Tú muestras una foto de cuando eras pequeño y con cierto orgullo dices “ese soy yo”… ¿Realmente? ¿Y cómo sabes que el pequeño y tu son la misma persona? Por supuesto que somos la misma persona. No faltaba más. Bueno, si así lo crees ¿Qué es, entonces, lo que hace que la figura de la foto sea el mismo adulto que hoy la mira? ¿Que es lo que persiste en el y tu a través del tiempo?
Una de nuestras respuestas más comunes es la creencia de que cada uno es un sujeto individual único y diferente de los otros gracias a la posesión de una identidad propia que se mantiene en el tiempo a pesar de todos los cambios que experimentamos. La evidencia que las instituciones sociales usan para determinar la identidad, por ejemplo, son las huellas digitales. Pero, si pierdo mis manos ¿pierdo mi identidad? La investigación y desarrollo tecnológico nos provee con una nueva evidencia… el ADN. Ahora el neuro- biólogo nos muestra una formula genómica y dice… “esto eres tu”. Y es aquí donde me encuentro a mi mismo objetivamente. Observando mi propia objetividad. El problema, teóricamente hablando, es… ¿Quién es ese que observa objetivamente eso que yo soy?
Esta es la pregunta por el sentido de la si mismidad. Clásicamente se ha mantenido que la existencia del sujeto depende de su habilidad racional para autodeterminarse y distinguirse de los otros. Nos gusta pensar que lo que nos define es nuestra si mismidad dotada de cualidades intrínsecas que nos hace ser lo que somos. Es el núcleo intangible que origina nuestras acciones, nuestra libertad, nuestra singularidad y nuestra independencia. Nuestra identidad esencial.
El conocimiento del mundo, dice Descartes, tiene que esperar hasta que nuestro ego se asegure filosóficamente. Según Rousseau, si solo fuéramos capaces de liberar nuestra verdadera naturaleza recuperaríamos nuestra individualidad y estaríamos libres del sufrimiento que hoy tenemos que soportar. Para toda esta tradición occidental dentro de nosotros mismos, en la profundidad de nuestra subjetividad, se encuentra la unidad de nuestro ser (Yo, Razón, Espíritu, Alma, Persona) Allí esta nuestra vocación y autenticidad que las presiones sociales sofocan. Vivir auténticamente es vivir de acuerdo a este núcleo esencial que yo soy.
¿Pero, esta herencia Iluminista, no es, después de todo, una ilusión? Nos auto convencemos que la conciencia siempre esta en control y que la si mismidad es nuestra libertad, nuestra verdad y nuestra posesión mas preciosa, virgen de influencias culturales. Y, sin embargo, en la realidad social en la que vivimos esta ilusión funciona como un conjunto de prácticas, disciplinas y rutinas que nos aprisionan y determinan. Fijémonos solo en la tremenda influencia determinante que tienen la escuela, la iglesia, el Estado, los medios de difusión, la oficina o el ejército en la formación de lo que somos. Pensamos que la unidad de nuestro ser se encuentra dentro de nosotros y lo que allí descubrimos, en cambio, es una interioridad fracturada presa de impulsos irracionales que constantemente amenazan el orden social. Junto a la conciencia siempre encontramos al inconsciente. Junto a la razón, la irracionalidad amenazando con consumirla. Junto al amor, el odio. La verdad es que la unidad del sujeto es una ilusión que precariamente encubre su división interior.
¿Cómo, entonces, podríamos sentirnos absolutamente seguro de nuestra identidad cuando esta marcada por la descentralización, desintegración y dispersión? ¿Como, a pesar de ello, nos arreglamos para componer un sentido de la existencia a través del tiempo que continuamente percibimos como propio? ¿Cómo hacemos esto?
Según Kristeva, gracias a nuestra habilidad para construir y contar historias que encapsulan el sentido de nuestra vida. La habilidad de contar la propia vida es lo que distancia a los seres humanos de los animales. Es la narrativa la que le da un propósito a la acción política al inscribirla en la experiencia y memoria de la comunidad. Una acción, por muy heroica que sea, solo se completa cuando es recordada, escuchada y, luego, recontada por otros. Por eso, una historia no puede ser solo lo que un sujeto se cuenta a si mismo. Su función esencial es identificar al ser humano como agente de la acción narrada y encontrar en su acción una significancia con la ayuda, la comprensión e interpretación de los que escuchan la historia. En esta forma de vernos, en lugar de preguntar ¿Qué soy yo? preguntamos por nuestra relacion con los otros. Por nuestra convivencia. Sin los otros no hay historias para contar. La relacion que establecemos con ellos a través de las historias que contamos no es, por tanto, una cuestión opcional ni accidental en nuestras vidas, sino que es la verdadera condición de la existencia humana como tal. El reconocimiento de la importancia que ellas tienen en la constitución de nuestra identidad significa nada menos que el desplazamiento de la búsqueda de características universales y esenciales por características particulares y especificas. No es lo mismo nacer en Afganistán o en Paraguay, rico o pobre o nacer hoy o en el siglo V DC.
