La vida en el mito
Vivimos de ilusiones y fantasías y no podemos evitarlo. Y, a pesar de toda el agua que ha pasado bajo los puentes, no hemos podido crear una aceptable. Es curioso que entre todos los animales que merodean en este extraño planeta los humanos somos los únicos que necesitan encontrarle un sentido a la vida, una razón para vivir. No soportamos la existencia si creemos que ella no contiene un significado oculto, un valor trascendente, un punto omega final, como decía el padre Pierre Teilhard de Chardin.
Vivimos de mitos y matamos y morimos por mitos. Esto es mejor y más laudable, al parecer, que el vilipendiado nihilismo metafísico que no debemos mirar con buenos ojos. Desde que nacemos nos encontramos agobiados de problemas y llenos de ansiedades por el dolor, las presiones del ambiente, el peligro del hambre, las enfermedades y, como si ésto fuera poco, la muerte que nos acecha a cada instante.
¿Tiene todo esto algún sentido? Según el mito bíblico, fuente original de la cultura occidental, ésto es debido al pecado original cometido por nuestros padres que nos costó la expulsión del Paraíso. No muy lejos, en el continente hindú, la doctrina del Karma contiene el mismo mito según el cual nacemos con una herencia, un carácter impuesto y una tarea asignada, gentileza del samsara, el ciclo de nacimiento, miseria y muerte que se repite infinitamente.
Buenas o malas acciones en la vida anterior determinan el futuro del individuo. Al centro de ambos se ofrece, nada menos, que el camino a la salvación. A lo largo de la historia los mitos se repiten uno tras otro y algunos de ellos han sido bastante letales.
El manuscrito azteca Códice Florentino, por ejemplo, presenta la horrible imagen de una forma de vida completamente ajena a la mente moderna. Según la antropóloga australiana Inga Clendinnen, los aztecas eran notorios por la matanza a gran escala de humanos en sacrificios rituales que se realizaban en su mayor parte al aire libre, en los templos del vecindario y en las calles. El pueblo participaba en el cuidado y preparación de las víctimas y después de muertas, en el elaborado procesamiento de los cuerpos: el desmembramiento y reparto de cabezas y miembros, carne, huesos y pieles desolladas.
En ocasiones los guerreros llevaban calabazas de sangre humana o vestían las pieles chorreantes de sus cautivos para ser recibidos ceremoniosamente en las viviendas. La carne de sus víctimas hervía en las ollas de la cocina. Los huesos de los muslos humanos, rapados y secos, se colocaban en los patio de las casas.
Y todo esto en un pueblo notable por su política ordenada y el respeto por la belleza. Para los habitantes de Tenochtitlán, la capital del imperio, esta era la expresión de lo que significaba ser humano. El mito del caos y violencia subyacente en el mundo era lo que amenazaba permanentemente el orden y la belleza. La violencia del estado solo reflejaba la violencia de los dioses y el cosmos. Incapaces de exorcizar la violencia interna, los aztecas la santificaron: “La matanza ritual encarnaba el salvajismo que es parte de cualquier tipo de paz entre los humanos”.
Para la mente contemporánea la crueldad de estas prácticas proviene de su barbarismo. Pero, si pensamos otra vez… ¿no será que estas prácticas aztecas develan algo que nuestro mundo encubre? Después de todo, civilización y barbarismo no son, en realidad, dos tipos de sociedades diferentes. Ambas se entrelazan cada vez que los seres humanos se unen.
La experiencia sugiere que, en lugar de renunciar a la violencia y las masacres y construir una paz duradera, los humanos nos hemos habituado a ella.
De entre todos los animales, el humano es el único que le da valor a la vida matando y muriendo en la persecución de sueños sin sentido. El mito moderno de la “nueva humanidad” es la ultima manifestación de esta oscura tendencia. El siglo XX ha visto los peores episodios de matanzas masivas con el fin de rehacer la especie humana… “El hombre nuevo”, “la raza superior” y, con el mismo impulso, podemos ahora agregar “el cambio de régimen”, siendo Afganistán el ultimo ejemplo de esta trágica cadena. Indudablemente la geopolítica juega un papel importante, pero algún tipo de pensamiento mágico pareciera ser más importante.
