mañana moriremos (1 Cor.15:32). No realmente: el que la vida termine con la muerte no significa que nuestro compromiso a largo plazo sea fútil. Por el contrario, el riesgo de la muerte es lo que hace que nos importe lo que hacemos y que dediquemos nuestra vida a alguien o algo que sobrepasa nuestra vida.
Esta es la diferencia con la fe religiosa que se caracteriza por el intento de abandonar la fe secular porque nos hace vulnerable frente a la pérdida irrevocable de lo que amamos. El último fin para el creyente religioso es transcender la finitud, lo que indica que esta vida que hoy tenemos carece de valor último y es sólo un estado transicional del que necesitamos ser salvados.
En una ocasión el Dalai Lama, respondiendo a la pregunta de si un budista puede preocuparse por la actual crisis ecológica, dijo que “Un budista diría que no importa”. La respuesta no es sorprendente. Su ética no esta motivada por la preocupación de la naturaleza o por cualquier ser perecedero como un fin en sí mismo. El mundo finito es una ilusión de la cual uno tiene que desprenderse. El objetivo es obtener el estado del nirvana en donde nada importa. El budismo hace explícito lo que ya está implícito en toda religión: el compromiso con la eternidad.
Para la fe secular, por el contrario, lo que existe, dice Hagglund, posee valor en sí mismo y la vida vale la pena vivirla porque es lo único que tenemos, fuente de todo valor, de todo compromiso, de toda participación. Si no creyera que esta vida es valiosa en sí misma no estaría empeñado en luchar por la herencia del pasado, por un mejor futuro o por el mantenimiento ecológico.
Para estar comprometido con alguien o algo necesito tener fe en el futuro y en aquellos de los que dependo, por muy incierta que esta fe sea. Los otros pueden abandonarme en cualquier momento y los que amo pueden morir. Lo paradójico es que la precariedad de la fe secular es lo que constituye la fuerza motivacional de la actividad humana.
El compromiso con los otros, con un proyecto o con un ideal sólo es posible si creemos que el objeto de la fe es precario, algo que no podemos dar por sentado. Sin el peligro de la pérdida no habría ímpetu para ayudar, cuidar y mantener aquello con lo que vivimos. El impulso a mantener la fe en un objeto o actividad proviene del temor de que podamos perderlo. La promesa de la eternidad elimina este temor. Lo eterno no cambia, no decae, no muere.
Si eres religioso todavía pueden importarte profundamente tus semejantes y la vida en este planeta. La cosa, sin embargo, es que si te importa la vida como un fin en sí misma, tú estas actuando en base a una fe secular. La fe religiosa, dice Hagglund, puede implicar la obediencia a normas morales, pero no puede reconocer que el último propósito de lo que hacemos, la última razón de por qué importa como nos tratemos unos a otros y como tratemos la Tierra es porque la vida es frágil.
Desde la perspectiva religiosa el último propósito de lo que hacemos es servir a Dios y obtener la salvación. Desde la perspectiva secular la vida finita es un fin en sí misma.