Las historias que heredamos de la cultura en la que vivimos nos ayudan a ser lo que somos. Son la condición de inteligibilidad y coherencia de nuestras vidas y el vehículo que permite que nuestras experiencias puedan ser contadas a otros. No podemos explicar la unidad de nuestras vidas en términos puramente sicológicos. Solamente podemos hacerlo en tanto nuestra vida pueda ser narrada, en tanto podamos dar cuenta de nosotros mismos a otros. Aunque no podemos identificar totalmente la narración con la experiencia vivida, es solo a través de ella que esas experiencias adquieren significado y pueden hacerse públicas. Es por eso que la existencia es siempre una existencia contada. Cuando alguien expresa que su vida no tiene sentido es tal vez porque la narrativa de su vida se ha hecho ininteligible para el o para ella, que ha perdido toda dirección hacia un clímax o fin.
Roquentin, el protagonista de la Nausea, dice que tenemos que elegir entre… “vivir o contar”. La sugestión es que las historias falsifican la experiencia y deben ser descartadas como inservibles. Pero, la historia de Roquentin ¿no es ya una historia? Nuestras vidas tal como las vivimos son ya historias o, a lo menos, parte de una posible historia. Y como tales, a pesar de que las historias pueden ser impredictibles, inevitablemente tienen un cierto carácter teleológico. Las historias son nuestro medio natural. Vivimos en ellas y ellas viven en nosotros.
El asunto, sin embargo, no es tan simple como parece, porque la forma, significado y posibilidad de las historias nunca pueden darse por sentadas. Siempre podemos imaginar un estado en donde el sujeto no puede reconocer o construir el significado de su propia narrativa, en donde su vida aparece solo como una sucesión de eventos, como una secuencia de momentos que no vienen de ninguna parte y no se dirigen a ningún lugar. ¿Hay alguien que en algún instante de su vida no haya sentido algo así?
Es aquí en donde el psicoanálisis puede ser de alguna ayuda al proveer una teoría y un protocolo para que nuevas historias surjan a partir de la materia informe de la experiencia. La pregunta clave que Freud planteo es como el inconsciente puede ser conocido, ya que si este es ajeno e inaccesible a la conciencia todo el proceso de adquisición de significado queda en suspenso. Según el, el lenguaje, al ubicarse al borde de la conciencia y el inconsciente, en su forma de libre asociación, desbloquea la represión traumática y permite el acceso a lo desconocido. La terapia alienta la búsqueda de una narrativa que le de sentido a lo que hay detrás de los síntomas, a transformar lo irrepresentable en representación a través de la mediación de la palabra. A poner en una narrativa los fantasmas y los impulsos sadomasoquistas.
Es en el orden simbólico en donde el significado, la representación y las historias son posibles. Pero estas historias debemos considerarlas con una actitud cognitiva diferente. Ellas no pueden tomarse como verdaderas o falsas. Ellas no buscan significados profundos, permanentes o absolutos y siempre otras historias son posibles. Su efectividad real no se mide porque nos entregan un conocimiento objetivo de cómo las cosas verdaderamente son, sino por su capacidad para tender un puente entre el trauma y la representación y para facilitar entre nosotros el intercambio de significados. Solo cuando el sujeto empieza a contar su historia, cuando empieza a aceptarla como un proyecto es cuando podemos verla como un indicio hacia la posibilidad del sentido y relación. En otras palabras, como un lenguaje para comunicar sus sufrimientos y decir algo significativo a otros. Así, historias se intercambian y las vidas adquieren valor. Es a través de la restauración de la relacion social cuando una vida carente de significado puede recrear el sentido de su existencia.
Desde que carecemos de un centro esencial las historias que nos contamos a nosotros mismos nunca son completamente nuestras. Son hechas de pedazos de recuerdos y de lo que los otros nos dicen acerca de nosotros. Esta es una de las razones de que muchos rechazan el valor de las historias porque falsamente unifican el individuo. Por supuesto. Quien busque una relacion última dentro del sujeto o entre el sujeto y los otros no la va a encontrar en las historias que nos contamos. Ellas participan de nuestra ambigüedad humana y la relación y unidad que crean puede desintegrarse en cualquier momento.
Las historias, relatos y autobiografías que creamos nos dan la posibilidad de darle significado al sin sentido, de nombrar nuestra experiencia fundamental de lo que significa ser humano y de crear un lenguaje publico que nos libera del solipsismo, lenguaje que, sin embargo, nunca logramos articular completamente. Siempre algo queda más allá de Él.