Con la invasión de naciones acerca de las cuales nada saben las élites dirigentes del occidente, el autodenominado “mundo civilizado”, creen avanzar hacia un futuro que, según dicen, está prefigurado en ellos mismos. Los resultados son estados fracasados, zonas de anarquía, tiranías, tortura, destrucción y, la historia de siempre, el sacrificio masivo de hombres, mujeres y niños. Los aztecas, incapaces de exorcizar la violencia interna que todos llevamos, la santificaron. El hombre moderno la instrumentaliza en nombre de los derechos humanos.
A pesar de que el conocimiento crece de manera acelerada, lo irónico es que la ética y la política se encuentran con los mismos dilemas recurrentes. La tortura y las masacres retornan con distintos nombres, bajo el amparo de nuevos mitos.
Dirigentes políticos, pensadores sociales y líderes religiosos insisten en que la violencia es inhumana. Todos ellos dicen que quieren poner fin a las masacres de los humanos por otros humanos. Y, sin embargo, muchos de ellos están dispuestos a matar en gran escala en nombre de un supuesto futuro en el cual nadie muera de violencia.
En la sobria visión estoica de Freud los obstáculos en la realización humana se encuentran no sólo en el mundo que nos rodea, sino que también dentro de nosotros albergamos impulsos que sabotean nuestra propia realización. Herederos de la fe cristiana en el libre albedrío los humanistas creen que los seres humanos son o podrán ser algún día libres para elegir sus vidas.
Lo que olvidan es que el yo que hace la elección no ha sido el mismo elegido. Lo que gobierna, por debajo de lo que imaginamos que son nuestras elecciones, es la voluntad inconciente, el funcionamiento secreto de la mente que ignora la lógica y es indiferente al bien y el mal. Esta división mental es el precio que pagamos por ser humanos y se debe, en gran parte, a la represión de los instintos y deseos que no podemos evitar, porque ese es el costo de toda civilización.
Si ésta requiere represión, también requiere mitos. No arquetipos eternos almacenados en una bodega cósmica, sino, como lo vemos a través del tiempo, mitos fluidos, efímeros y trasmisibles a millones de seres humanos. Fantasías que surgen a través de procesos no concientes y que sobreviven en tanto sean promulgadas por quienes las aceptan.
El instinto de muerte, que actúa en toda criatura viviente, se esfuerza en arruinarla y reducirla a su condición original de materia orgánica. La conciencia humana de la finitud, de la muerte final a la que estamos irremediablemente condenados, es la raíz de nuestros miedos y angustia existencial, de nuestro temor y ansiedad que marcan nuestro ser en el mundo y que intentamos trascender a través de una variedad de diseños imaginativos que le dan un objetivo a la vida.
Las ilusiones son el contenido de los mitos y su función es satisfacer la necesidad por el sentido de la existencia. Pueden ser bastante útiles, incluso indispensables. Pero eso no las hace verdaderas. Lo irónico es que la aspiración a una vida sin mitos es en sí misma materia de mitos. ¿Cómo, entonces, el hombre actual podría vivir sin mitos modernos? ¿Sería posible encontrar lo real, desnudo de toda ficción, crudo, antes de ser cocinado? ¿Es la ciencia el camino que pueda guiarnos al conocimiento de la realidad que existe fuera de nosotros? ¿No será esta pretensión el mito de todos los mitos?
Puede que no elijamos nuestras ficciones, por lo menos no concientemente. Pero, nuestras vidas, de una u otra manera, siempre van a girar en torno a ficciones y símbolos, aunque tengamos la sospecha de que ellos no corresponden con los hechos. La ciencia y los mitos, por supuesto, no son lo mismo. Sus métodos y las necesidades a las que sirven son diferentes. Pero ambos son similares en ser artefactos simbólicos que los humanos erigimos como refugio en un mundo que no conocemos.
Más allá de ellos, más allá de la ciencia y los mitos, mas allá de los bordes de la mente los árboles verdean y el sol brilla en las aguas del estero. Cuando finalmente tomamos conciencia de que el mundo no tiene significado, nos sentimos liberados. Saber que no hay nada sustancial en él pudiera parecer que le quita todo valor. Pero, visto desde una perspectiva inusual, esta nada sustancial es nuestra posesión más preciada porque nos abre un mundo que existe más allá de nosotros.